Vuestros cuentos 

La niña y el acróbata

Enviado por dach2901  

Hace muchos años vivía en la India una niña huérfana de padre y madre. Era una chiquilla preciosa, de carita redonda y ojos almendrados del color de la miel. Sus dientes parecían copos de nieve y tenía el cabello ondulado y negro como el azabache. Además de bonita, era bondadosa y muy sensata para sus cinco años de edad.

Desde que tenía uso de razón vivía en un orfanato y se pasaba el día soñando con encontrar una familia. Pensaba que nunca llegaría ese momento, pero un día, pasó por su pueblo un acróbata y decidió adoptarla.


¡Qué contenta se puso! Metió lo poco que tenía en una maletita de piel y se fue con su nuevo padre a vivir una vida muy diferente lejos de allí. El buen hombre la acogió con cariño y la trató como a una verdadera hija.

Desde el día que sus vidas se cruzaron, fueron de aquí para allá recorriendo el país porque se ganaban la vida representando un fantástico número de circo. Siempre juntos y de la mano, caminaban varios kilómetros diarios. Cuando llegaban a una ciudad, se situaban en el centro de la plaza principal y hacían lo siguiente: el hombre colocaba un palo mirando al cielo sobre su nuca, soltaba las manos, y la pequeña trepaba y trepaba hasta la punta del palo. Una vez arriba, saludaba al público haciendo una suave reverencia con la cabeza.

A su alrededor siempre se arremolinaban un montón de personas que se quedaban pasmadas ante aquel acróbata, quieto como una estatua de cera, que sostenía a una niña en lo alto de una vara sin perder el equilibrio ¡Más de uno se tapaba los ojos y giraba la cabeza de la impresión que le causaba!

Sí, el espectáculo era genial ¡pero también muy arriesgado! : un solo fallo y la niña podría caerse sin remedio desde tres metros sobre el suelo. Al terminar, todos los presentes aplaudían entusiasmados y respiraban tranquilos al ver que pisaba tierra firme, sana y salva.

Casi nadie se iba sin dejar unas monedas en el cestillo. En cuanto se quedaban a solas, contaban las ganancias, compraban comida y, después de una siesta, recogían los petates y tomaban el camino a la siguiente población.

A pesar de que ya tenían mucha práctica y se sabían el número al dedillo, el acróbata siempre se sentía intranquilo por si uno de los dos cometía un error y la actuación acababa en tragedia. Un día, le dijo a la niña:

– He pensado que para evitar un accidente, lo mejor es que cuando hagamos el número, tú estés pendiente de mí y yo de ti ¿Qué te parece? ¡Me da miedo que te caigas del palo y te hagas daño! Si tú vigilas lo que yo hago y yo te vigilo a ti, será mucho mejor.

La niña reflexionó sobre estas palabras y mirándole con ternura, le respondió:

– No, padre, eso no es así. Yo me ocuparé de mí misma y tú de ti mismo, pues la única forma de evitar una catástrofe, es que cada uno esté pendiente de lo suyo. Tú procura hacer bien tu trabajo, que yo haré bien el mío.

El acróbata sonrió y le dio un beso en la mejilla ¡Se sintió muy afortunado por tener una hija tan prudente y capaz de asumir sus responsabilidades!

Y así fue cómo, durante muchos años, continuaron alegrando la vida a la gente con sus acrobacias. Como era de esperar, jamás ocurrió ningún percance.

Moraleja: En la vida es genial contar con los demás, pero antes de nada, tenemos que aprender a cuidarnos a nosotros mismos y a ser responsables con nuestras tareas. Si te esfuerzas cada día por mejorar, por vencer tus propios miedos y por hacer bien las cosas, llegarás lejos y te sentirás orgulloso de tus logros

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La princesa y el guisante

Enviado por dach2901  

Érase una vez un apuesto príncipe que tenía el sueño de casarse con una princesa. En su reino había muchas mujeres hermosas e inteligentes, pero él quería que su futura mujer tuviera sangre azul, es decir, que fuera una princesa de verdad, hija de reyes y heredera de su propio reino. Hasta el momento no había tenido suerte, pero no perdía la esperanza de encontrarla algún día.


El príncipe cumplía con todas sus obligaciones diarias y era un buen hijo. Una de las cosas que más le gustaba hacer después de cenar era quedarse un rato conversando con sus padres, los reyes, junto a la chimenea del gran salón del castillo. Al calorcito del fuego, los tres charlaban animadamente hasta altas horas de la madrugada.

Una noche de tormenta, mientras estaban en plena charla, alguien llamó a la puerta. A todos les extrañó, pues la noche no era la más adecuada para estar a la intemperie.

– ¿Quién será a estas horas? – dijo el príncipe, levantando las cejas y mirando a su madre con extrañeza – No esperamos visitas en una noche de truenos y relámpagos.

El rey se dirigió ágilmente hacia la entrada. A pesar de ser casi un anciano, su estado físico y su salud eran realmente envidiables.

Cuando abrió la puerta, su mandíbula se desencajó por la sorpresa. Ante sus ojos estaba una joven bajo la lluvia. Su elegante vestido estaba totalmente empapado y de su pelo caían chorros de agua. La pobre tiritaba de frio y casi no podía hablar.

– Buenas noches, alteza. Me ha sorprendido una fuerte tormenta y me preguntaba si me darían cobijo en su castillo esta noche – dijo la bella joven.

– ¿Quién es usted, señorita? – preguntó el rey.

– Soy una princesa de uno de los reinos vecinos, señor – afirmó la muchacha.

– Pase, no se quede ahí. En nuestro hogar encontrará calor y alimento.

Enseguida la reina se acercó y le dio toallas para secarse y ropa limpia que ponerse. El príncipe se percató de lo hermosa que era en cuanto la vio, pero… ¿se trataría de una verdadera princesa?

La reina, viendo cómo el príncipe la miraba embelesado, le dijo:

– Hijo mío, veo que esta chica es de tu agrado. Ciertamente es muy hermosa y parece culta y educada. Comprobaremos si es una princesa de verdad.

– ¿Cómo lo haremos, madre? No se me ocurre de qué manera podemos asegurarnos – dijo el príncipe con perplejidad.

– Muy fácil, querido hijo. Esta noche, debajo de su cama, pondremos un pequeño guisante. Si nota su presencia es que dice la verdad, ya que sólo las verdaderas princesas tienen una sensibilidad tan grande.

Tal como habían previsto, la joven se quedó a dormir en el castillo. A la mañana siguiente, se reunió de nuevo con la familia real en el salón principal.

– Buenos días, altezas – dijo la bella joven saludando con una pequeña reverencia.

– Buenos días – contestaron todos a la vez.

La reina invitó a la chica a sentarse con ellos a desayunar.

– ¿Qué tal has dormido? ¿Te ha resultado cómoda la cama y todo ha sido de tu gusto? – le preguntó.

– Pues si le digo la verdad, señora, he dormido fatal – se quejó – Me he pasado la noche dando vueltas en la cama. Sentía algo duro que no me dejaba dormir y no pude descansar en toda la noche. Fíjese, señora, que hasta tengo moratones en la espalda y los brazos ¡No entiendo qué ha podido suceder!

La reina, sonriendo satisfecha, le contó la verdad.

– Sucede que debajo de tu colchón puse un guisante para comprobar si eras realmente sensible. Sólo una auténtica princesa con delicada piel es capaz de notar la dureza de un pequeño guisante debajo de un colchón. Ciertamente tú lo eres y estaríamos encantados de que fueras la esposa de nuestro amado hijo.

La princesa se sonrojó. También se había quedado prendada del apuesto heredero, así que no dudó ni un momento y dijo que sí. El príncipe, que había recorrido medio mundo buscando a su princesa, al final la encontró en su propia casa.

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El rey y el murciélago

Enviado por dach2901  

Hace muchísimos años, en un reino que quizá ya no exista, había un rey que se consideraba a sí mismo un hombre muy inteligente.


Un día decidió que aunque era listo y estaba bien capacitado para gobernar, sería bueno tener al lado a alguien de confianza para que le ayudara a llevar a cabo las tareas más importantes del país.

Se le ocurrió que quizás, entre las muchas aves que poblaban el cielo, encontraría al candidato más adecuado. Sin perder tiempo, convocó una reunión urgente en el lujoso y distinguido salón del trono.

Cientos de pájaros de diferentes colores y tamaños acudieron puntuales a la cita en palacio. Cuando el monarca se sentó frente a ellos, se dio cuenta de que en la asamblea se había colado un murciélago, que como todos los demás murciélagos, era pequeñajo y negro como el carbón.

El rey frunció el ceño, se levantó de su real asiento y señalándolo con el dedo índice le preguntó:

– ¡Oye, tú, murciélago! ¡Esta es una reunión de aves! ¿Se puede saber qué demonios estás haciendo aquí?

Tantas aves juntas montaban mucho jaleo, así que el soberano tuvo que poner orden.

– ¡Silencio, que el intruso va a darnos una explicación!

Los presentes enmudecieron y la quietud invadió la estancia. El murciélago, levantando la voz lo más que pudo, contestó:

– Señor, nadie me ha invitado a venir, pero me considero ave y por tanto tengo derecho a asistir a esta asamblea.

El rey, que no se fiaba ni de su sombra, quiso asegurarse.

– ¡¿Que tú eres un ave?!… Muy bien, demuéstramelo.

El pequeño murciélago se impulsó y comenzó a volar. La luz de los candelabros colgados en los muros de palacio le cegaba un poco y no se orientaba igual de bien que en la oscuridad total de la noche; a pesar de ello, voló con maestría y agilidad. Subió muy alto batiendo las alas y recorrió el techo del salón a gran velocidad, sin chocarse ni una sola vez contra los ventanales.

Tras su convincente exhibición, el rey le dijo:

– ¡Vaya, veo que tenías razón! Te permito que te quedes con nosotros y participes en la reunión junto al resto de pájaros.

El murciélago, satisfecho, volvió a su sitio y el rey continuó donde lo había dejado. Desgraciadamente no sirvió de mucho pues no encontró ningún ave idónea para ser ayudante real y el puesto quedó vacante. Pasados unos días no tuvo más remedio que organizar una nueva reunión.

Habló con su mujer, la reina, y le confesó:

– Querida, convoqué a las aves y fue un fracaso ¿Qué te parece si pruebo con los cuadrúpedos? ¡Quizá entre ellos esté mi futuro consejero!

– Es muy buena idea, amor mío. Los animales de cuatro patas suelen muy inteligentes y capaces de superar grandes obstáculos; además, en este reino vas a encontrar un montón de candidatos locos por conseguir el puesto.

Apoyado por su esposa celebró otra asamblea. Mandó llamar a todos los cuadrúpedos que vivían en sus extensos dominios y los agrupó en el salón del trono.

Acudieron perros, leones, jirafas, gacelas, cerdos, leopardos y un sinfín de animales más. Eran tantos y muchos tan grandes, que tuvieron que apretujarse unos contra otros para caber bien y poder escuchar lo que el rey tenía que comunicarles.

– ¡Silencio, señores! ¡Si -len- cio! Les he reunido aquí porque necesi…

¡El rey se calló de repente! A lo lejos, entre un tigre de bengala y una cabra montesa, vio al pequeño murciélago que escuchaba muy atento. Asombrado, se levantó y le apuntó otra vez con su largo dedo índice. Todos los presentes volvieron sus cabezas hacia el animalillo mientras una voz profunda retumbaba en el aire.

– ¡¿Pero tú qué te has creído?! ¿Acaso me estás tomando el pelo? Me dijiste que eras un ave y te permití estar en la reunión de aves, pero ahora estamos en una asamblea de cuadrúpedos y esta vez no pintas nada de nada aquí.

El murciélago le miró con ojitos asustados y su voz sonó temblorosa.

– Señor, sé que no camino a cuatro patas como mis compañeros, pero al igual que muchos de ellos, tengo dos colmillos ¡Creo que eso me da derecho a participar!

Al rey le sorprendió la astuta respuesta del murciélago y estalló en carcajadas. En ese mismo momento decidió que no iba a encontrar ni un solo animal más listo que él.

– ¡Ja ja ja! ¡Ay, qué risa! Desde luego eres un sabiondo y tienes respuesta para todo ¡Anda, acércate a mi lado!

El murciélago se dio prisa por llegar hasta él y se colocó a sus pies mirando a las decenas de cuadrúpedos que abarrotaban la sala. El rey, muy solemne, levantó las manos y aseguró:

– ¡Doy por terminada la búsqueda de consejero real! A partir de ahora, este ser pequeño pero espabilado como ninguno, va a ser mi amigo y ayudante más fiel.

Después se agachó para ponerse a su altura y muy seriamente le advirtió:

– Te confiaré mis más íntimos secretos y las misiones más importantes del estado ¡Espero que no me falles!

El murciélago, un poco sonrojado pero muy, muy orgulloso, contestó:

– No lo haré, señor. Puede estar tranquilo.

Y entre aplausos y hurras del emocionado público, dobló un ala sobre su pecho, hizo una reverencia muy pomposa y le juró fidelidad eterna.

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El león y la liebre

Enviado por dach2901  

En cierta ocasión, un león se paseaba por sus dominios en busca de algo para comer. Era un león grande y fiero que imponía mucho respeto al resto de los animales, pues por algo era el rey de la sabana.

Siempre que aparecía por sorpresa, los pájaros comenzaban a trinar como locos porque era el modo que tenían de avisar a todos los demás de que se avecinaba el peligro. En cuanto sonaba la voz de alarma, los antílopes se alejaban dando grandes zancadas en busca de un sitio seguro, las cebras aprovechaban las rayas de su cuerpo para camuflarse entre ramas secas, y hasta los pesados hipopótamos salían zumbando en busca de un río donde meterse hasta que el agua les cubriera a la altura de los ojos.


Ese día, como era habitual, los animales se esfumaron en cuanto llegó a sus oídos que el león andaba por allí. Bueno, casi todos, porque algunos ni se enteraron, como le sucedió a una liebre que dormía profundamente sobre la hojarasca. Hacía calor y el sueño le había vencido de tal manera que no escuchó los gritos de los pajaritos.

El león rápidamente la vio y se relamió pensando que era una presa muy fácil. ¡No se movía y la tenía a su total disposición! Emitió un pequeño rugido de satisfacción y, justo cuando iba a abalanzarse sobre ella, vio a lo lejos un ciervo que, por lo visto, también se había despistado porque estaba un poco sordo.

El león se quedó quieto, sin moverse. El ciervo estaba distraído mordisqueando las hojas de un arbusto y tenía que tomar una rápida decisión.

– ¿Qué hago? ¿Me como esta liebre que tengo delante o me arriesgo y voy a por ese ciervo? La liebre no tiene escapatoria posible, pero es muy pequeña. El ciervo, en cambio, es grande y su carne deliciosa… ¡Está decidido! ¡Me la juego!

Salió corriendo a la máxima velocidad que le permitieron sus robustas patas para perseguir a la presa más grande. Pero el ciervo, que divisó al felino con el rabillo del ojo, reaccionó a tiempo y huyó despavorido.

La carrera de león fue inútil; sólo consiguió levantar una polvareda de tierra a su paso que le produjo un picor enorme en los ojos y una tos que casi le destroza la garganta.

– ¡Maldita sea! ¡Ese ciervo ha conseguido escapar! Me he quedado sin cena especial… En fin, iré a por la liebre, que menos es nada.

El león regresó sobre sus pasos en busca de la presa más pequeña. Suponía que seguiría allí, plácidamente dormida, pero el animal ya no estaba. Por lo visto, un ratoncito de campo la había despertado para avisarla de que, si no se daba prisa, el león se la zamparía en un abrir y cerrar de ojos.

El rey de los animales se enfadó muchísimo.

– ¡La liebre también ha desaparecido! ¡Está visto que hoy no es mi día de suerte!

Al principio, al león le reconcomió la rabia, pero después se tumbó a reflexionar y se dio cuenta de que no había sido cuestión de suerte, sino que la caza había fracasado por un error que él mismo había cometido.

– ¡En realidad, me lo merezco! Tenía una presa segura en mis manos y por ir a por otra mejor, la dejé ir. Al final, me he quedado sin nada ¡Pero qué tonto he sido!

Y así fue cómo el león no tuvo más remedio que continuar buscando comida, porque a esas alturas tenía tanta hambre que las tripas le sonaban como si tuviera una orquesta dentro de la barriga.

Moraleja: Como dice el refrán, más vale pájaro en mano que ciento volando. Esto significa que, a menudo, es mejor conformarse con lo que uno tiene, aunque sea poco, que arriesgarse por algo que a lo mejor no podemos conseguir.

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El rey confiado

Enviado por dach2901  

Hace muchos años, en un reino pequeño pero muy próspero, gobernaba un rey justo y bondadoso que era muy querido por su pueblo. El monarca estaba muy orgulloso de que las cosas fueran bien por su territorio pero había una cuestión que le tenía constantemente preocupado: era consciente de que tenía un carácter demasiado confiado y le abrumaba pensar que en cualquier momento podía aparecer un desalmado que se aprovechara de su bondad.


Un día, durante la cena, le dijo a su esposa:

– Me considero buena persona y tengo miedo de que alguien me traicione ¿Qué puedo hacer, amor mío, para solucionar este tema que tanto me agobia?

– Querido, si te sientes inseguro, deja que alguien te ayude y te aconseje en las situaciones difíciles.

– ¡Tienes toda la razón! Ya sé lo que haré: nombraré un consejero para que me avise cuando alguien intente hacerme una jugarreta ¡Será mi mejor colaborador y amigo!

– ¡Eso está muy bien!

– Sí, pero debo tener cuidado a la hora de elegir a la persona adecuada. Ha de ser el hombre más inteligente del reino para que nadie pueda engañarle tampoco a él.

Dicho esto, el rey abandonó el comedor y reunió a cincuenta mensajeros reales en el salón del trono.

– Os he mandado llamar porque quiero que recorráis todas las ciudades, pueblos y aldeas anunciando a mis súbditos que busco a la persona más inteligente del reino. Entre todos los que acudan a mi llamada elegiré a mi futuro consejero, a mi hombre de confianza. Decidles que yo, el rey, les espero en esta misma sala dentro de una semana.

¡No había tiempo que perder! Todos los mensajeros montaron en sus caballos y difundieron la noticia por los lugares más remotos. Siete días después, decenas de candidatos se reunieron en torno al monarca deseando escuchar lo que tenía que decirles.

Había aspirantes para todos los gustos: jóvenes, ancianos, comerciantes, médicos, orfebres, pescadores… Todos muy ilusionados por conseguir un cargo tan importante.

El rey, sentado en su trono dorado, les habló en voz alta y firme:

– Imagino que cada uno de vosotros sois personas realmente inteligentes, pero como sabéis, sólo puedo quedarme con uno. Quien logre superar el reto que voy a plantear, será nombrado consejero real.

El silencio en la sala era tal que podía escucharse el zumbido de una mosca. El rey continuó con su discurso.

– La prueba es la siguiente: yo estoy sentado en mi trono y no pienso levantarme mientras vosotros estéis en la sala, pero el que consiga convencerme de que lo haga, el que consiga que me ponga en pie, se quedará con el cargo.

Durante un par de horas los aspirantes al puesto, utilizando todas las tretas posibles, intentaron persuadir al rey. Ninguno consiguió que levantara sus reales posaderas del trono.

Cuando parecía que el desafío del rey no había servido para nada, un tímido muchacho que todavía no había dicho ni mu apareció de entre las sombras y se le acercó.

– Me presento, alteza. Mi nombre es Yeshi.

– Te escucho, Yeshi.

– Quiero hacerle una pregunta: ¿Cree usted que alguien puede obligarle a cruzar la puerta y salir de este salón?

El rey se quedó atónito.

– ¡¿Cómo va a obligarme alguien a salir de aquí?! ¡Soy el rey y sobre mí no manda nadie!

Para su sorpresa y la de todos los allí reunidos, Yeshi le replicó con absoluta tranquilidad:

– ¡Yo sí puedo!

El rey apretó los puños intentando contener la rabia, pero le podía tanto la curiosidad que siguió escuchando el razonamiento del chico.

Yeshi señaló la puerta de entrada al salón.

– Señor, ahora imagine que usted y yo ya estamos fuera de este salón ¿Qué me daría si consigo convencerle de que entre de nuevo?

El rey contestó sin pensar bien las consecuencias:

– ¡Te nombraría mi consejero!

Yeshi, con una sonrisa, le animó:

– ¡Muy bien! ¿Por qué no lo intentamos y salimos de dudas?

El rey, pensando que el reto era muy fácil porque tenía clarísimo que nadie iba a obligarle a entrar en el salón si no quería, aceptó la propuesta del joven y se levantó de un saltito para salir por la puerta.

En cuanto dio tres pasos se coscó de la inteligente jugada de Yeshi. Frenó en seco, se giró hacia el muchacho y guiñándole un ojo le dijo:

– ¡Ciertamente eres muy listo! Has conseguido desviar mi atención para que yo, sin darme cuenta, me levantara del trono ¡Has superado el reto y si alguien merece el puesto eres tú! A partir de ahora vivirás en palacio y me ayudarás día y noche como consejero y buen amigo.

Yeshi se sintió muy honrado y recibió un sonoro aplauso como reconocimiento a su sagacidad.

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La piedra de toque

Enviado por dach2901  

Dice una antigua historia que hace muchos, muchísimos años, vivió un anciano que guardaba un gran secreto. Sus días en este mundo llegaban a su fin y, antes de partir, decidió contárselo a un hombre bueno y responsable en quien confiaba.

– Tienes que saber que existe una pequeña piedra conocida como piedra de toque, capaz de proporcionarte todas las riquezas que desees. Te revelo este secreto para que tengas la oportunidad de encontrarla y mejorar tu vida.


– Muchas gracias, señor, pero… ¿Dónde he de buscar esa piedra tan especial?

– Parece ser que se encuentra entre los miles de guijarros que abundan en la playa, así que distinguirla es una labor muy complicada.

– Entonces… ¿Cómo sabré cuál es?

– Verás… Todas las piedras que están en la orilla del mar se sienten frías al tacto, pues se pasan horas salpicadas por el agua. La piedra de toque es la única piedra que notarás caliente al tocarla.

Al hombre le pareció casi imposible encontrar la piedra de toque, pero aun así, se propuso intentarlo. Desde entonces, cada mañana acudía a la playa y daba largos paseos recorriendo la orilla. A cada paso se agachaba para coger una de tantas piedras lisas y relucientes que bañaba el mar, la lanzaba lejos sobre las olas y probaba con otra. Todas estaban frías, muy frías. La suerte no parecía estar de su parte.

Horas, días, semanas, meses, se pasó recogiendo guijarros sin éxito alguno. Al principio, su obsesión era encontrar la piedra de toque como fuera, pero con el tiempo, aprendió a tomárselo con más calma y a disfrutar de lo que tenía alrededor: el azul y espumoso mar, el aire fresco que bajaba de la montaña, el relajante sonido del oleaje,… Incluso se acostumbró a quitarse las sandalias para poder sentir la caricia de la arena tibia bajo sus pies.

El paseo por la playa para buscar la piedra de toque pasó a ser, sin darse cuenta, el momento que más gozaba del día. Tanto, que llegó a olvidar la razón principal por la que acudía puntualmente a la playa. En realidad, estaba más pendiente de la hermosa salida del sol o de la forma que ese día tenían las nubes, que de encontrar la famosa piedra.

Así que cuando un día cogió una que estaba caliente, ni se enteró. Por la fuerza de la costumbre la agarró y, con la mirada perdida en el horizonte, la lanzó lo más lejos que la fuerza de su brazo le permitió. Mientras volaba sobre el mar, se dio cuenta de que era la valiosa piedra de toque, pero ya era demasiado tarde ¡su única oportunidad de hacerse rico se había esfumado!

En vez de disgustarse, sonrió. Comprendió que había cometido ese error porque, después de tanto tiempo de búsqueda, habían cambiado sus prioridades. Ahora, salía cada mañana a disfrutar de la naturaleza, de la playa, del mar. Se había dejado llevar por la belleza que le rodeaba y la ambición había quedado a un lado.

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El viejo y sus hijos

Enviado por dach2901  

Érase una vez un buen hombre que se ocupaba de las labores del campo. Toda su vida se había dedicado a labrar la tierra para obtener alimentos con los que sostener a su numerosa familia.

Era mayor y tenía varios hijos a los que sacar adelante. Todos eran buenos chicos, pero cada uno tenía un carácter tan distinto que se pasaban el día peleándose entre ellos por las cosas más absurdas. En casa siempre se escuchaban broncas, gritos y portazos.


El labrador estaba desesperado. Ya no sabía qué hacer para que sus hijos se llevaran bien, como debe ser entre hermanos que se quieren. Una tarde, se sentó junto a la chimenea del comedor y, al calor del fuego, se puso a meditar. Esos chicos necesitaban una lección que les hiciera entender que las cosas debían cambiar.

De repente, una lucecita iluminó su cerebro ¡Ya lo tenía!

– ¡Venid todos ahora mismo, tengo algo que deciros!

Los hermanos acudieron obedientemente a la llamada de su padre ¿Qué querría a esas horas?

– Os he mandado llamar porque necesito que salgáis fuera y recojáis cada uno un palo delgado, de esos que hay tirados por el campo.

– ¿Un palo? … Papá ¿estás bien? ¿Para qué quieres que traigamos un palo? –dijo uno de ellos tan sorprendido como todos los demás.

– ¡Haced lo que os digo y hacedlo ahora! – ordenó el padre.

Salieron juntos en tropel al exterior de la casa y en pocos minutos regresaron, cada uno con un palo del grosor de un lápiz en la mano.

– Ahora, dádmelos – dijo mirándoles a los ojos.

El padre cogió todos los palitos y los juntó con una fina cuerda. Levantó la vista y les propuso una prueba.

– Quiero ver quién de todos vosotros es capaz de romper estos palos juntos. Probad a ver qué sucede.

Uno a uno, los chicos fueron agarrando el haz de palitos y con todas sus fuerzas intentaron partirlos, pero ninguno lo consiguió. Estaban desconcertados. Entonces, el padre desató la cuerda que los unía.

– Ahora, coged cada uno el vuestro y tratad de romperlo.

Como era de esperar, fue fácil para ellos romper una simple ramita. Sin quitar el ojo a su padre, esperaron a escuchar qué era lo que tenía que decirles y qué explicación tenía todo aquello.

– Hijos míos, espero que con esto haya podido trasmitiros un mensaje claro sobre cómo han de comportarse los hermanos. Si no permanecéis juntos, será fácil que os hagan daño. En cambio, si estáis unidos y ponéis de vuestra parte para apoyaros los unos a los otros, nada podrá separaros y nadie podrá venceros ¿Comprendéis?

Los hermanos se quedaron con la boca abierta y se hizo tal silencio que hasta se podía oír el zumbido de las moscas. Su padre acababa de darles una gran lección de fraternidad con un sencillo ejemplo. Todos asintieron con la cabeza y muy emocionados, se abrazaron y prometieron cuidarse por siempre jamás.

Moraleja: cuida y protege siempre a los tuyos. La unión hace la fuerza.

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El monstruo del lago

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Érase una vez una preciosa muchacha llamada Untombina, hija del rey de una tribu africana. A unos kilómetros de su hogar había un lago muy famoso en toda la comarca porque en él se escondía un terrible monstruo que, según se contaba, devoraba a todo aquel que merodeaba por allí.

Nadie, ni de día ni de noche, osaba acercarse a muchos metros a la redonda de ese lugar. Untombina, en cambio, valiente y curiosa por naturaleza, estaba deseando conocer el aspecto de ese monstruo que tanto miedo daba a la gente.


Un año llegó el otoño y con él tantas lluvias, que toda la región se inundó. Muchos hogares se vinieron abajo y los cultivos fueron devorados por las aguas. La joven Untombina pensó que quizá el monstruo tendría una solución a tanta desgracia y pidió permiso a sus padres para ir a hablar con él. Aterrorizados, no sólo se negaron, sino que le prohibieron terminantemente que se alejara de la casa.

Pero no hubo manera; Utombina, además de valiente, era terca y decidida, así que reunió a todas las chicas del pueblo y juntas partieron en busca del monstruo. La hija del rey dirigió la comitiva a paso rápido, y justo cuando el sol estaba más alto en el cielo, el grupo de muchachas llegó al lago.

En apariencia todo estaba muy tranquilo y el lugar les parecía encantador. Se respiraba aire puro y el agua transparente dejaba ver el fondo de piedras y arena blanca. La caminata había sido dura y el calor intenso, así que nada les apetecía más que darse un buen chapuzón. Entre risas, se quitaron la ropa, las sandalias y las joyas, y se tiraron de cabeza. Durante un buen rato, nadaron, bucearon y jugaron a salpicarse unas a otras. Tan entretenidas estaban que no se dieron cuenta de que el monstruo, sigilosamente, se había acercado a la orilla por otro lado y les había robado todas sus pertenencias.

Cuando la primera de las muchachas salió del agua para vestirse, no encontró su ropa y avisó a todas las demás de lo que había sucedido. Asutadísimas comenzaron a gritar y a preguntarse qué podían hacer ¡No podían volver desnudas al pueblo!

Se acercaron al lago y, en fila, comenzaron a llamar al monstruo. Entre llantos, le rogaron que les devolviera la ropa. Todas menos Utombina, que como hija del rey, se negaba a humillarse y a suplicar nada de nada.

El monstruo escuchó las peticiones y, asomando la cabeza, comenzó a escupir prendas, anillos y pulseras, que las chicas recogieron rápidamente. Devolvió todo lo que había robado excepto las cosas de la orgullosa Utombina. Las chicas querían volver, pero ella seguía negándose a implorar y se quedó inmóvil, en la orilla, mirando al lago. Su actitud consiguió enfadar al monstruo que, en un arrebato de ira, salió inesperadamente del lago y de un bocado se la tragó.

Todas las jovencitas volvieron a chillar presas del pánico y corrieron al pueblo para contar al rey lo que había sucedido. Destrozado por la pena, decidió actuar: reclutó a su ejército y lo envió al lago para acabar con el horrible ser que se había comido a su niña.

Cuando los soldados llegaron armados hasta los dientes, el monstruo se dio cuenta de sus intenciones y se enfureció todavía más. A manotazos, empezó a atrapar hombres de dos en dos y a comérselos sin darles tiempo a huir. Uno delgaducho y muy hábil se zafó de sus garras, pero el monstruo le persiguió sin descanso hasta que, casualmente, llegó a la casa del rey. Para entonces, de tanto comer, su cuerpo se había transformado en una bola descomunal que parecía a punto de explotar.

El monarca, muy hábil con el manejo de las armas, sospechó que su hija y los soldados todavía podrían estar vivos dentro de la enorme barriga, y sin dudarlo ni un segundo, comenzó a disparar flechas a su ombligo. Le hizo tantos agujeros que parecía un colador. Por el más grande, fueron saliendo uno a uno todos los hombres que habían sido engullidos por la fiera. La última en aparecer ante sus ojos, sana y salva, fue su preciosa hija.

El malvado monstruo dejó de respirar y todos agradecieron a Utombina su valentía. Gracias a su orgullo y tozudez, habían conseguido acabar con él para siempre.

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El asno y su sombra

Enviado por dach2901  

Sucedió una vez, hace muchísimos años, que un hombre necesitaba ir a una ciudad lejos de su casa. Era comerciante y tenía que comprar telas a buen precio para luego venderlas en su propia tienda. Debido a que había mucha distancia y el viaje duraba varias horas, decidió alquilar un asno para ir cómodamente sentado.

Contrató los servicios de un hombre, que se comprometió a llevarle con él a lomos de un asno, de limpio pelaje y color ceniza, a cambio de cinco monedas de plata. Aunque el borrico no era muy brioso, estaba acostumbrado a recorrer los caminos de piedras y arena llevando pasajeros y cargas bastante pesadas.


Partieron a primera hora de la mañana hacia su destino y todo iba bien hasta que, al mediodía, el sol comenzó a calentar con demasiada fuerza. El verano era implacable por aquellos lugares donde sólo se veían llanuras desérticas, despobladas de árboles y vegetación. Apretaba tanto el calor, que el viajero y el dueño del asno se vieron obligados a parar a descansar. Tenían que protegerse del bochorno y la única solución era refugiarse bajo la sombra del animal.

El problema fue que sólo había sitio para uno de los dos debajo de la panza del asno, que sin moverse, permanecía obediente erguido sobre sus cuatro patas. Agotados, sedientos y bañados en sudor, comenzaron a discutir violentamente.

– ¡Si alguien tiene que protegerse del sol debajo del burro, ese soy yo! – manifestó el viajero.

– ¡De eso nada! Ese privilegio me corresponde a mí – opinó el dueño subiendo el tono de voz.

– ¡Yo lo he alquilado y tengo todo el derecho, que para eso te pagué cinco monedas de plata!

– ¡Tú lo has dicho! Has alquilado el derecho a viajar en él pero no su sombra, así que como este animal es mío, soy yo quien se tumbará debajo de su tripa a descansar un rato.

– ¡Maldita sea! ¡Yo alquilé el asno con sombra incluida!

Los dos hombres se gritaban el uno al otro enfurecidos. Ninguno quería dar su brazo a torcer. De las palabras pasaron a los mamporros y empezaron a volar los puñetazos entre ellos.

El asno, asustado por los golpes y los gritos, echó a correr sin que los hombres se percataran. Cuando la pelea acabó, los dos estaban llenos de magulladuras y moratones. Acabaron con el cuerpo dolorido sin que hubiera un claro vencedor. Fue entonces cuando se dieron cuenta de que el burro había huido dejándoles a los dos tirados en medio de la nada, sin sombra, y tan sólo con sus pies para poder irse de allí. Sin decir ni una palabra, se miraron y reanudaron el camino bajo el ardiente sol, avergonzados por su mal comportamiento.

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Cuento de la lechera

Enviado por dach2901  

Había una vez una niña que vivía con sus padres en una granja. Era una buena chica que ayudaba en las tareas de la casa y se ocupaba de colaborar en el cuidado de los animales.

Un día, su madre le dijo:

– Hija mía, esta mañana las vacas han dado mucha leche y yo no me encuentro muy bien. Tengo fiebre y no me apetece salir de casa. Ya eres mayorcita, así que hoy irás tú a vender la leche al mercado ¿Crees que podrás hacerlo?

La niña, que era muy servicial y responsable, contestó a su mamá:

– Claro, mamita, yo iré para que tú descanses.


La buena mujer, viendo que su hija era tan dispuesta, le dio un beso en la mejilla y le prometió que todo el dinero que recaudara sería para ella.

¡Qué contenta se puso! Cogió el cántaro lleno de leche recién ordeñada y salió de la granja tomando el camino más corto hacia el pueblo.

Iba a paso ligero y su mente no dejaba de trabajar. No hacía más que darle vueltas a cómo invertiría las monedas que iba a conseguir con la venta de la leche.

– ¡Ya sé lo que haré! – se decía a sí misma – Con las monedas que me den por la leche, voy a comprar una docena de huevos; los llevaré a la granja, mis gallinas los incubarán, y cuando nazcan los doce pollitos, los cambiaré por un hermoso lechón. Una vez criado será un cerdo enorme. Entonces regresaré al mercado y lo cambiaré por una ternera que cuando crezca me dará mucha leche a diario que podré vender a cambio de un montón de dinero.

La niña estaba absorta en sus pensamientos. Tal y como lo estaba planeando, la leche que llevaba en el cántaro le permitiría hacerse rica y vivir cómodamente toda la vida.

Tan ensimismada iba que se despistó y no se dio cuenta que había una piedra en medio del camino. Tropezó y ¡zas! … La pobre niña cayó de bruces contra el suelo. Sólo se hizo unos rasguños en las rodillas pero su cántaro voló por el aire y se rompió en mil pedazos. La leche se desparramó por todas partes y sus sueños se volatilizaron. Ya no había leche que vender y por tanto, todo había terminado.

– ¡Qué desgracia! Adiós a mis huevos, mis pollitos, mi lechón y mi ternero – se lamentaba la niña entre lágrimas – Eso me pasa por ser ambiciosa.

Con amargura, recogió los pedacitos del cántaro y regresó junto a su familia, reflexionando sobre lo que había sucedido.

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