Vuestros cuentos 

Las dos culebras

Enviado por dach2901  

Había una vez dos culebras que vivían tranquilas y felices en las aguas estancadas de un pantano. En este lugar tenían todo lo que necesitaban: insectos y pequeños peces para comer, sitio de sobra para moverse y humedad suficiente para mantener brillantes y en buenas condiciones sus escamas.


Todo era perfecto, pero sucedió que llegó una estación más calurosa de lo normal y el pantano comenzó a secarse. Las dos culebras intentaron permanecer allí a pesar de que cada día la tierra se resquebrajaba y se iba agotando el agua para beber. Les producía mucha tristeza comprobar que su enorme y querido pantano de aguas calentitas se estaba convirtiendo en una mísera charca, pero era el único hogar que conocían y no querían abandonarlo.

Esperaron y esperaron las deseadas lluvias, pero éstas no llegaron. Con mucho dolor de corazón, tuvieron que tomar la dura decisión de buscar otro lugar para vivir.

Una de ellas, la culebra de manchas oscuras, le dijo a la culebra de manchas claras:

– Aquí solo ya solo quedan piedras y barro. Creo, amiga mía, que debemos irnos ya o moriremos deshidratadas.

– Tienes toda la razón, vayámonos ahora mismo. Tú ve delante, hacia el norte, que yo te sigo.

Entonces, la culebra de manchas oscuras, que era muy inteligente y cautelosa, le advirtió:

– ¡No, eso es peligroso!

Su compañera dio un respingo.

– ¿Peligroso? ¿Por qué lo dices?

La sabia culebra se lo explicó de manera muy sencilla:

– Si vamos en fila india los humanos nos verán y nos cazarán sin compasión ¡Tenemos que demostrar que somos más listas que ellos!

– ¿Más listas que los humanos? ¡Eso es imposible!

– Bueno, eso ya lo veremos. Escúchame atentamente: tú te subirás sobre mi lomo pero con el cuerpo al revés y así yo meteré mi cola en tu boca y tú tu cola en la mía. En vez de dos serpientes pareceremos un ser extraño, y como los seres humanos siempre tienen miedo a lo desconocido, no nos harán nada.

– ¡Buena idea, intentémoslo!

La culebra de manchas claras se encaramó sobre la culebra de manchas oscuras y cada una sujetó con la boca la cola de la otra. Unidas de esa forma tan rara, comenzaron a reptar. Al moverse sus cuerpos se bamboleaban cada uno para un lado formando una especie de ocho que se desplazaba sobre la hierba.

Como habían sospechado, en el camino se cruzaron con varios campesinos y cazadores, pero todos, al ver a un animal tan enigmático, tan misterioso, echaron a correr muertos de miedo, pensando que se trataba de un demonio o un ser de otro planeta.

El inteligente plan funcionó, y al cabo de varias horas, las culebras consiguieron su objetivo: muy agarraditas, sin soltarse ni un solo momento, llegaron a tierras lluviosas y fértiles donde había agua y comida en abundancia. Contentísimas, continuaron tranquilas con su vida en este nuevo y acogedor lugar.

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Tatú y la capa de fiesta

Enviado por dach2901  

Cada año, a orillas del lago Titicaca, se celebraba una gran fiesta que reunía a muchísimos animales de todo tipo y condición. Las encargadas de extender la noticia por cielo y tierra solían ser las gaviotas que, con sus agudos grititos, convocaban a todos a asistir en la fecha convenida. Esta vez, el guateque tendría lugar la siguiente noche en que hubiera luna llena.


A medida que pasaban los días, los invitados se mostraban más nerviosos que de costumbre ¡El tiempo apremiaba y debían prepararse a conciencia para lucir sus mejores galas!

El que más se inquietó fue Tatú, el armadillo. Su cuerpo estaba cubierto por una coraza gris que, la verdad, no le favorecía mucho. A menudo, cuando contemplaba los bellos colores de las aves o el largo y sedoso pelaje de las alpacas, pensaba que la madre naturaleza no había sido demasiado espléndida con él. La única oportunidad que tenía para deslumbrar a los demás en esa fiesta tan distinguida, era tejer una hermosa capa que tapara su caparazón. No disponía de muchos días, así que debía ponerse manos a la obra cuanto antes.

Coser se le daba muy bien ya que era muy habilidoso manejando los hilos de seda. Con paciencia y mucho tesón, se puso a trabajar durante horas para fabricar el tejido más delicado y llamativo que nadie hubiera visto antes ¡Estaba seguro de que causaría sensación!

Una tarde, un zorro pasó por su lado y se le quedó mirando. Viéndole tan atareado, le preguntó:

– ¡Hola! ¿Qué haces que no levantas la vista ni un segundo de esa tela?

– No me distraigas ¿Acaso no ves que estoy muy ocupado?

– ¡Bueno, bueno, no te enfades! Sólo tengo curiosidad ¿No me lo vas a decir?

– ¡Ay, qué pesado eres! Estoy tejiendo una capa para ponérmela el día de la fiesta del lago ¡¿Satisfecho?!

El zorro sintió mucha envidia porque la capa era preciosa. Si el armadillo se la ponía en la fiesta nadie le haría sombra y en cambio a él, no le mirarían ni las moscas. No pudo evitar sentir el deseo de fastidiarle.

– ¡Uy, Tatú, pues siento mucho decirte que no te va a dar tiempo de terminarla! ¡La fiesta es esta noche y mira cuánto te queda por hacer!

El pobre armadillo se quedó de piedra y su cara se puso blanca como el nácar.

– ¡¿Esta noche?! … ¡¿Se celebra esta noche?!

– ¡Pues claro! Yo que tú me daba prisa porque dentro de un ratito empezará a salir la luna. Me marcho a arreglarme yo también ¡Luego nos vemos!

El zorro se alejó riéndose por lo bajo ¡El inocente Tatú había picado el anzuelo! Ahora no le quedaría más remedio que acabar su trabajo a toda velocidad y el resultado sería un bodrio ¡Ni en sueños conseguiría ser el galán de la fiesta!

Mientas el zorro bribón se alejaba, Tatú, desesperado y con el sudor cayéndole a chorros por el hocico, se puso a bordar como loco. Para ir más rápido, utilizó un ovillo de lana gruesa que nada tenía que ver con la primorosa y finísima seda. Sabía que el tejido quedaría mucho más burdo, pero era la única manera de terminar la capa antes del anochecer. Encima, como las desgracias nunca vienen solas, con las prisas las hebras de lana se enredaron y formaron algunos nudos grandes como garbanzos que se veían a un metro de distancia ¡Qué desastre!

Tatú consiguió terminar a tiempo, justo cuando la luna aparecía en el firmamento, pero no estaba nada contento con el resultado. Había trabajado muy duro para confeccionar la capa más increíble y al final había tenido que terminarla apretando el acelerador y de forma chapucera. Los fallos, pensó tatú, eran más que evidentes.

Se quedó mirando a la luna con carita de pena y…

– ¡Oh, no! ¡Pero si hoy no es luna llena! ¡Ese zorro estúpido me engañó!

Tatú no se equivocaba. La luna estaba creciente, lo que significaba que aún faltaban unas cuantas noches para la gran fiesta.

Se enfadó muchísimo y las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojillos. Lo que más rabia le daba era que ya no podría descoser la última parte del trabajo: deshacer los nudos era misión imposible porque estaban demasiado apretados y tampoco había tiempo a cambiar la tosca lana por la seda. Tuvo que aceptar que tendría que ponérsela tal cual, con todos esos defectos incluidos.

Unas cuantas noches después, la luna llena apareció inmensa sobre el lago ¡El momento había llegado! Tatú se colocó la capa a regañadientes, pero cuando se vio al espejo cambió de opinión. No, no era la capa más perfecta del mundo, pero sí la más original. La mezcla de hilos finos y gruesos le daban un toque muy chic y curiosamente los nudos quedaban fenomenal. Sin quererlo había creado una prenda extravagante de esas que crean tendencia en la moda que le daban un aire de tipo moderno y a la última.

Cuando apareció en la fiesta, se formó un revuelo de animales a su alrededor ¡Todos se quedaron fascinados de lo elegante que iba y de lo especial que era su capa! Tatú se dio cuenta de que la mala jugada del zorro al final le había beneficiado. Se convirtió en el centro de todas las miradas y fue la mejor fiesta de su vida.

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Los duendecillos

Enviado por dach2901  

En una pequeña aldea perdida entre las montañas, había una casita muy coqueta en la que vivía una mujer que se dedicaba en cuerpo y alma a cuidar a su querido bebé.

El chiquitín era una auténtica monada. Tenía el pelo rubio, las mejillas regordetas y sonrosadas, y cuando sonreía, enseñaba dos dientecillos blancos como dos copitos de nieve. Era tan bonito y tan dulce que a su mamá se le caía la baba y se pasaba horas mirándole.


¡Se sentía tan feliz a su lado!… Cada día le alimentaba con mucho mimo para que creciera sano y fuerte. Después de comer, le ponía el pijama para que estuviera calentito y le acunaba al son de las nanas más dulces. En cuanto el pequeñín se dormía, cerraba las contraventanas para que no le molestara la luz y aprovechaba ese ratito de tranquilidad para hacer las tareas del hogar, como recoger agua de la fuente, pelar patatas o blanquear la ropa al sol.

Pero un día de abril, algo tremendo sucedió: unos duendecillos bromistas se colaron en el cuarto del bebé, saltaron dentro de la cunita y se lo llevaron. En su lugar, colocaron sobre el colchón un monstruo feísimo de cabeza enorme y ojos saltones como los de un sapo gigante.

Cuando al cabo de un rato la buena mujer acudió a despertar a su hijito, se llevó las manos a la cara y un grito aterrador salió de su boca.

– ¡Oh, qué horror! ¿Qué es este ser horrible? ¿Dónde está mi niño?

Desesperada, comenzó a buscar por toda la habitación, pero no había nadie ¡Parecía que se lo había tragado la tierra! Sólo se oían los gruñidos del espantoso monstruo que pataleaba entre las sábanas con la mirada fija en el techo.

Salió de allí enloquecida y corrió a casa de la vecina para pedirle ayuda.

– ¡Socorro! ¡María, María, ábreme la puerta!

La vecina abrió el cerrojo y vio a la pobre muchacha llorando y haciendo aspavientos.

– ¿Qué pasa? ¡Tranquilízate y cuéntame qué sucede!

– ¡Es horrible, María! ¡Alguien ha raptado a mi pequeño!

– ¿Pero qué dices? En este pueblo sólo vive gente buena y respetable ¡Nadie haría una cosa así!

– ¡Te digo que mi hijo ya no está! Dormía en su cuna y cuando fui a por él, había desaparecido ¡Alguien le raptó y dejó en su lugar un monstruo, un ser espantoso y repugnante!

La vecina puso cara de circunstancias y empezó a atar cabos.

– Creo que ya lo entiendo todo… Esto es cosa de los duendes del bosque ¡Siempre están gastando bromas pesadas y de mal gusto! Te diré lo que vas a hacer para recuperar a tu hijo.

– ¡Sí, por favor, ayúdame!

– Tranquila, es sencillo. Escúchame atentamente. Coge al monstruo, llévalo a la cocina y siéntalo en una sillita cerca de la chimenea. Después, enciéndela, pon un cazo de agua al fuego, y cuando hierva, echa dentro dos cáscaras de huevo.

– Pero… ¿Para qué? ¡Suena absurdo!

– ¡No lo es! Eso hará le hará reír y llamará la atención de los duendes. En menos que canta un gallo, aparecerán en tu casa, ya lo verás.

– Pero María…

– ¡Venga, venga, no pierdas tiempo y haz lo que te digo!

La madre regresó a la casa pensando que el remedio de su vecina era la tontería más grande que había escuchado en toda su vida, pero no tenía más opción que intentarlo.

Subió de dos en dos los escalones que llevaban a la habitación de su hijo y agarró al monstruo tratando de no mirarlo de lo feo que era. Después, lo sentó en una silla pequeña y lo sujetó con una correa para evitar que se cayera. Encendió la chimenea, cogió dos huevos, tiró las claras y las yemas, y puso las cáscaras vacías a hervir en una pequeña vasija de metal. En silencio, la mujer se escondió debajo de una mesa a esperar.

De repente, el monstruito, que no se había perdido ni un detalle de tan rara operación, gritó:

– ¡Como el bosque más antiguo,

igual soy yo de viejo,

pero en la vida vi a nadie,

hervir en agua una cáscara de huevo!

Y acto seguido, comenzó a reírse a mandíbula batiente.

– ¡Ja ja ja! ¡Ja ja ja! ¡Ay, qué gracioso es esto! ¡Me parto de risa!

Sus carcajadas eran tan exageradas que atravesaron la puerta de la casa y retumbaron en el bosque. Por supuesto, el eco llegó a oídos de los duendes y reconocieron la voz del monstruo. Como la vecina había previsto, no tardaron en salir de sus refugios muertos de curiosidad ¡Estaban como locos por ver qué cosa tan divertida le producía esas risotadas!

Cruzaron el jardín, treparon por las ventanas, y a través del cristal vieron al monstruito, sentado en una silla partiéndose de risa. Los duendes se contagiaron y también empezaron a reír sin parar.

¡No había dudas! Ese monstruo era muchísimo más divertido que el niño, que no hacía más que comer, dormir y llorar de vez en cuando. Ni cortos ni perezosos, se colaron por la rendija de debajo de la puerta, y dieron el cambiazo: se llevaron al monstruo y dejaron al aburrido bebé humano en la cuna.

En cuanto se acabó el revuelo, la madre se abalanzó sobre su chiquitín para comérselo a besos ¡Qué alegría! ¡La idea había funcionado!

Y así fue cómo, gracias a un extraño truco, la mujer de esta historia recuperó a su amado hijo. Los duendecillos del bosque, por su parte, no volvieron a aparecer por la aldea y se quedaron para siempre con el feo pero simpático monstruito que tanto les hacía reír.

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La casa de Halvar

Enviado por dach2901  

Hace más de cien años, en Suecia, vivía en una hermosa y verde colina un gigante llamado Halvar. A pesar de ser un hombre mucho más grande de lo normal, nadie le tenía miedo. Todos los habitantes de los alrededores le querían y respetaban porque era un gigante bueno y generoso.


Lo que más amaba Halvar era hacer feliz a la gente. En cuanto tenía oportunidad regalaba todo lo que tenía incluso aunque él se quedara sin nada. De hecho, era un gigante muy pobre que apenas tenía para comer pero que a pesar de todo se consideraba un tipo afortunado.

Con la llegada del buen tiempo Halvar se sentaba en la puerta de su humilde aunque enorme casa de madera, y con una gran sonrisa saludaba a todo el que pasaba por delante ¡Sentarse al sol, mordisquear briznas de hierba y observar a sus vecinos para darles los buenos días, le encantaba!

Un día pasó junto a él un hombre que no conocía. Tenía mala cara, iba vestido con harapos y tiraba de una vaca huesuda que de tan flaca casi no podía andar. Halvar, tan amable como siempre, le saludó con la cabeza y se interesó por él.

– ¿Va al pueblo a vender su vaca, señor?

– Sí, a eso mismo voy. Mi mujer y yo estamos pasando una mala época y no tenemos nada que llevarnos a la boca. No creo que me den mucho por este viejo animal… ¡Con suerte podré cambiarlo por un saco de harina para hacer pan!

Al gigante se le encogió el corazón ¡Qué pena le daba ese hombre! Una vez más, quiso mostrar su generosidad.

– ¡Espera, no te vayas! Veo que necesitas ayuda y quiero hacer un trato contigo. Si te parece bien, te cambio la vaca por siete cabras jóvenes y bien alimentadas.

El hombre, lógicamente, desconfió de sus palabras.

– No entiendo… ¡El trato que me propones no es justo porque evidentemente tú sales perdiendo!

Halvar le miró con ternura.

– No quiero ganar nada, amigo, solo ayudarte un poco. Aguarda un momento que voy a por ellas.

Dio cuatro o cinco zancadas de gigante hacia la parte trasera de la casa y con otras cuatro o cinco regresó tirando de una cuerda que ataba siete cabras blancas y con una pinta estupenda.

– ¡Toma, aquí las tienes! Espero que a partir de ahora las cosas te vayan mejor y seas muy feliz.

El desconocido le entregó la escuálida vaca y se alejó, todavía sin creérselo mucho, con las siete cabras rumbo a su hogar.

¡Imagínate la cara de felicidad de su mujer cuando se encontró con la sorpresa! Entre los dos metieron las cabras en el establo y a partir del día siguiente, empezaron a ordeñarlas. Con los litros de leche que obtuvieron fabricaron exquisitos quesos y los vendieron en el mercado del pueblo. Un tiempo después, con el dinero ganado, compraron varias docenas de gallinas que cada mañana ponían unos huevos enormes de yema anaranjada que la gente pagaba con mucho gusto.

Las cosas les fueron tan bien que en pocos meses empezaron a nadar en la abundancia y a disfrutar de la vida. Jamás se acordaron de darle las gracias a quien les había dado la oportunidad de salir de la pobreza: el gigante bueno.

Pasó el tiempo y una mañana el granjero pasó por delante de la casa de Halvar. Allí estaba él, como siempre, sentado bajo el sol, mascando una brizna de hierba y regalando sonrisas a todo el mundo.

Agitando su manaza, le saludó con alegría.

– ¡Amigo mío, qué gusto me da verte pasar por aquí! ¡Tienes buena cara! ¿Por qué no pasas, te invito a merendar y de paso me cuentas cómo te ha ido con las siete cabritas?

Por increíble que parezca, el granjero no tenía ningún interés en hablar con él y se limitó a gritarle desde el camino:

– ¡Lo siento, pero tengo mucha prisa! Por cierto, veo que sigues en tu casucha de madera y todo el día tumbado al sol. Te daré un consejo: trabaja e invierte bien tu dinero y tal vez algún día podrás ser tan rico como yo lo soy ahora.

Y sin una muestra de agradecimiento, sin una muestra de cariño hacia Halvar, continuó su camino pensando únicamente en cómo aumentar su fortuna.

Halvar se sintió apenado al comprobar que en el mundo hay personas que no valoran la ayuda desinteresada de los demás, pero después pensó que eso no le iba a cambiar y que seguiría ayudando a quien lo necesitara siempre que se presentara la ocasión.

Así lo pensó y así lo hizo de por vida; Halvar continuó con su vida tranquila y feliz a pesar de ser pobre, y recibiendo el cariño de los vecinos que sí apreciaban su buen corazón.

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El mono y las lentejas

Enviado por dach2901  

Cuenta una antigua historia que una vez un hombre iba cargado con un gran saco de lentejas. Caminaba a paso ligero porque necesitaba estar antes del mediodía en el pueblo vecino. Tenía que vender la legumbre al mejor postor, y si se daba prisa y cerraba un buen trato, estaría de vuelta antes del anochecer. Atravesó calles y plazas, dejó atrás la muralla de la ciudad y se adentró en el bosque. Anduvo durante un par de horas y llegó un momento en que se sintió agotado.


Como hacía calor y todavía le quedaba un buen trecho por recorrer, decidió pararse a descansar. Se quitó el abrigo, dejó el saco de lentejas en el suelo y se tumbó bajo la sombra de los árboles. Pronto le venció el sueño y sus ronquidos llamaron la atención de un monito que andaba por allí, saltando de rama en rama.

El animal, fisgón por naturaleza, sintió curiosidad por ver qué llevaba el hombre en el saco. Dio unos cuantos brincos y se plantó a su lado, procurando no hacer ruido. Con mucho sigilo, tiró de la cuerda que lo ataba y metió la mano.

¡Qué suerte! ¡El saco estaba llenito de lentejas! A ese mono en particular le encantaban. Cogió un buen puñado y sin ni siquiera detenerse a cerrar la gran bolsa de cuero, subió al árbol para poder comérselas una a una.

Estaba a punto de dar cuenta del rico manjar cuando de repente, una lentejita se le cayó de las manos y rebotando fue a parar al suelo.

¡Qué rabia le dio! ¡Con lo que le gustaban, no podía permitir que una se desperdiciara tontamente! Gruñendo, descendió a toda velocidad del árbol para recuperarla.

Por las prisas, el atolondrado macaco se enredó las patas en una rama enroscada en espiral e inició una caída que le pareció eterna. Intentó agarrarse como pudo, pero el tortazo fue inevitable. No sólo se dio un buen golpe, sino que todas las lentejas que llevaba en el puño se desparramaron por la hierba y desaparecieron de su vista.

Miró a su alrededor, pero el dueño del saco había retomado su camino y ya no estaba.

¿Sabéis lo que pensó el monito? Pues que no había merecido la pena arriesgarse por una lenteja. Se dio cuenta de que, por culpa de esa torpeza, ahora tenía más hambre y encima, se había ganado un buen chichón.

Moraleja: A veces tenemos cosas seguras pero, por querer tener más, lo arriesgamos todo y nos quedamos sin nada. Ten siempre en cuenta, como dice el famoso refrán, que la avaricia rompe el saco.

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La lotería

Enviado por dach2901  

Había en la isla de Cuba un campesino muy aficionado a jugar a la lotería. Cada semana compraba un boleto con la esperanza de que le tocara, pero nunca tenía suerte. Aun así, estaba convencido de que algún día el número ganador sería el suyo.


Sucedió que una mañana de verano salió temprano de su casa para comprar el boleto y tuvo el presentimiento de que por fin le iba a tocar. La corazonada era tan fuerte que en vez de una papeleta compró diez del mismo número para que las ganancias fueran diez veces mayores. Se quedó sin dinero en los bolsillos pero le daba igual ¡Su sueño de riqueza estaba a punto de cumplirse!

Regresó a su hogar más contento que unas castañuelas y le dijo a su esposa:

– Mañana es el sorteo y quiero estar en la ciudad cuando digan el número ganador. Si me ves regresar en un coche lujoso significará que somos ricos y podrás tirar todos los muebles y trastos que tenemos en esta casa porque nos construiremos una mucho más grande y elegante.

– Te veo muy convencido, querido ¡Ojalá no te equivoques y mañana podamos llenar nuestra bañera de monedas y billetes!

Esa noche el campesino no pudo dormir de los nervios que sentía en el estómago. En cuanto asomaron los primeros rayos de sol se fue a la ciudad a paso ligero, con una sonrisa de oreja a oreja e imaginando cómo sería su nueva vida.

– Tendré zapatos de charol, criados que me hagan reverencias, daré grandes banquetes en casa y viajaré por todo el mundo ¡Va a ser genial!

La mujer, contagiada de ilusión, se quedó en el hogar aguardando impaciente ¡El tiempo de espera se le hacía eterno! Cada cinco minutos salía a la puerta para ver si veía venir a su marido en un buen coche tal y como le había dicho. Nerviosa, se decía a sí misma:

– Por favor, por favor, que se cumplan nuestro sueños ¡Que venga en coche, que venga en coche y no caminando!

Pasadas las cuatro de la tarde, la campesina vio a lo lejos una pequeña humareda de polvo y tras ella, un cochazo rojo descapotable impresionante, de esos que sólo los ricos se pueden permitir. En él venía su marido agitando con fuerza los brazos, haciéndole señales y gritando algo que no alcanzaba a escuchar.

– ¡Oh, es increíble! ¡Mi marido viene en un coche de lujo y chillando como un loco! ¡Nos ha tocado la lotería, somos millonarios!

La buena mujer empezó a saltar de alegría y entró corriendo en la casa presa de la emoción. Sin pensárselo dos veces, comenzó a romper todas las cosas feas y viejas que tenía: la vajilla, los espejos, las estanterías, las ollas de barro que usaba para cocinar…

– ¡Hala, todo a la basura, que ya no lo necesito! A partir de ahora tendré una mansión y cosas bonitas por todas partes ¡Qué harta estoy de todos estos cachivaches anticuados!

Todos los objetos de la casa quedaron esparcidos por el suelo hechos añicos y la mujer contempló el destrozo con una sonrisa.

– ¡Uf, qué a gusto me he quedado! Será genial decorar mi nueva casa con porcelanas chinas y manteles de seda ¡Hasta pienso comprar copas de plata para deslumbrar a los invitados! ¡Esa es la vida que yo me merezco!

La esposa del campesino rebosaba felicidad, pero esa felicidad duró muy poco tiempo. Estupefacta, vio cómo su marido aparecía en el comedor acompañado de un distinguido caballero al que no conocía de nada. El elegante señor olía a perfume del caro y lucía ropas dignas de un ministro, pero su esposo llegaba con las piernas llenas de golpes y apoyado en dos palos a modo de muletas para poder caminar. En décimas de segundo, su sonrisa se congeló.

– ¡¿Pero qué te ha pasado?! ¡Parece como si te hubiera atropellado un coche!

El campesino, gimiendo de dolor, le contestó muy compungido:

– ¡Tú lo has dicho! ¡Regresaba caminando de la ciudad cuando este señor me atropelló sin querer y me partió las piernas!

– ¡Ay, madre! ¿Y por qué chillabas y hacías aspavientos desde el coche? ¡Pensaba que venías gritando de felicidad porque nuestros boletos había resultado premiados!

– ¡¿De felicidad?! ¡Qué dices! Yo sólo te gritaba: ¡No tires nada, no tires nada, que no nos ha tocado la lotería y vengo con las piernas rotas!

La mujer se dejó caer en una silla como un saco de patatas. Miró a su alrededor y vio con todas las cosas que ella misma había destruido. Desolada, se dio cuenta de que el ansia de riqueza y la impaciencia le habían jugado una mala pasada.

El matrimonio jamás volvió a jugar a la lotería y jamás se hizo rico. Gracias al desgraciado incidente los dos aprendieron a vivir la vida intentando ser felices con lo que tenían.

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La mazorca de oro

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En las hermosas y lejanas tierras de Perú vivía una pareja joven que tenía cinco hijos pequeños. Su vida era bastante dura y no podían permitirse ningún lujo. La familia salía adelante gracias al cultivo del maíz en un pequeño terreno que tenían muy cerca de su hogar. Cada mañana, la mujer lo molía y hacía con él pan y tortas para dar de comer a sus chicos. Si sobraba algo de la cosecha, lo vendía por la tarde en la aldea más cercana y regresaba con un par de monedas de plata a casa.

De tanto trabajar de sol a sol, la campesina estaba agotada. Su marido, en cambio, no hacía nada. Se pasaba el tiempo holgazaneando y dando paseos por la montaña mientras los chiquillos estaban en la escuela o jugando al escondite.


Un día, la muchacha se sentó en el granero y se puso a limpiar, como siempre, las mazorcas que había recogido durante la jornada. Eran grandes y tenían un aspecto fantástico. Por unos momentos se sintió muy feliz, pero cuando se puso a hacer recuento, comprobó que no había suficiente cantidad para hacer pan para todos y mucho menos, para vender a los vecinos.

La pobre, desconsolada, se arrodilló y comenzó a llorar ¿Cómo iba a dar de cenar a sus cinco hijitos si no podía fabricar bastante harina?… Si al menos su marido la ayudara podrían unir fuerzas y cultivar más maíz, pero era un egoísta que solamente pensaba en sí mismo y en su propia comodidad. Miró al cielo y pidió al dios bueno que tuviera compasión y le diera fuerzas para continuar.

De repente, notó que en una esquina algo brillaba con intensidad. Se quedó muy extrañada pero ni siquiera se acercó; imaginó que se trataba de un rayo de sol que incidía sobre una caja de metal, de esas donde se guardan las herramientas.

Se desahogó un rato más y se enjugó las lágrimas con el puño de su desgastada blusa. Al levantar la mirada, con los ojos todavía vidriosos, vio que el extraño brillo seguía allí, sin moverse del rincón del granero. Cayó en la cuenta de que era casi de noche, así que estaba claro que el sol no podía ser.

Un poco asustada, se acercó despacito a ver de qué se trataba. El fulgor era más intenso a medida que se aproximaba y hasta tuvo que mirar hacia otro lado para que no le deslumbrara. Su sorpresa fue inmensa cuando descubrió que era una enorme mazorca dorada ¡No se lo podía creer! Sus granos eran de oro puro y de ellos salían intensos haces de luz.

La campesina miró hacia arriba ¡El dios le había ayudado atendiendo a sus plegarias! Cogió la mazorca con delicadeza y salió en busca de su marido, que roncaba sobre una hamaca dejando pasar las horas.

Con voz aún temblorosa le contó lo sucedido y el hombre, por primera vez en su vida, se avergonzó de su comportamiento. Comprendió que su esposa había cargado siempre con la responsabilidad de la casa, de los hijos y del duro trabajo en el campo ¡Era a ella y no a él a quien el dios divino había recompensado!

A partir de ese día, el muchacho cambió para siempre. Vendieron la mazorca de oro y ganaron mucho dinero. Después, arreglaron la casa, compraron un terreno más grande y sus niños crecieron sanos y felices. Nunca jamás volvió a faltarles de nada.

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Simbad el marino

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Hace muchos años vivía en Bagdad un joven que tenía por oficio llevar mercancías por toda la ciudad. Todos los días acababa agotado de tanto cargar cajas y se lamentaba de que, lo que ganaba, no le servía para dejar de ser pobre.

Un día, al final de la jornada, se sentó a descansar junto a la puerta de la casa de un rico comerciante. El hombre, que estaba dentro, le oyó quejarse de su mala suerte en la vida.


– ¡Trabajar y trabajar, es lo único que hago! Al final del día sólo consigo recaudar tres o cuatro monedas que apenas me dan para comprar un mendrugo de pan y un poco de pescado ahumado ¡Qué desastre de vida la mía!

El comerciante sintió lástima por el chico y le invitó a cenar algo caliente. El muchacho aceptó y se quedó asombrado al entrar una vivienda tan lujosa y con tan ricos manjares sobre la mesa.

– ¡No sé qué decir, señor!… Nunca había visto tanta riqueza.

– Así es – contestó educadamente el hombre – Soy muy afortunado, pero quiero contarte cómo he conseguido todo esto que ves. Nadie me ha regalado nada y sólo espero que entiendas que es el fruto de mucho esfuerzo.

El comerciante, que se llamaba Simbad, relató su historia al intrigado muchacho.

– Verás… Mi padre me dejó una buena fortuna, pero la malgasté hasta quedarme sin nada. Entonces, decidí que tenía que hacerme marino.

– ¿Marino? ¡Guau! ¡Qué maravilla!

– Sí, pero no fue fácil. Durante el primer viaje, me caí del barco y nadé hasta una isla, que resultó ser el lomo de una ballena ¡El susto fue tremendo! Por suerte me salvé de ser tragado por ella. Conseguí agarrarme a un barril que flotaba en las aguas y la corriente me llevó a orillas de una ciudad desconocida. Vagué de un lado para otro durante un tiempo hasta que logré que me admitieran en un barco que me trajo de regreso a Bagdad ¡Fueron días muy duros!

Terminó de hablar y le dio al chico cien monedas de oro a cambio de que al día siguiente, al terminar su trabajo, regresara a su casa para seguir escuchando sus relatos. El joven, con los bolsillos llenos, se fue dando botes de alegría. Lo primero que hizo, fue comprar un buen pedazo de carne para preparar un asado y se puso las botas.

Al día siguiente volvió a casa de Simbad, tal y como habían acordado. Tras la cena, el hombre cerró los ojos y recordó otra parte de su emocionante vida.

– Mi segundo viaje fue muy curioso… Avisté una isla y atracamos el barco en la arena. Buscando alimentos encontré un huevo y cuando me disponía a cogerlo, un ave enorme se posó sobre mí y me agarró con sus fuertes patas, elevándome hasta el cielo. Pensé que quería dejarme caer sobre el mar, pero por suerte, lo hizo sobre un valle lleno de diamantes. Cogí todos los que pude y, malherido, salí de allí a duras penas. Conseguí localizar a la tripulación de mi barco, pero por poco no lo cuento.

Cuando terminó de rememorar su segundo viaje, le dio otras cien monedas de oro, invitándole a regresar al día siguiente. Al joven le encantaban las aventuras del viejo Simbad el marino y fue puntual a su cita. Una vez más, el hombre se sumió en sus apasionantes recuerdos.

– Te parecerá raro, pero a pesar de que ya vivía cómodamente no me conformé y quise volver al mar una tercera vez. De nuevo, corrí aventuras muy emocionantes. Llegamos a una isla donde habitaban cientos de pigmeos salvajes que destrozaron nuestro barco. Nos apresaron y nos llevaron ante su jefe, que era un gran gigante de un solo ojo y mirada espantosa.

– ¿Un gigante? ¡Qué miedo!

-¡Sí, era terrorífico! Se comió a todos los marineros, pero como yo era muy flaco, me dejó a un lado. Cuando terminó de devorarlos se quedó dormido y yo aproveché para coger el atizador de las brasas, que estaba al rojo vivo, y se lo clavé en su único ojo ¡El alarido fue aterrador! Giró con rabia sobre sí mismo pero ya no podía verme y aproveché para huir. Llegué hasta la playa y un comerciante que tenía una barquita me recogió y me regaló unas telas para vender cuando llegásemos a buen puerto. Gracias a su generosidad, hice una gran fortuna y regresé a casa.

El joven estaba entusiasmado escuchando los relatos del intrépido marino ¡Cuántas aventuras había vivido ese hombre!…

Durante siete noches, Simbad contó una nueva historia, un nuevo viaje, cada uno más alucinante que el anterior. Y como siempre, antes de despedirse, le regalaba cien monedas.

Cuando finalizó su último encuentro, se despidieron con afecto. El comerciante no quiso que se fuera sin antes decirle algo importante:

– Ahora ya sabes que, quien algo quiere, algo le cuesta. El destino es algo por lo que hay que luchar y que cada uno debe forjarse ¡Nadie en esta vida regala nada! Espero que el dinero que te he dado te ayude a empezar nuevos proyectos y que lo que te he contado te sirva en el futuro.

El joven comprendió que el viejo Simbad lo había conseguido todo a base de riesgo y esfuerzo. Ahora él tenía setecientas monedas de oro, pero había aprendido que no debía confiarse. Aunque ahorraría una parte y otra la invertiría, seguiría trabajando duro para, algún día no muy lejano, poder disfrutar de la misma vida tranquila y cómoda que su aventurero amigo.

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El lobo y el perro dormido

Enviado por dach2901  

Había una vez un perro que solía pasar las horas muertas en el portal de la casa de sus dueños. Le encantaba estar allí durante horas pues era un sitio fresco y disfrutaba viendo pasar a la gente que iba y venía del mercado. La tarde era su momento favorito porque se tumbaba encima de una esterilla, apoyaba la cabeza sobre las patas y gozaba de una plácida y merecida siesta.


En cierta ocasión dormía profundamente cuando un lobo salió de la oscuridad y se abalanzó sobre él, dispuesto a propinarle un buen mordisco. El perro se despertó a tiempo y asustadísimo, le rogó que no lo hiciera.

– ¡Un momento, amigo lobo! – gritó dando un salto hacia atrás – ¿Me has visto bien?

El lobo frenó en seco y le miró de arriba abajo sin comprender nada.

– Sí… ¿Qué pasa?

– ¡Mírame con atención! Como ves, estoy en los huesos, así que poco alimento soy para ti.

– ¡Me da igual! ¡Pienso comerte ahora mismo! – amenazó el lobo frunciendo el hocico y enseñando a la pobre víctima sus puntiagudos colmillos.

– ¡Espera, te propongo un trato! Mis dueños están a punto de casarse y celebrarán un gran banquete. Por supuesto yo estoy invitado y aprovecharé para comer y beber hasta reventar.

– ¿Y eso a mí que me importa? ¡Tu vida termina aquí y ahora!

– ¡Claro que importa! Comeré tantos manjares que engordaré y luego tú podrás comerme ¿O es que sólo quieres zamparte mi pellejo?

El lobo pensó que no era mala idea y que además, el perro parecía muy sincero. Llevado por la gula, se dejó convencer y aceptó el trato.

– ¡Está bien! Esperaré a que pase el día de la boda y por la tarde a esta hora vendré a por ti.

– ¡Descuida, amigo lobo! ¡Aquí en el portal me encontrarás!

El perro vio marcharse al lobo mientras por su cara caían gotas de sudor gordas como avellanas ¡Se había salvado por los pelos!

Llegó el día de la fiesta y por supuesto el perro, muy querido por toda la familia, participó en el comida nupcial. Comió, bebió y bailó hasta que se fue el último invitado. Cuando el convite terminó, estaba tan agotado que no tenía fuerzas más que para dormir un rato y descansar, pero sabiendo que el lobo aparecería por allí, decidió no bajar al portal sino dormir al fresco en el alfeizar de la ventana. Desde lo alto, vio llegar al lobo.

– ¡Eh, perro flaco! ¿Qué haces ahí arriba? ¡Baja para cumplir lo convenido!

– ¡Ay, lobo, perdiste tu oportunidad! No seré yo quien vuelva a disfrutar de mis largas siestas en el portal. A partir de ahora, pasaré las tardes tumbado en la ventana, contemplando las copas de los árboles y escuchando el canto de los pajarillos. ¡Aprender de los errores es de sabios!

Y dicho esto, se acurrucó tranquilo y el lobo se fue con la cabeza gacha por haber sido tan estúpido y confiado.

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El sapo y el ratón

Enviado por dach2901  

Había una vez un sapo al que le encantaba tocar la flauta. Por las noches se subía a una piedra del campo y, bañado por la luz de la luna, arrancaba hermosas notas a su pequeño instrumento.

Allí cerquita vivía un ratón al que le molestaba mucho la música. Estaba tan harto, que una cálida noche de verano decidió poner fin a la situación. Fue en busca del sapo y le amenazó.

– ¡Oiga, señor sapo! No quiero parecerle maleducado, pero es que me aturde con esas melodías todas las noches ¡No consigo dormir! ¿Por qué no se va a otro sitio a tocar la flauta? – dijo gruñendo y con gesto enfadado.


– ¡Usted es un envidioso! – respondió el sapo – ¡Ya le gustaría tocar tan bien como yo!

– ¡De envidia nada! – El ratón empezaba a enfadarse más de la cuenta – Yo no sé nada de música, pero tengo otras virtudes: corro rapidísimo y me muevo con mucha agilidad por todas partes, algo que usted, con esas patas tan cortas y la barriga tan inflada, no puede hacer.

Al sapo le pareció fatal lo que le dijo el ratón y decidió darle un escarmiento.

– Así que se cree mejor que yo ¿eh?… Muy bien, pues si quiere hacemos una apuesta. Le reto a correr, pero para que sea más emocionante, lo haremos bajo tierra. Si gana usted, le entregaré mi flauta, pero si gano yo, tendrá que regalarme su casa, que según he oído por ahí, es bastante confortable.

El ratón se echó a reír pensando que el sapo era un ser bastante tonto e inconsciente.

– ¡Acepto, acepto! Ganarle es pan comido y cuando tenga esa insoportable flauta en mi poder, la destrozaré hasta hacerla polvillo. Nos vemos mañana aquí, en cuanto salga el sol.

El sapo se despidió, volvió a su casa y le contó la historia a su mujer. Después, le explicó que había urdido un plan para ganar al insolente roedor.

– Te diré qué haremos, pero escucha con atención. El ratón y yo saldremos corriendo bajo tierra desde la roca hasta la meta, situada en el gran árbol que crece junto al trigal.

Tomó aire y continuó.

– Tú te esconderás en un agujero bajo el árbol y cuando veas que el ratón está llegando, sacarás la cabeza y gritarás “¡He ganado! Todos los sapos somos muy parecidos y el ratón no se dará cuenta de que, en realidad, eres tú y no yo quien estará en la meta.

– Está bien, querido. Así lo haré – respondió la señora sapo.

Al día siguiente, se reunieron en la roca el sapo y el ratón. Cuando sonó la señal de salida, ambos se metieron bajo tierra y empezaron a correr. Bueno, no exactamente… El ratón corrió y corrió a toda velocidad sin mirar atrás, mientras que el sapo simuló que avanzaba un poquito pero en realidad regresó al punto de partida. Cuando el ratón estaba a punto de llegar al árbol, la señora sapo sacó la cabeza y gritó:

– ¡Ya estoy aquí! ¡He ganado!

Al ratón se le desencajó la cara ¿Cómo era posible que el sapo hubiera llegado antes?

– ¿Es usted mago o algo así? ¡Si no lo veo, no lo creo! Está bien: haremos una nueva carrera, esta vez el camino contrario, de aquí a la roca.

El sapo, que en realidad era la mujer, asintió con la cabeza. Se prepararon para salir, dieron la señal y el ratón puso todas sus ganas en llegar el primero. Se metió bajo tierra y corrió como un loco mientras la mujer del sapo se quedaba quieta sin que el ratón, con las prisas, se diera cuenta de que iba corriendo solo. Cuando faltaba muy poquito para llegar, oyó una voz proveniente de una cabeza que asomaba junto a la roca.

– ¡He vuelto a ganar! – gritó el sapo, a punto de reventar de felicidad porque había conseguido engañar al ratón – ¡Celebraré mi victoria tocando una melodía triunfal!

El sapo comenzó a tocar la flauta dando saltitos de alegría. El ratón se sintió furioso y humillado. La ira le reconcomía y encima tenía que soportar esa insidiosa música que le sacaba de quicio. Pronto pasó de la rabia a la tristeza, pues el sapo se apresuró a reclamarle lo que le debía.

– He ganado la apuesta – comentó el batracio sacudiéndose la tierra de la panza – ¡Me quedo con tu casa!

El ratón tuvo que asumir que había perdido. Cabizbajo, le dio las llaves y se alejó en busca de un nuevo hogar. El exceso de confianza en sí mismo le había jugado una mala pasada. Se prometió que, a partir de entonces, sería más humilde y no despreciaría a aquellos que, en principio, parecen más débiles.

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