Vuestros cuentos
El padre y las dos hijas
Enviado por dach2901
Había una vez un hombre que tenía dos hijas. Meses atrás, las dos jovencitas se habían ido del hogar familiar para iniciar una nueva vida.
La mayor, contrajo matrimonio con un joven hortelano. Juntos trabajaban día y noche en su huerto, donde cultivaban todo tipo de frutas y verduras que, cada mañana, vendían en el mercado del pueblo. La más pequeña, en cambio, se casó con un hombre que tenía un negocio bien distinto, pues era fabricante de ladrillos.
Una tarde, el padre se animó a dar un largo paseo y de paso, visitar a sus queridas hijas para saber de ellas. Primero, acudió a casa de la que vivía en el campo.
– ¡Hola, mi niña! Vengo a ver qué tal te van las cosas.
– Muy bien, papá. Estoy muy enamorada de mi esposo y soy muy feliz con mi nueva vida.
– ¡Me alegro mucho por ti, hija mía!
– Sólo tengo un deseo que me inquieta: que todos los días llueva para que las plantas y los árboles crezcan con abundante agua y jamás nos falte fruta y verdura para vender.
El padre se despidió pensando que ojalá se cumpliera su deseo y, sin prisa, se dirigió a casa de su otra hija.
– ¡Hola, querida! Pasaba por aquí para saber cómo te va todo.
– Estoy muy bien, papá. Mi marido me trata como a una princesa y la vida nos sonríe.
– ¡Cuánto me alegra saberlo, hija!
– Bueno, aunque tengo un deseo especial: que siempre haga calor y que no llueva nunca; es la única manera de que los ladrillos se sequen bajo el sol y no se deshagan con el agua ¡Si hay tormentas será un desastre!
El padre pensó que ojalá se cumpliera también el deseo de su hija pequeña, pero en seguida cayó en la cuenta de que, si se cumplía lo que una quería, perjudicaría a la otra, y al revés sucedería lo mismo.
Caminó despacio y, mirando al cielo, exclamó desconcertado:
– Si una quiere que llueva y la otra no, como padre ¿qué debo desear yo?
La pregunta que se hizo no tenía respuesta. Llegó a la conclusión de que a menudo, el destino es quien tiene la última palabra.
Aquel viejo, viejo vino
Enviado por dach2901
Cuenta una historia muy antigua que hace muchos años vivía un hombre muy rico y poderoso que tenía una vida llena de privilegios; residía en una casa enorme rodeada de hermosos jardines, vestía las más elegantes ropas y degustaba manjares que no estaban al alcance de casi nadie.
Cuando se paraba a pensar en todo lo que poseía, se sentía pletórico de felicidad.
– “¡No puedo ser más afortunado! Tengo todo lo que un hombre de cincuenta años puede desear: una hogar lujoso, criados que me sirven y oro a raudales para permitirme el capricho que me dé la gana ¡La verdad es que soy un tipo con suerte!”.
Sí, lo tenía absolutamente todo, pero de lo que más orgulloso se sentía era de la vieja bodega que había construido en el sótano de su mansión. Allí, rodeadas de oscuridad, reposaban decenas de botellas de vino que para él eran un auténtico tesoro.
Entre todas había una muy especial, la que consideraba la joya de la corona por ser la más antigua y valiosa. No permitía que nadie se acercara a ella y de vez en cuando bajaba a comprobar que seguía en su sitio.
Se la quedaba mirando, la acariciaba con suavidad y siempre pensaba lo mismo:
– “Esta botella contiene el mejor vino del planeta y sólo la descorcharé cuando venga a visitarme alguien realmente importante ¡Me niego a desperdiciar este exquisito caldo con gente que no lo merece y mucho menos con personas incapaces apreciarlo!”.
Resultó que un día pasó por su casa un hombre de negocios que gozaba de muy buena reputación en la ciudad. Mientras charlaba con él en el salón, pensó en bajar a la bodega y compartir con él su más preciada botella.
La idea revoloteó por su cabeza unos segundos, pero rápidamente cambió de opinión y se dijo a sí mismo:
– “¡No, no, será mejor que no! Este caballero no es lo suficientemente importante como para invitarle a beber mi fabuloso vino de reserva… ¡Le daré agua fresca y santas pascuas!”.
Un par de meses después recibió por sorpresa la visita del presidente del gobierno de su país, y por supuesto, le invitó a comer.
Cuando los criados sirvieron el suculento asado, al hombre le asaltó el mismo pensamiento que tiempo atrás.
– “¡Qué honor tener al presidente en mi casa! Tal vez debería abrir mi maravillosa botella de vino para acompañar la carne… ¡Bueno, no, la dejaré para otra ocasión! Su ropa es bastante fea y anticuada, así que me temo que un hombre con tan poco gusto no va a disfrutar de un vino sólo apto para paladares refinados”.
Y así fue cómo, una vez más, dejó pasar la oportunidad de degustar su excelente vino en buena compañía.
Llegó el otoño y una tarde ventosa recibió una carta de palacio que anunciaba que, en unas horas, recibiría la visita del príncipe del reino. Como es lógico la idea le entusiasmó y se puso bastante nervioso. Todo tenía que estar perfecto cuando llegara el hombre más ilustre que podía pisar su hogar ¡Nada más y nada menos que el príncipe!
Llamó a los criados a golpe de campana y cuando los tuvo frente a él, les indicó:
– El príncipe almorzará aquí mañana ¡Se presentará a las doce, y tanto la casa como los jardines tienen que estar limpios y esplendorosos! Por descontado, no quiero que falte ningún detalle en la mesa ¡Pongan el mantel de encaje, los platos de porcelana y las copas de cristal reservadas para los banquetes!
El hombre sentía que el corazón le latía a mil por hora.
– ¡Y por favor, esmérense con la comida! Tenemos que ofrecerle el mejor pescado fresco que encuentren y los postres más deliciosos que sean capaces de preparar ¿Queda claro?
Los sirvientes asintieron con la cabeza y se fueron a toda prisa a organizarlo todo pues no había tiempo que perder. Él, mientras tanto, se quedó mordisqueándose las uñas y reflexionando sobre su cotizada botella.
– “¿Será mañana el día más apropiado para servir ese vino?… ¡Se trata del príncipe!… ¿Qué hago, le invito o no le invito?”.
La duda que le corroía se esfumó rápidamente:
– “¡Bah, no, me niego! Al fin y al cabo no es un rey ni un emperador, sino un joven príncipe que se lo va a beber a grandes tragos como si fuera un vino barato”.
Y así fue que los años fueron pasando y pasando hasta que el hombre se convirtió en un anciano que de viejo se murió. Tanto había esperado la ocasión perfecta para abrir su queridísima botella, que abandonó este mundo sin probarla.
La noticia de su fallecimiento corrió como la pólvora. Como había sido un hombre rico e influyente en vida, todos sus vecinos y empleados acudieron a su casa para darle el último adiós.
¡En el comedor no cabía un alma! Se reunieron decenas de personas y los criados se vieron obligados a bajar a la bodega a por botellas de vino para servir unas copas. Se las llevaron todas, incluida la botella de vino añejo que tan celosamente había guardado su señor durante más de cuarenta años.
¡Una verdadera lástima!…Quienes lo bebieron no se dieron ni cuenta de que estaban tomando un carísimo vino único en el mundo; para ellos, el vino era simplemente, vino.
El caminante inteligente
Enviado por dach2901
Tras varias horas caminando bajo el sol un hombre pasó por una pequeña granja, la única que había en muchos kilómetros a la redonda. El olorcillo a cocido llegó hasta su nariz y se dio cuenta de que tenía un hambre de lobo. Llamó a la puerta y el dueño de la casa, bastante antipático, le abrió.
– Buenas tardes, señor.
– ¿Quién es usted y qué busca por estos lugares?
– No se asuste, soy un simple viajero que va de paso. Me preguntaba si podría invitarme a un plato de comida. Estoy muerto de hambre y no hay por aquí ninguna posada donde tomar algo caliente.
El granjero no se compadeció y para quitárselo de encima le dijo en un tono muy despectivo:
– ¡Pues no, no puedo! Son las cinco y mi esposa y yo ya hemos comido ¡En esta casa somos muy puntuales y estrictos con los horarios, así que no voy a hacer ninguna excepción! ¡Váyase por donde vino!
El hombre se quedó chafado, pero en vez de venirse abajo, reaccionó con astucia; justo cuando el granjero iba a darle con la puerta en las narices, sacó un billete de cinco pesos del bolsillo de su pantalón y se lo dio a un niño que jugaba en la entrada.
– ¡Toma, guapo, para que juegues! ¡Si quieres otro dímelo, que tengo muchos de estos!
El granjero vio de reojo cómo el desconocido le regalaba un billete de los gordos a su hijo y pensó:
– “Este tipo debe ser rico y eso cambia las cosas… ¡Le invitaré a entrar!”
Abrió la puerta de nuevo y con una gran sonrisa en la cara, le dijo muy educadamente:
– ¡Está bien, pase! Mi mujer le preparará algo bueno que llevarse a la boca.
– ¡Oh, es usted muy amable, gracias!
Aguantando la risa, el viajero pasó al comedor y se sentó a la mesa ¡Había echado el anzuelo y el pez había picado!
Mientras, el granjero, un poco nervioso, entró en la cocina para hablar con su mujer. En voz baja, le dijo:
– Creo que este desconocido está forrado de dinero porque le ha regalado a nuestro hijo un billete de cinco pesos ¡y le escuché decir que tiene muchos más!
– ¿En serio?… Pues entonces no podemos dejarle escapar ¡Tenemos que aprovecharnos de él como sea!
– ¡Sí! Vamos a intentar que esté lo más contento posible y ya se me ocurrirá algo.
El granjero y su mujer adornaron la mesa con flores y sirvieron la comida en platos de porcelana fina que se sintiera como un rey, pero el viajero sabía que tanta atención no era ni por caridad ni por amabilidad, sino que lo hacían por puro interés, porque pensaban que era rico y querían quedarse con parte de su dinero ¡El plan había surtido efecto porque era lo que él quería que pensaran!
– Señora, este es el mejor arroz con pollo que he comido en toda mi vida ¡Tiene usted manos de oro para la cocina!
– ¡Muchas gracias, me alegro mucho de que le guste! ¿Le apetece un café con bizcocho de manteca?
– Si no es molestia, acepto encantado su invitación.
– ¡Claro que no, ahora mismo se lo traigo!
El postre estaba para chuparse los dedos y el humeante café fue el colofón perfecto a una comida espectacular.
– Muchas gracias, señores, todo estaba realmente delicioso. Y ahora si me disculpan, necesito ir al servicio… ¿Podrían indicarme dónde está?
– ¡Claro, faltaría más! El retrete está junto al granero; salga que en seguida lo verá.
– Muchas gracias, caballero, ahora mismo vuelvo.
El astuto viajero salió de la casa con la intención de no volver. Afuera, junto a las escaleras de la entrada, seguía jugando el niño; parecía muy entretenido haciendo un avión de papel con el billete que un par de horas antes le había regalado. Se acercó a él y de un tirón, se lo quitó.
– ¡Dame ese billete, chaval, que ya has jugado bastante!
Lo guardó en el bolsillo, rodeó la casa y echó a correr.
– ¡Tengo que largarme antes de que los muy tontos se den cuenta de que les he engañado!
Y así, con el buche lleno y partiéndose de risa, el viajero se fue para siempre, contento porque había conseguido burlar a quienes habían querido aprovecharse de él.
El asno y el caballo
Enviado por dach2901
Un asno y un caballo vivían juntos desde su más tierna infancia, y como buenos amigos que eran, utilizaban el mismo establo, compartían la bandeja de heno, y se repartían el trabajo equitativamente. Su dueño era molinero, así que su tarea diaria consistía en transportar la harina de trigo desde el campo al mercado principal de la ciudad.
La rutina era la misma todas las mañanas: el hombre colocaba un enorme y pesado saco sobre el lomo del asno, y minutos después, otro igual de enorme y pesado sobre el lomo del caballo. En cuanto todo estaba preparado los tres abandonaban el establo y se ponían en marcha. Para los animales el trayecto era aburrido y bastante duro, pero como su sustento dependía de cumplir órdenes sin rechistar, ni se les pasaba por la mente quejarse de su suerte.
—————–
Un día, no se sabe por qué razón, el amo decidió poner dos sacos sobre el lomo de asno y ninguno sobre el lomo del caballo. Lo siguiente que hizo fue dar la orden de partir.
– ¡Arre, caballo! ¡Vamos, borrico!… ¡Daos prisa o llegaremos tarde!
Se adelantó unos metros y ellos fueron siguiendo sus pasos, como siempre perfectamente sincronizados. Mientras caminaban, por primera vez desde que tenía uso de razón, el asno se lamentó:
– ¡Ay, amigo, fíjate en qué estado me encuentro! Nuestro dueño puso todo el peso sobre mi espalda y creo que es injusto. ¡Apenas puedo sostenerme en pie y me cuesta mucho respirar!
El pequeño burro tenía toda la razón: soportar esa carga era imposible para él. El caballo, en cambio, avanzaba a su lado ligero como una pluma y sintiendo la perfumada brisa de primavera peinando su crin. Se sentía tan dichoso, le invadía una sensación de libertad tan grande, que ni se paró a pensar en el sufrimiento de su colega. A decir verdad, hasta se sintió molesto por el comentario.
– Sí amiguete, ya sé que hoy no es el mejor día de tu vida, pero… ¡¿qué puedo hacer?!… ¡Yo no tengo la culpa de lo que te pasa!
Al burro le sorprendió la indiferencia y poca sensibilidad de su compañero de fatigas, pero estaba tan agobiado que se atrevió a pedirle ayuda.
– Te ruego que no me malinterpretes, amigo mío. Por nada del mundo quiero fastidiarte, pero la verdad es que me vendría de perlas que me echaras una mano. Me conoces y sabes que no te lo pediría si no fuera absolutamente necesario.
El caballo dio un respingo y puso cara de sorpresa.
– ¡¿Perdona?!… ¡¿Me lo estás diciendo en serio?!
El asno, ya medio mareado, pensó que estaba en medio de una pesadilla.
– ‘No, esto no puede ser real… ¡Seguro que estoy soñando y pronto despertaré!’
El sudor empezó a caerle a chorros por el pelaje y notó que sus grandes ojos almendrados empezaban a girar cada uno hacia un lado, completamente descontrolados. Segundos después todo se volvió borroso y se quedó prácticamente sin energía. Tuvo que hacer un esfuerzo descomunal para seguir pidiendo auxilio.
– Necesito que me ayudes porque yo… yo no puedo, amigo, no puedo continuar… Yo me… yo… ¡me voy a desmayar!
El caballo resopló con fastidio.
– ¡Bah, venga, no te pongas dramático que tampoco es para tanto! Te recuerdo que eres más joven que yo y estás en plena forma. Además, para un día que me libro de cargar no voy a llevar parte de lo tuyo. ¡Sería un tonto redomado si lo hiciera!
Bajo el sol abrasador al pobre asno se le doblaron las patas como si fueran de gelatina.
– ¡Ayuda… ayuda… por favor!
Fueron sus últimas palabras antes de derrumbarse sobre la hierba.
¡Blooom!
El dueño, hasta ese momento ajeno a todo lo que ocurría tras de sí, escuchó el ruido sordo que hizo el animal al caer. Asustado se giró y vio al burro inmóvil, tirado con la panza hacia arriba y la lengua fuera.
– ¡Oh, no, mi querido burro se ha desplomado!… ¡Pobre animal! Tengo que llevarlo a la granja y avisar a un veterinario lo antes posible, pero ¿cómo puedo hacerlo?
Hecho un manojo de nervios miró a su alrededor y detuvo la mirada sobre el caballo.
– ¡Ahora que lo pienso te tengo a ti! Tú serás quien me ayude en esta difícil situación. ¡Venga, no perdamos tiempo, agáchate!
El desconcertado caballo obedeció y se tumbó en el suelo. Entonces, el hombre colocó sobre su lomo los dos sacos de harina, y seguidamente arrastró al burro para acomodarlo también sobre la montura. Cuando tuvo todo bien atado le dio unas palmaditas cariñosas en el cuello.
– ¡Ya puedes ponerte en pie!
El animal puso cara de pánico ante lo que se avecinaba.
– Sí, ya sé que es muchísimo peso para ti, pero si queremos salvar a nuestro amigo solo podemos hacerlo de esta manera. ¡Prometo que te recompensaré con una buena ración de forraje!
El caballo soltó un relincho que sonó a quejido, pero de nada sirvió. Le gustara o no, debía realizar la ruta de regreso a casa con un cargamento descomunal sobre la espalda.
—————–
Gracias a la rápida decisión del molinero llegaron a tiempo de que el veterinario pudiera reanimar al burro y dejarlo como nuevo en pocas horas. El caballo, por el contrario, se quedó tan hecho polvo, tan dolorido y tan débil, que tardó tres semanas en recuperarse. Un tiempo muy duro en el que también lo pasó mal a nivel emocional porque se sentía muy culpable. Tumbado sobre el heno del establo lloriqueaba y repetía sin parar:
– Por mi mal comportamiento casi pierdo al mejor amigo que tengo… ¿Cómo he podido portarme así con él?… ¡Tenía que haberle ayudado!… ¡Tenía que haberle ayudado desde el principio!
Por eso, cuando se reunieron de nuevo, con mucha humildad le pidió perdón y le prometió que jamás volvería a suceder. El burro, que era un buenazo y le quería con locura, aceptó las disculpas y lo abrazó más fuerte que nunca.
Los superpoderes de Luca Listillo
Enviado por dach2901
La vida de Luca Listillo en el cole de los dibujos animados era horrible. Luca era un personaje de un cómic normalito sobre un niño muy listo, y eso era todo. Pero sus compañeros de clase, ellos sí que eran personajes: unos eran increíbles superhéroes y otros grandes magos o aventureros galácticos, todos con unos poderes tan alucinantes que hacían quedar a Luca como un pardillo ridículo.
Tan espectaculares eran sus poderes y sus aventuras, que el mundo de los dibujos animados se les hizo pequeño.
- “Esto es un rollo”, decían, “aquí siempre ganamos, y los malos son penosos. ¡Queremos malos de verdad, para que se enteren de nuestros poderes!”.
A Luca todo aquello le daba pánico ¿Cómo enfrentarse al mundo de verdad, si ya en el mundo de los dibujos animados las pasaba canutas?
Pero sus compañeros de clase consiguieron su objetivo, y un día todos ellos amanecieron en el mundo real. Ese mundo corría un gravísimo peligro, pero cuando quisieron salvarlo y trataron de utilizar sus poderes, se dieron cuenta de que ¡el mundo real estaba embrujado!
Debía ser un hechizo terrible, porque todo parecía del revés: era imposible saltar de casa en casa, volar por los aires o utilizar la visión láser; cualquier pequeño golpe les dejaba terriblemente doloridos, las armas galácticas no funcionaban, y ninguno de los hechizos que conocían tenía efecto alguno. ¿Cómo iban a salvar al mundo si no podían usar sus poderes?
Pero entonces apareció Luca. A él parecía que no le afectaba el hechizo, pues seguía siendo un chico muy inteligente, y no tardó en comprender lo que pasaba. Y junto a él, aparecieron también otros personajes que no habían perdido sus cualidades: habían sido dibujos animados del montón; niños y niñas alegres, divertidos, creativos, simpáticos , trabajadores o cariñosos, que podían seguir viviendo como siempre en aquel mundo embrujado. Y mientras sus “poderosos” compañeros no hacían más que preguntarse qué habría pasado con sus poderes, el nuevo grupo de héroes puso en práctica todas sus habilidades para tratar de salvar al mundo de aquel gran peligro.
Y tuvieron un gran éxito, porque el peligro que acechaba al mundo real no era otro que llenarse de niños que se quedan sin hacer nada, esperando recibir algún mágico y misterioso poder que todo lo arregle.
¡Santa me ha robado!
Enviado por dach2901
Marcianoto llegó volando en su nave espacial. Estaba emocionado porque por fin había obtenido permiso para visitar la Tierra de nuevo. Ya había estado antes, pero la última vez montó un lío tremendo: se había transformado en un tipo llamado Albert Einstein y en unos pocos días reveló muchos secretos de los extraterrestres. Por eso llevaba años castigado sin volver.
Esta vez tendría mucho más cuidado. Para no transformarse en nadie conocido decidió aterrizar en el lugar más apartado del planeta. Era un lugar frío y blanco en el que solo había una casa, y dentro pudo ver a un anciano solitario.
- Me transformaré en este anciano. Este sí es imposible que sea famoso. Además, me encantan su traje rojo, su gran barba blanca, y ese saco enorme que tiene a su lado. Me servirá para guardar algunas cosas.
Pero en cuanto llegó a la ciudad un gran grupo de niños se abalanzó sobre él.
- ¡Quiero mi coche!
- ¡A mí dame una muñeca!
- ¡Yo quiero una consola!
Marcianoto estaba rodeado y asustado. No sabía qué estaba ocurriendo, y solo se le ocurrió ir sacando lo que llevaba en el saco para dárselo a los niños, que se marchaban felices. Pero la fila de niños era tan larga que pronto se quedó sin nada que darles, y tuvo que salir corriendo y esconderse.
Solo cuando se hizo de noche pudo salir. Estaba aterrado. No sabía cómo, pero estaba claro que había vuelto a elegir mal en quién se transformaba. ¡Otra vez!
- No me extraña que ese viejo viviera solo y escondido. Debe ser un famoso sinvergüenza ¡Le debe cosas a todo el mundo!
Así que volvió a la casa del anciano. Espió desde la ventana y descubrió una enorme montaña de juguetes.
- ¡Ahí es donde tiene las cosas que quita a los niños este viejo malvado! -pensó.
Y esperó a que se hiciera de noche y el anciano se fuera a dormir para entrar sin ser visto y llevarse los juguetes ¡Qué suerte! El viejo ponía etiquetas con los nombres, y hasta tenía una lista de nombres y direcciones.
- Por fin voy a poder hacer algo bueno en la Tierra. Llevaré cada uno de estos juguetes a su dueño.
Aunque eran muchos niños, su nave tenía supervelocidad y podía empequeñecerse. Por eso consiguió devolver todos los regalos antes de que fuera de día. Cuando terminó y se dispuso a dormir en su nave, se sentía contentísimo de haber hecho justicia.
- Menuda sorpresa se va llevar ese viejo ladrón…
Pero la sorpresa se la llevó Marcianoto cuando despertó. El viejo volvía a tener una montaña de juguetes en su casa.
- Ah, este ladrón es astuto, malvado y muy rápido. No sé cómo habrá recuperado todos los juguetes en un día, pero da igual: esta noche volveré a dejárselos a sus dueños.
Y pasó la noche repartiendo juguetes. Pero al día siguiente pasó lo mismo, y al otro lo mismo y así durante muchos días más. Marcianoto estaba extrañadísimo: ¿Cómo podía aquel viejo gordinflón robar tan rápido?
- Ya sé - pensó - debe tener cómplices en la ciudad que le ayudan. Iré allí disfrazado para descubrir qué pasa. Buscaré a quienes tengan peor cara; seguro que esos serán sus malvados compinches.
Pero en la ciudad todo el mundo estaba feliz. Y es que todas aquellas noches Marcianoto había estado haciendo de Santa Claus con su nave, repartiendo regalos. Y cada mañana los niños se despertaban con un nuevo juguete.
- ¿De verdad que nadie os roba los juguetes? - preguntó a varios niños.
- ¡Claro que no! Estos nos los trae Santa Claus.
- ¿Santa Claus? ¿Y es quién es?
- ¿Pero quién eres tú que no sabes quién es Santa Claus? ¿Un marciano? ja, ja, ja- le respondieron. Y entonces le explicaron que Santa Claus era un señor mayor con una gran barba blanca y un traje rojo, y que dejaba regalos a los niños la noche de navidad.
Marcianoto se moría de vergüenza. No solo había tomado a Santa Claus por un malvado delincuente, sino que encima ¡le había estado robando los juguetes! Volvió volando a la casa del anciano a disculparse, pero lo encontró muy enfermo. Santa Claus utilizaba su magia para volver a crear los juguetes, y al haberlo hecho tantos días seguidos se había quedado tan débil que ya no podía moverse.
¿Qué podría hacer? ¡Aquella misma noche era Navidad y Santa Claus no iba a repartir regalos! Marcianoto pensó rápido: hizo un vídeo de Santa Claus enfermo y usando la antena de su nave lo envió a todas las televisiones del mundo con un mensaje: había que devolver todos los regalos de aquellos días para que Santa Claus pudiera recuperar su magia y ponerse bueno.
Siempre pensamos que va a pasar algo que lo arregle todo. Y eso esperaba el pobre Marcianoto. Pero aquella vez nadie pudo arreglar nada: nadie se creyó el mensaje y Santa Claus no pudo entregar sus regalos.
Marcianoto pasó el día cuidando de Santa Claus. Anochecía cuando llamaron a la puerta. Era una niña que traía todos sus regalos.
- Me dan igual los regalos - dijo con una lagrimita-. Lo que quiero es que Santa Claus se ponga bueno.
-Yo también - dijo otro niño que venía a la cabeza de un grupo.
- Y yo… y yo…
Poco a poco fueron apareciendo niños y más niños, todos dispuestos a devolver hasta el último de sus regalos. La fila era interminable. Llegaban de todas partes y, según cruzaban la puerta, sus regalos desaparecían y Santa Claus se ponía un poco mejor. Cuando el último niño dejó sus juguetes, Santa Claus se pudo levantar y todos aplaudieron llenos de alegría. Parecía que nunca habían estado tan contentos.
Sin embargo, Marcianoto se sentía fatal.
- Lo siento muchísimo - dijo-. Al final por mi culpa todo el mundo se ha quedado sin regalos…
Se hizo un gran silencio y todos miraron al extraterrestre.
- ¡Qué va! -dijo finalmente una niña- Yo nunca había estado tan contenta en navidad. He podido curar a Santa Claus y ser yo la que le llevaba los regalos. Y ahora estoy segura de que es mucho mejor dar regalos que recibirlos.
Y entre risas y aplausos todos estuvieron de acuerdo en que esa lección era el mejor regalo que podían haber tenido ese año.
El zombi cazafantasmas
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Patizombi era un zombi cansado de ser el malo de todas las historias. Y para demostrar que podía hacer cosas buenas, decidió salir a la caza de los malvados fantasmas.
Pero los fantasmas no se dejan ver fácilmente, y además son muy escurridizos. Solo después de muchos intentos fallidos, encontró un fantasma despistado flotando en el bosque. Se acercó con cuidado, preparó sus trampas, y saltó sobre él.
La lucha pareció terrible, hasta que Patizombi se dio cuenta de que estaba luchando él solo contra una sábana pegajosa que le tenía atrapado.
- ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Has caído en mi trampa, malvado zombi!- rió un fantasma saliendo de su escodite.
- Ah, fantasma malvado- respondió. -Algún día te atraparé yo a ti.
- !No, no, no, no y no! - dijo muy ofendido el fantasma-. Disculpa, pero yo soy un fantasma bueno, y me dedico a cazar zombis malvados.
- ¡Eso sí que no!- protestó Patizombi- porque yo soy un zombi bueno, y soy yo quien caza fantasmas malvados.
Después de discutir un buen rato, comprendieron que ambos decían la verdad. Les pareció divertido y se hicieron amigos.
- Así que no todos los fantasmas son malvados…
- Ni todos los zombis…
- Pues podríamos unirnos para cazar ogros.
Y fueron formando equipo hasta las montañas, donde se escondían los peores ogros. Trabajando juntos rápidamente encontraron el rastro de un ogro que los llevó hasta una cueva. Como el ogro había salido, prepararon una trampa, pero mientras lo hacían una enorme piedra cerró la entrada, dejándolos atrapados.
- ¡Jo, jo, jo, jo! ¡Qué fácil ha sido atrapar a ese malvado zombi y su socio el fantasma!
- ¡Mentira! - protestaron desde dentro- No somos malvados. El único malvado eres tú y hemos venido a atraparte.
Una vez más la discusión duró hasta que todos estuvieron convencidos de que ninguno de ellos era un malvado.
- Nunca hubiéramos pensado que hubiera ogros buenos.
- Ni yo que un zombi y un fantasma no fueran malos.
- Está claro que, antes de cazar a nadie, tendríamos que asegurarnos de que sea un malvado...
Y así fue como descubrieron que muchas criaturas no eran malvadas, aunque tuvieran fama de serlo. Y que lo mismo pasaba con otras que tenían fama de sucias, ruidosas o molestas: solo unas pocas lo eran de verdad, y no se podía decir cuáles eran así sin llegar a conocerlas. De esta forma encontraron a muchos más zombis, fantasmas y ogros buenos que se unieron a su grupo de cazamalvados, y todos se fiaban de aquella policía del valle, que nunca trataba a nadie dejándose llevar por prejuicios y famas inmerecidas.
EL ANILLO DEL ELFO
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Un día, una preciosa niña llamada Marlechen paseaba por un camino de tierra y polvo, muy cerca de la arboleda que conducía al bosque de castaños que había cerca de su casa. Por ese lugar solían pasar carruajes que llevaban viajeros de un pueblo a otro. Iba distraída pensando en sus cosas, pero algo llamó su atención. En la cuneta vio un ramo de flores que alguien había tirado sin contemplaciones. Los pétalos de colores se abrían al sol y desprendían un aroma delicioso que a Marlechen le recordaba a la vainilla.
La niña sintió mucha pena al ver tanta belleza abandonada. Cogió el ramito y, con mucha delicadeza, lo clavó en la orilla de un riachuelo para que se mantuviera fresco y recobrara todo su esplendor. Estaba tan ensimismada contemplando las flores que dio un respingo cuando de ellas salió un pequeño elfo, no más grande que un dedo pulgar. La criatura sonrió, le dedicó un simpático guiño y susurró con una voz suave y cálida:
– ¡Gracias, Marlechen!
La niña estaba asombrada ¡nunca había conocido a ningún elfo del bosque! Con los ojos como platos y la boca abierta de par en par, vio como el extraño ser se quitaba la corona de luz que llevaba sobre su cabeza y lo convertía en un anillo dorado tan fino, que era prácticamente invisible.
– ¡Toma, este anillo es para ti! Llévalo siempre en tu dedo. Cada vez que lo mires tus ojos relucirán y todo aquel que esté a tu lado se sentirá alegre y feliz.
Y sin decir más, el elfo desapareció como por arte de magia. Marlechen regresó a su casa fascinada por el curioso regalo que había recibido del hombrecillo de orejas puntiagudas que había salido de entre las flores.
Nada más llegar, oyó unos gritos que retumbaban en el comedor. Su familia se había enzarzado en una discusión y parecía que todos estaban de muy mal humor. Marlechen entró, miró el anillo y sus ojos se llenaron de luz. En ese mismo momento, su madre y sus hermanos se tranquilizaron y comenzaron a sonreír. Parecía que la dicha había vuelto al hogar.
Al cabo de un rato, llegó su padre cansado y con muy malas pulgas. El día en el trabajo había sido muy duro y no tenía ganas de nada. En cuanto cruzó el umbral de la puerta, se encontró con su hija. La niña percibió en él la tristeza, observó el anillo y cuando volvió a levantar la mirada, la luz que salió de sus ojos hizo que todo cambiara de nuevo. El rostro de su papá se transformó y una sonrisa de felicidad asomó en sus labios. El hombre se sintió, de repente, más contento que nunca.
Marlechen se dio cuenta de que el elfo no la había engañado. Ese anillo tan especial era capaz de llevar felicidad a los demás y decidió que jamás se separaría de él. A donde quiera que fuera, el anillo iría en su dedito. Todo aquel que se cruzaba con ella sentía alegría repentina, pero nadie supo nunca el porqué. Para todos, era una niña mágica, una niña especial. Para todos, fue para siempre “la niña sol”.
el cerdito verde
Enviado por dach2901
En un lugar de Colombia que nadie recuerda, hubo una vez una familia de cerdos que vivía plácidamente en una granja. Allí tenían todo lo que se podía desear. Durante el día, retozaban en el barro y después se bañaban en cualquier charca de las muchas que había en la finca para refrescarse un poco. Si tenían hambre, su dueño les ofrecía un gran cubo lleno de ricas bellotas o mordisqueaban apetitosos frutos rojos que la naturaleza ponía a su disposición.
Un día, la mamá cerda tuvo una nueva camada de gorrinos. Todos eran gorditos y sonrosados menos uno, que nació de color verde esmeralda. Los cerditos le miraron horrorizados y no entendían cómo un animal tan extraño podía ser su hermano.
Además de verde, su comportamiento era muy diferente al de los demás. En vez de alimentarse de la leche de la madre prefería comer trozos de bizcocho. Tampoco le gustaba retozar en el barro como sus hermanos ¡A él le gustaba mucho más intentar subirse a los árboles!
Con el paso del tiempo se ganó la fama de que era un cerdito raro y él lo sabía. En realidad, no le importaba lo más mínimo ser diferente. Lo que no se imaginó es que su familia y el resto de animales de la granja, odiaban sus extravagancias y no le aceptaban tal como era. Poco a poco fueron apartándole y el cerdito se sentía cada día más solo. Nadie le hacía caso ni quería jugar con él.
Harto y disgustado, una mañana decidió marcharse lejos. Ni siquiera miró hacia atrás. Con los ojillos llenos de lágrimas y lo poco que tenía, se adentró en el bosque buscando un lugar mejor donde vivir.
Al finalizar el día se encontró con una pareja de ciervos entrados en años que no tenían hijos. Allí estaban ellos, masticando un poco de hierba, cuando vieron aparecer un cerdito verde ante sus ojos ¿Un cerdo verde? ¡Qué cosa más curiosa! Sin temor se acercaron a él y notaron que estaba muy triste y abatido. Con mucha dulzura, la cierva le preguntó qué hacía por allí, y el pequeño le contó que era muy infeliz porque nadie comprendía que no pasaba nada por ser distinto a los demás. Los ciervos se conmovieron y decidieron que ese cerdito sería el hijo que nunca tuvieron. Le lavaron bien, le dieron agua y comida y dejaron que por la noche se acurrucara junto a ellos para dormir calentito.
Los tres formaron una familia pintoresca pero muy feliz y cuentan que por aquella época, algún humano que atravesó el bosque, pudo ver la hermosa estampa de una pareja de ciervos junto a un cerdito verde esmeralda correteando entre los árboles.
La sabia decisión del rey
Enviado por dach2901
Hace muchos años, en un reino muy lejano, vivía un rey viudo con sus queridos hijos los príncipes Luis, Jaime y Alberto. Los muchachos eran trillizos y se parecían muchísimo físicamente: los tres tenían los ojos de un azul casi violeta, la piel blanquísima, el cabello ondulado hasta los hombros, y una exquisita elegancia natural heredada de su madre. Desde su nacimiento habían recibido la misma educación e iguales privilegios, pero lo cierto es que aunque a simple vista solían confundirlos, en cuanto a forma de ser eran completamente distintos.
Luis era un joven un poco estirado, superficial y de gustos refinados que se preocupaba mucho por su aspecto. ¡Nada le gustaba más que vivir rodeado de lujos y adornarse con joyas, cuanto más grandes mejor! Jaime, en cambio, no concedía demasiada importancia a las cosas materiales; él era el típico bromista nato que irradiaba alegría a todas horas y que tenía como objetivo en la vida trabajar poco y divertirse mucho. Alberto, el tercer hermano, era el más tímido y tranquilo; apasionado del arte y la cultura, solía pasar las tardes escribiendo poemas, tocando el arpa o leyendo libros antiguos en la fastuosa biblioteca del palacio.
El día que cumplieron dieciocho años el monarca quiso hacerles un regalo muy especial, y por eso, después de un suculento desayuno en familia, los reunió en el salón donde se celebraban las audiencias y los actos más solemnes. Desde su trono de oro y terciopelo rojo miró feliz a los chicos que, situados de pie frente a él, se preguntaban por qué su padre les había convocado a esa hora tan temprana.
– Hijos míos, hoy es un día clave en vuestra vida. Parece que fue ayer cuando vinisteis al mundo y miraos ahora… ¡ya sois unos hombres hechos y derechos! El tiempo pasa volando ¿no es cierto?…
La emoción quebró su voz y tuvo que hacer una pequeña pausa antes de poder continuar su discurso.
– He de confesar que llevo meses pensando qué regalaros en esta importante ocasión y espero de corazón que os guste lo que he dispuesto para vosotros.
Cogió una pequeña caja de nácar que reposaba sobre la mesa que tenía a su lado y del interior sacó tres bolsitas de cuero atadas con un hilo dorado.
– ¡Acercaos y tomad una cada uno!
El viejo rey hizo el reparto y siguió hablando.
– Cada bolsa contiene cien monedas de oro. ¡Creo que es una cantidad suficiente para que os vayáis de viaje durante un mes! Ya sois adultos, así que tenéis libertad para hacer lo que os apetezca y gastaros el dinero como os venga en gana.
Los chicos se miraron estupefactos. Un mes para hacer lo que quisieran, como quisieran y donde quisieran… ¡y encima con todos los gastos pagados! Al escuchar la palabra ‘regalo’ habían imaginado una capa de gala o unos calzones de seda, pero para nada esta magnífica sorpresa.
– Mi única condición es que partáis este mediodía, así que id a preparar el equipaje mientras los criados ensillan los caballos. Dentro de treinta días, ni uno más ni uno menos, y exactamente a esta hora, nos reuniremos aquí y me contaréis vuestra experiencia ¿De acuerdo?
Los tres jóvenes, todavía desconcertados, dieron las gracias y un fuerte abrazo a su padre. Después, como flotando en una nube de felicidad, se fueron a sus aposentos con los bolsillos llenos y la cabeza rebosante de proyectos para las siguientes cuatro semanas.
Cuando el reloj marcó las doce en punto los príncipes abandonaron el palacio, decididos a disfrutar de un mes único e inolvidable. Como es obvio, cada uno tomó la dirección que se le antojó conforme a sus planes.
Luis decidió cabalgar hacia el Este porque allí se concentraban las familias nobles más ricas e influyentes y creyó que había llegado el momento de conocerlas. Jaime, como buen vividor que era, se fue directo al Sur en busca de sol y alegría. ¡Necesitaba juerga y sabía de sobra dónde encontrarla! A diferencia de sus hermanos, Alberto concluyó que lo mejor era no hacer planes y recorrer el reino sin un rumbo fijo, sin un destino en concreto al que dirigirse.
Un día tras otro las semanas fueron pasando hasta que por fin llegó el momento de regresar y presentarse en el salón del trono para dar cuentas al rey. Con diferencia de unos minutos los príncipes saludaron a su padre, quien les recibió con cariñoso achuchón.
– Sed bienvenidos, hijos míos. ¡No os imagináis lo mucho que os he echado de menos! Este castillo estaba tan vacío sin vosotros… ¿A qué esperáis para contarme vuestras aventuras? ¡Me tenéis en ascuas!
Luis estaba entusiasmado y deseando ser el primero en relatar su historia. Mirando a su padre y sus hermanos, se explayó:
– ¡La verdad es que yo he tenido un viaje magnífico! No tardé más de un par de jornadas en llegar a la ciudad más próspera del reino.
– ¡Caramba, eso es estupendo! ¿Y qué tal te recibieron?
– ¡Uy, maravillosamente! En cuanto se enteraron de mi presencia los aristócratas me agasajaron con desfiles, fuegos artificiales y todo tipo de festejos. Además, como es natural, el tiempo que permanecí allí me alojé en elegantes palacetes, degusté exquisitos manjares, y me presentaron a una hermosa y sofisticada duquesa que me robó el corazón…
Luis se quedó mirando al infinito, rememorando con nostalgia aquellos momentos tan especiales para él. Cuando volvió en sí, mostró a todos su saquito de monedas.
– Y mirad mi bolsa… ¡sigue llena! Me han invitado a todo, así que de las cien monedas solo he gastado tres. ¡Un mes de lujo por la cara!… ¿A que es genial?
El desparpajo de Luis hizo reír a su padre.
– ¡Ja, ja, ja! Está claro que has disfrutado y me alegro mucho por ti.
Seguidamente, el rey miró a otro de sus hijos.
– Y tú, Jaime, ¿te lo has pasado igual de bien que tu hermano?
El simpático muchacho también estaba loco de contento.
– ¡Oh, sí, sí, mejor que bien!… ¡Puedo decir sin mentir que ha sido el mejor mes de mi vida!
– ¡No me digas!… Estamos deseosos de conocer tus andanzas.
– ¡Es difícil resumir todo lo que he vivido en pocas palabras!… Solo os diré que al poco de partir me crucé con unos carromatos en los que viajaba una compañía de más de cuarenta artistas. Como no me reconocieron les dije que era un comerciante de telas que iba al sur y me dejaron unirme al grupo. ¡Fue estupendo! En cada pueblo al que iban ofrecían un espectáculo que dejaba a todo el mundo boquiabierto. Había equilibristas, cómicos… ¡e incluso faquires!
– ¡Caramba, qué bien suena todo eso!… ¡Debió ser muy divertido!
Jaime se exaltaba recordando sus vivencias.
– ¡Sí! Yo me sentaba entre el público a verlo, pero lo mejor venía después, porque una vez que recogían los bártulos nos íbamos a cenar y bailar bajo la luz de la luna. ¡Ay, qué vida tan despreocupada la de esa gente! Si no fuera porque soy el hijo del rey os aseguro que sería malabarista…
Jaime también dejó la mirada perdida durante, regodeándose en sus recuerdos. Momentos más tarde, añadió:
– Por cierto, me daban cama y comida a cambio de fregar los platos. ¡Tuve tan pocos gastos que traigo de vuelta casi todas las monedas que me llevé!
El padre suspiró pensando que su hijo no tenía remedio.
– Ay, mi querido Jaime ¿cuándo sentarás la cabeza? ¡Mira que te gusta hacer extravagancias!… En todo caso, me alegro mucho de que este viaje haya sido tan placentero para ti.
Finalmente, llegó el turno del tercer hermano.
– Bueno, pues ya solo quedas tú… ¡Cuéntanos cómo te ha ido!
Alberto no parecía demasiado satisfecho.
– Bueno, yo quise ver con mis propios ojos cómo viven los habitantes de nuestro reino. Durante un mes recorrí todas las granjas que pude y charlé con un montón de campesinos de las cosas que más les preocupaban, como la escasez de semillas y la falta de lluvia estos últimos años. Debo decir que todos fueron muy amables y compartieron conmigo lo poquito que tenían.
El anciano clavó su mirada en la del joven y le preguntó:
– No suena demasiado divertido, la verdad… Hijo mío, ¿quieres explicarme de qué te ha servido todo eso?
Alberto contestó sin dudar
– ¡Para ver la realidad! ¡Para conocer lo que pasa más allá de los muros de palacio!… Los que estamos aquí lo tenemos todo, pero ahí fuera la mayoría de la población trabaja de sol a sol en circunstancias muy duras. ¿Sabíais que muchos no tienen ni un viejo arado que les facilite las tareas del campo? ¿Y que la mayoría sobrevive a base de pan y queso porque no tienen otra cosa que llevarse a la boca?…
A pesar de que lo que estaba contando era muy deprimente, Alberto no se vino abajo y expuso la parte positiva del viaje.
– ¡Lo bueno es que he tomado nota de todo y tengo un montón de ideas que podemos llevar a cabo para mejorar las condiciones de vida de todas esas personas! En cuanto a mis monedas siento decir que vengo con el saquito vacío porque las repartí entre los más necesitados.
El rey, muy emocionado, se levantó y con voz grave anunció:
– Cuando tomé la decisión de invitaros a conocer mundo durante un mes quería que vivierais una experiencia única siguiendo el dictado de vuestro corazón.
Los tres príncipes contuvieron la respiración al ver que su padre se ponía más serio que de costumbre.
– Pero he de confesar que también fue una artimaña para poneros a prueba. Miradme… ¡yo ya soy un anciano! Necesito descansar y pasar los años que me quedan cuidando las flores del jardín y paseando a mis perros. ¡Ha llegado la hora de que este reino tenga un nuevo gobernante que guíe su destino!
El rey suspiró con aire cansado.
– Como sabéis, el honor de heredar la corona recae siempre en el hijo mayor, el heredero, algo que en este caso es imposible porque sois trillizos nacidos el mismo día. Por eso, creo que mi sucesor debe ser quien más se lo merezca de los tres.
Se quitó la brillante corona de esmeraldas, la puso sobre la palma de sus manos, y se acercó a sus hijos. Las primeras palabras fueron para Luis.
– Querido Luis… Te has convertido en un hombre que consigues todo lo que te propones. Te gusta vivir bien y lo alabo, pero espero que pasar los días entre encajes y porcelanas no pudra tu noble corazón. Jamás te olvides de cultivar una gran virtud: la generosidad, que te permitirá compartir parte de lo mucho que tienes con quien no tiene nada. Te deseo amor y felicidad el resto de tu vida.
Luis bajó la cabeza y el rey caminó un par de pasos hasta que tuvo a Jaime a pocos centímetros de distancia.
– Querido Jaime… Te has convertido en un hombre que sabes disfrutar de todo lo que te rodea. Necesitas emociones fuertes y sé que vivirás con intensidad hasta el final de tus días. Solo espero que tanto disfrute no te convierta en un ser vacío sin nada que ofrecer a los demás. Intenta que tu vida sea útil, deja un legado importante que jamás sea olvidado. Te deseo amor y felicidad el resto de tu vida.
Finalmente, el rey se acercó al bueno de Alberto.
– Querido Alberto… Te has convertido en un hombre culto y compasivo. Has aprovechado todos estos años para estudiar y formarte lo mejor posible porque has entendido perfectamente cuáles son las responsabilidades de un príncipe. Te interesa el bienestar de tu pueblo y te preocupan los más desfavorecidos. Mi corazón me dice que tú eres el elegido.
Dicho esto, y ante el asombro del príncipe Luis y del príncipe Jaime, depositó la corona sobre su cabeza.
– A partir de hoy serás el rey de este reino. Gobierna con justicia y traerás prosperidad, gobierna con bondad y serás amado, gobierna con la razón y serás respetado por las generaciones venideras. Como a tus hermanos, también a ti te deseo amor y felicidad el resto de tu vida.
Y así fue cómo por primera vez un regalo de cumpleaños sirvió para que un monarca eligiera a su sucesor. Al parecer se trató de una sabia decisión, pues según cuenta la leyenda, el nuevo rey luchó por crear una sociedad menos desigual, impulsó grandes reformas, y pasó a la Historia con el nombre de Alberto el Bondadoso.
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