Vuestros cuentos 

Las ranitas

Enviado por dach2901  

Una mañana húmeda y soleada, un grupo de verdes y dicharacheras ranitas salió al bosque a dar un paseo. Eran cinco ranas muy amigas que, como siempre que se juntaban, iban croando y dando brincos para divertirse.


Desafortunadamente, lo que prometía ser una alegre jornada se truncó cuando dos de ellas calcularon mal el salto y cayeron a un tenebroso pozo.

Las otras tres corrieron a asomarse al borde del agujero y se miraron compungidas. La más grande exclamó horrorizada:

– ¡Oh, no! ¡Nuestras amigas están perdidas, no tienen salvación!

Negando con la cabeza empezó a gritarles:

– ¡Os habéis caído en un pozo muy hondo! ¡No podemos ayudaros y no intentéis salir porque es imposible!

Las dos ranitas miraron hacia arriba desesperadas ¡Querían salir de ese oscuro túnel vertical a toda costa! Empezaron a saltar sin descanso probando de todas las maneras posibles, pero la distancia hacia la luz era demasiado grande y ellas demasiado pequeñitas.

Otra de las ranas que las observaba desde la boca del pozo, en vez de animarlas, se unió a su compañera.

– ¡Es inútil que malgastéis vuestras fuerzas! ¡Este pozo es tremendamente profundo!

Las pobres ranitas continuaron intentándolo pero o no llegaban o se daban de bruces contra las resbaladizas paredes cubiertas de musgo.

La tercera rana también insistió:

– ¡Dejadlo ya! ¡Dejad de saltar! ¿No veis que vais a haceros daño?

Las tres hacían aspavientos con las patas y chillaban todo lo que podían para convencerlas de fracasarían en el intento. Finalmente, una de las dos ranitas del pozo se convenció de que tenían razón y decidió rendirse; caminó unos pasos, se acurrucó en una esquina y se abandonó a su suerte.

La otra, en cambio, continuó luchando como una jabata por salir a la superficie. Estaba sudorosa y agotada pero ni de broma pensaba resignarse. En vez de eso, paró unos segundos para recobrar fuerzas y concentrarse en su objetivo. Cuando se sintió preparada, aspiró todo el aire que pudo, cogió carrerilla y se impulsó como si fuera una saltadora olímpica. El brinco fue tan rápido y exacto, que lo consiguió ¡Cayó sobre la hierba sana y salva!

Una vez afuera su corazón seguía latiendo a mil por hora y casi no podía respirar a causa del tremendo esfuerzo que había hecho. Sus amigas le abanicaron con unas hojas y poco a poco se fue relajando hasta que recuperó la tranquilidad y se acostumbró a la cegadora luz del sol. Cuando vieron que ya podía hablar, una de las tres ranas le dijo:

– ¡Es increíble que hayas podido salir a pesar de que os gritábamos que era una misión imposible!

Ella, muy asombrada, le contestó:

– ¿Estabais diciendo que no lo intentáramos?

– ¡Sí, claro! Nos parecía que jamás lo conseguiríais y queríamos evitaros el mal trago de fracasar.

La rana suspiró.

– ¡Uf! ¡Pues menos mal que como estoy un poco sorda no entendía nada! Todo lo contrario ¡Os veía agitar las manos y pensaba que nos estabais animando a seguir!

Gracias a su sordera la rana no escuchó las palabras de desaliento y luchó sin descanso por salvar su vida hasta que lo logró.

La otra ranita, que sí se había rendido, vio el triunfo de su amiga y volvió a recuperar la confianza en sí misma. Se puso en pie, se armó de coraje y también aspiró una gran bocanada de aire; después, con una potencia más propia de un puma, se propulsó dando un salto espectacular que remató con una doble voltereta.

Sus cuatro amigas la vieron salir del pozo como un cohete y se quedaron pasmadas cuando cayó a sus pies. La reanimaron igual que a su compañera y cuando se encontró bien, se marcharon a sus casas croando y dando brincos como siempre.

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Caperucita roja

Enviado por dach2901  

Érase una vez una preciosa niña que siempre llevaba una capa roja con capucha para protegerse del frío. Por eso, todo el mundo la llamaba Caperucita Roja.

Caperucita vivía en una casita cerca del bosque. Un día, la mamá de Caperucita le dijo:

– Hija mía, tu abuelita está enferma. He preparado una cestita con tortas y un tarrito de miel para que se la lleves ¡Ya verás qué contenta se pone!

– ¡Estupendo, mamá! Yo también tengo muchas ganas de ir a visitarla – dijo Caperucita saltando de alegría.
Cuando Caperucita se disponía a salir de casa, su mamá, con gesto un poco serio, le hizo una advertencia:

– Ten mucho cuidado, cariño. No te entretengas con nada y no hables con extraños. Sabes que en el bosque vive el lobo y es muy peligroso. Si ves que aparece, sigue tu camino sin detenerte.

– No te preocupes, mamita – dijo la niña- Tendré en cuenta todo lo que me dices.

– Está bien – contestó la mamá, confiada – Dame un besito y no tardes en regresar.

– Así lo haré, mamá – afirmó de nuevo Caperucita diciendo adiós con su manita mientras se alejaba.

Cuando llegó al bosque, la pequeña comenzó a distraerse contemplando los pajaritos y recogiendo flores. No se dio cuenta de que alguien la observaba detrás de un viejo y frondoso árbol. De repente, oyó una voz dulce y zalamera.

– ¿A dónde vas, Caperucita?

La niña, dando un respingo, se giró y vio que quien le hablaba era un enorme lobo.

– Voy a casa de mi abuelita, al otro lado del bosque. Está enferma y le llevo una deliciosa merienda y unas flores para alegrarle el día.

– ¡Oh, eso es estupendo! – dijo el astuto lobo – Yo también vivo por allí. Te echo una carrera a ver quién llega antes. Cada uno iremos por un camino diferente ¿te parece bien?

La inocente niña pensó que era una idea divertida y asintió con la cabeza. No sabía que el lobo había elegido el camino más corto para llegar primero a su destino. Cuando el animal llegó a casa de la abuela, llamó a la puerta.

– ¿Quién es? – gritó la mujer.

– Soy yo, abuelita, tu querida nieta Caperucita. Ábreme la puerta – dijo el lobo imitando la voz de la niña.

– Pasa, querida mía. La puerta está abierta – contestó la abuela.

El malvado lobo entró en la casa y sin pensárselo dos veces, saltó sobre la cama y se comió a la anciana. Después, se puso su camisón y su gorrito de dormir y se metió entre las sábanas esperando a que llegara la niña. Al rato, se oyeron unos golpes.

– ¿Quién llama? – dijo el lobo forzando la voz como si fuera la abuelita.

– Soy yo, Caperucita. Vengo a hacerte una visita y a traerte unos ricos dulces para merendar.

– Pasa, querida, estoy deseando abrazarte – dijo el lobo malvado relamiéndose.

La habitación estaba en penumbra. Cuando se acercó a la cama, a Caperucita le pareció que su abuela estaba muy cambiada. Extrañada, le dijo:

– Abuelita, abuelita ¡qué ojos tan grandes tienes!

– Son para verte mejor, preciosa mía – contestó el lobo, suavizando la voz.

– Abuelita, abuelita ¡qué orejas tan grandes tienes!

– Son para oírte mejor, querida.

– Pero… abuelita, abuelita ¡qué boca tan grande tienes!

– ¡Es para comerte mejor! – gritó el lobo dando un enorme salto y comiéndose a la niña de un bocado.

Con la barriga llena después de tanta comida, al lobo le entró sueño. Salió de la casa, se tumbó en el jardín y cayó profundamente dormido. El fuerte sonido de sus ronquidos llamó la atención de un cazador que pasaba por allí. El hombre se acercó y vio que el animal tenía la panza muy hinchada, demasiado para ser un lobo. Sospechando que pasaba algo extraño, cogió un cuchillo y le rajó la tripa ¡Se llevó una gran sorpresa cuando vio que de ella salieron sanas y salvas la abuela y la niña!

Después de liberarlas, el cazador cosió la barriga del lobo y esperaron un rato a que el animal se despertara. Cuando por fin abrió los ojos, vio como los tres le rodeaban y escuchó la profunda y amenazante voz del cazador que le gritaba enfurecido:

– ¡Lárgate, lobo malvado! ¡No te queremos en este bosque! ¡Como vuelva a verte por aquí, no volverás a contarlo!

El lobo, aterrado, puso pies en polvorosa y salió despavorido.

Caperucita y su abuelita, con lágrimas cayendo sobre sus mejillas, se abrazaron. El susto había pasado y la niña había aprendido una importante lección: nunca más desobedecería a su mamá ni se fiaría de extraños.



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El niño y los dulces

Enviado por dach2901  

Había un niño muy goloso que siempre estaba deseando comer dulces. Su madre guardaba un recipiente repleto de caramelos en lo alto de una estantería de la cocina y de vez en cuando le daba uno, pero los dosificaba porque sabía que no eran muy saludables para sus dientes.

El muchacho se moría de ganas de hacerse con el recipiente, así que un día que su mamá no estaba en casa, arrimó una silla a la pared y se subió a ella para intentar alcanzarlo. Se puso de puntillas y manteniendo el equilibrio sobre los dedos de los pies, cogió el tarro de cristal que tanto ansiaba.


¡Objetivo conseguido! Bajó con mucho cuidado y se relamió pensando en lo ricos que estarían deshaciéndose en su boca. Colocó el tarro sobre la mesa y metió con facilidad la mano en el agujero ¡Quería coger los máximos caramelos posibles y darse un buen atracón! Agarró un gran puñado, pero cuando intentó sacar la mano, se le quedó atascada en el cuello del recipiente.

– ¡Oh, no puede ser! ¡Mi mano se ha quedado atrapada dentro del tarro de los dulces!

Hizo tanta fuerza hacia afuera que la mano se le puso roja como un tomate. Nada, era imposible. Probó a girarla hacia la derecha y hacia la izquierda, pero tampoco resultó. Sacudió el tarro con cuidado para no romperlo, pero la manita seguía sin querer salir de allí. Por último, intentó sujetarlo entre las piernas para inmovilizarlo y tirar del brazo, pero ni con esas.

Desesperado, se tiró al suelo y empezó a llorar amargamente. La mano seguía dentro del tarro y por si fuera poco, su madre estaba a punto de regresar y se temía que le iba a echar una bronca de campeonato ¡Menudo genio tenía su mamá cuando se enfadaba!

Un amigo que paseaba cerca de la casa, escuchó los llantos del chiquillo a través de la ventana. Como la puerta estaba abierta, entró sin ser invitado. Le encontró pataleando de rabia y fuera de control.

– ¡Hola! ¿Qué te pasa? Te he oído desde la calle.

– ¡Mira qué desgracia! ¡No puedo sacar la mano del tarro de los caramelos y yo me los quiero comer todos!

El amigo sonrió y tuvo muy claro qué decirle en ese momento de frustración.

– La solución es más fácil de lo que tú te piensas. Suelta algunos caramelos del puño y confórmate sólo con la mitad. Tendrás caramelos de sobra y podrás sacar la mano del cuello del recipiente.

El niño así lo hizo. Se desprendió de la mitad de ellos y su manita salió con facilidad. Se secó las lágrimas y cuando se le pasó el disgusto, compartió los dulces con su amigo.

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La caña de bambú

Enviado por dach2901  

Hace muchos años, en la India, vivía un rey ya mayor que veía que su vida se acercaba a su fin. Un día, mandó llamar a su consejero espiritual, pues era un hombre sabio y noble en quien confiaba.

– Siéntate, querido amigo. He pedido que vengas porque quiero pedirte un último deseo. Las canas cubren mi cabeza y apenas me quedan fuerzas para dirigir este reino.

– Hable, señor, sabe que puede contar conmigo para lo que sea.


El rey se agachó y cogió una caña de bambú que tenía a su lado.

– ¿Ves lo que sostengo en las manos? Quiero que viajes a lo largo y ancho de mi reino y cuando encuentres a la persona más tonta, le entregues esta caña.

– Majestad, la misión que me pide es complicada…

– Lo sé, pero dispones de todo el tiempo que quieras. Confío en tu criterio y sé que sabrás distinguir a esa persona entre los miles de habitantes que pueblan mis territorios.

– Muy bien, señor, haré lo que pueda. Mañana mismo partiré.

El fiel consejero del rey se levantó con las luces del alba y, con la caña de bambú a cuestas, inició un viaje que le llevó a recorrer el reino palmo a palmo. Visitó pequeñas aldeas para charlar con cada uno de los campesinos que trabajaban en el campo, saludó a las buenas gentes del mar en cada pueblo de pescadores al que llegó, y en las grandes ciudades, habló con comerciantes y personas de toda condición, desde el hombre más humilde a los más altos gobernantes de la región. Por mucho que buscó, no encontró a nadie al que pudiera nombrar el más tonto de todos.

Tras varias semanas viajando sin éxito, el consejero decidió que era hora de volver a casa y contarle al rey que no había logrado llevar a cabo el encargo que le había encomendado.

Con cierto temor, se presentó en palacio con la caña de bambú. Le informaron que el monarca se encontraba recluido en su habitación debido a que su salud había empeorado mucho durante los últimos días. El consejero fue a visitarle y, entre la penumbra, distinguió a un rey marchito, muy delgado y que ya casi no podía moverse. El anciano agotaba sus últimas horas de vida. Se sentó en el borde de la cama para estar cerca de él y apretó su pálida y huesuda mano con fuerza. El monarca, con voz quebrada, le habló.

– Amigo mío… Mis días se terminan y me siento muy mal.

– ¿Por qué se siente así, señor?

– ¿Sabes?… Durante toda mi vida he acumulado muchísima riqueza y no quiero irme dejando los tesoros que tengo en este mundo ¡Quiero llevármelo todo conmigo!

El consejero no dijo nada. Sólo le miró y le entregó la caña de bambú.

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El zapatero y los duendes

Enviado por dach2901  

Érase una vez un zapatero al que no le iban muy bien las cosas y ya no sabía qué hacer para salir de la pobreza.

Una noche la situación se volvió desesperada y le dijo a su mujer:

– Querida, ya no me queda más que un poco de cuero para fabricar un par de zapatos. Mañana me pondré a trabajar e intentaré venderlo a ver si con lo que nos den podemos comprar algo de comida.


– Está bien, cariño, tranquilo… ¡Ya sabes que yo confío en ti!

Colocó el trocito de cuero sobre la mesa de trabajo y fue a acostarse.

Se levantó muy pronto, antes del amanecer, para ponerse manos a la obra, pero cuando entró en el taller se llevó una sorpresa increíble. Alguien, durante la noche, había fabricado el par de zapatos.

Asombrado, los cogió y los observó detenidamente. Estaban muy bien rematados, la suela era increíblemente flexible y el cuero tenía un lustre que daba gusto verlo ¡Sin duda eran unos zapatos perfectos, dignos de un ministro o algún otro caballero importante!

– ¿Quién habrá hecho esta maravilla?… ¡Son los mejores zapatos que he visto en mi vida! Voy a ponerlos en el escaparate del taller a ver si alguien los compra.

Afortunadamente, en cuanto los puso a la vista de todos, un señor muy distinguido pasó por delante del cristal y se encaprichó de ellos inmediatamente. Tanto le gustaron que no sólo pagó al zapatero el precio que pedía, sino que le dio unas cuantas monedas más como propina.

¡El zapatero no cabía en sí de gozo! Con ese dinero pudo comprar alimentos y cuero para fabricar no uno, sino dos pares de zapatos.

Esa noche, hizo exactamente lo mismo que la noche anterior. Entró al taller y dejó el cuero preparado junto a las tijeras, las agujas y los hilos, para nada más levantarse, ponerse a trabajar.

Se despertó por la mañana con ganas de coser, pero su sorpresa fue mayúscula cuando de nuevo, sobre la mesa, encontró dos pares de zapatos que alguien había fabricado mientras él dormía. No sabía si era cuestión de magia o qué, pero el caso es que se sintió tremendamente afortunado.

Sin perder ni un minuto, los puso a la venta. Estaban tan bien rematados y lucían tan bonitos en el escaparate, que se los quitaron de las manos en menos de diez minutos.

Con lo que ganó compró piel para fabricar cuatro pares y como cada noche, la dejó sobre la mesa del taller. Una vez más, por la mañana, los cuatro pares aparecieron bien colocaditos y perfectamente hechos.

Y así día tras día, noche tras noche, hasta el punto que el zapatero comenzó a salir de la miseria y a ganar mucho dinero. En su casa ya no se pasaban necesidades y tanto él como su esposa comenzaron sentir que la suerte estaba de su parte ¡Por fin la vida les había dado una oportunidad!

Pasaron las semanas y llegó la Navidad. El matrimonio disfrutaba de la deliciosa y abundante cena de Nochebuena cuando la mujer le dijo al zapatero:

– Querido ¡mira todo lo que tenemos ahora! Hemos pasado de ser muy pobres a vivir cómodamente sin que nos falte de nada, pero todavía no sabemos quién nos ayuda cada noche ¿Qué te parece si hoy nos quedamos espiando para descubrirlo?

– ¡Tienes razón! Yo también estoy muy intrigado y sobre todo, agradecido. Esta noche nos esconderemos dentro del armario que tengo en el taller a ver qué sucede.

Así lo hicieron. Esperaron durante un largo rato, agazapados en la oscuridad del ropero, dejando la puerta un poco entreabierta. Cuando dieron las doce en el reloj, vieron llegar a dos pequeños duendes completamente desnudos que, dando ágiles saltitos, se subieron a la mesa donde estaba todo el material.

En un periquete se repartieron la tarea y comenzaron a coser sin parar. Cuando terminaron los zapatos, untaron un trapo con grasa y los frotaron con brío hasta que quedaron bien relucientes.

A través de la rendija el matrimonio observaba la escena con la boca abierta ¡Cómo iban a imaginarse que sus benefactores eran dos simpáticos duendecillos!

Esperaron a que se fueran y la mujer del zapatero exclamó:

– ¡Qué seres tan bondadosos! Gracias a su esfuerzo y dedicación hemos levantado el negocio y vivimos dignamente. Creo que tenemos que recompensarles de alguna manera y más siendo Navidad.

– Estoy de acuerdo, pero… ¿cómo podemos hacerlo?

– Está nevando y van desnudos ¡Seguro que los pobrecillos pasan mucho frío! Yo podría hacerles algo de ropa para que se abriguen bien ¡Recuerda que soy una magnífica costurera!

– ¡Qué buena idea! Seguro que les encantará.

La buena señora se pasó la mañana siguiente cortando pequeños pedazos de tela de colores, hilvanando y cosiendo, hasta que terminó la última prenda. El resultado fue fantástico: dos pantalones, dos camisas y dos chalequitos monísimos para que los duendes mágicos pasaran el invierno calentitos.

Al llegar la noche dejó sobre la mesa del taller, bien planchadita, toda la ropa nueva, y después corrió a esconderse en el ropero junto a su marido ¡Esta vez querían ver sus caritas al descubrir el regalo!

Los duendes llegaron puntuales, como siempre a las doce de la noche. Dieron unos brincos por el taller, se subieron a la mesa del zapatero, y ¡qué felices se pusieron cuando vieron esa ropa tan bonita y colorida!

Alborozados y sin dejar de reír, se vistieron en un santiamén y se miraron en un espejo que estaba colgado en la pared ¡Se encontraron tan guapos que comenzaron a bailar y a abrazarse locos de contento!

Después, viendo que esa noche no había cuero sobre la mesa y que por tanto ya no había zapatos que fabricar, salieron por la ventana para no regresar jamás.

El zapatero y su mujer fueron muy felices el resto de su vida pero jamás olvidaron que todo se lo debían a dos duendecillos fisgones que un día decidieron colarse en su taller para fabricar un par de hermosos zapatos.

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La bobina maravillosa

Enviado por dach2901  

Hubo una vez un rey poderoso y noble que se preocupaba por la prosperidad de su reino y el bienestar de sus súbditos. Tenía un único hijo heredero que era opuesto a él, pues se pasaba el día sin hacer nada. El príncipe era un vago redomado y perezoso hasta decir basta. No le interesaba la política, odiaba estudiar y tampoco se ocupaba de las tareas que le encomendaban. Pasaba el tiempo holgazaneando y paseando por el jardín, y nunca encontraba nada interesante que hacer.


A menudo se aburría como una ostra y se quejaba de su situación.

– ¡Qué pesadez esto de ser príncipe! Me encantaría ser mayor para convertirme en rey y poder hacer lo que me diera la gana.

Así era su vida hasta que un buen día, encontró una bobina de hilo de oro encima de su cama. La tomó entre sus manos y, para su sorpresa, la bobina le habló.

– Soy una bobina de hilo de oro y has de tratarme con mucho cuidado ¡No soy una bobina cualquiera! ¿Ves este hilo? Representa tu vida, desde ahora hasta el fin. A medida que va pasando tu vida, el hilo se va desenrollando.

El principito no salía de su asombro y aunque algo asustado, siguió escuchando con atención.

– A partir de ahora, podrás desenrollar el hilo a tu antojo. A medida que lo hagas, tu vida irá pasando más rápido, pero ten en cuenta que no podrás volver a enrollarlo. Con esto quiero decir que los días que hayas vivido no volverán, jamás podrás regresar atrás en el tiempo.

El joven estaba confuso e intrigado ¿Sería verdad lo que la bobina le estaba contando?… Decidió que tenía que comprobarlo y tiró un poco del hilo. En la habitación había un gran espejo en el que solía mirarse cada día. Se giró hacia él y vio que ya no era un adolescente, sino que tenía unos cuantos años más.

Emocionado, volvió a tirar del hilo y mirándose de nuevo en el espejo, se vio con treinta y cinco años. Había ganado unos kilos, una espesa barba le cubría la cara y lucía una corona de oro sobre la cabeza.

– ¡Es la corona de mi padre! ¡Han pasado los años y ahora soy yo el rey! – gritó con entusiasmo, abriendo los ojos como platos.

Su nerviosismo fue en aumento. Podía avanzar en el tiempo cada vez que tiraba del hilo y hacer que la vida pasara mucho más deprisa. Se acercó de nuevo a la bobina y reflexionó unos instantes.

– Ahora soy un hombre adulto… ¡Y soy el nuevo rey! Me pregunto si dentro de unos años tendré esposa e hijos, y si es así ¿cómo serán? ¿cuántos hijos tendré? ¡No puedo aguantar la curiosidad!

Sin pensar las consecuencias, tomó el extremo del hilo de oro y desenrolló un poco más el ovillo. De repente aparecieron junto a él una preciosa joven con aires de reina y cuatro chiquillos que comenzaron a corretear por la habitación.

– ¡Increíble! Mi mujer es bellísima y los niños son igualitos a mí. Me preocupa que crezcan sanos y fuertes… Necesito saber qué será de ellos cuando sean mayores.

Ansioso, sus dedos tiraron del hilo y los años pasaron de golpe. Su mujer tenía el pelo completamente blanco y sus hijos ya eran unos hombres hechos y derechos.

Fue entonces cuando cayó en la cuenta de su error y se puso a temblar cuando el espejo le devolvió su reflejo. Ya no era un joven, ni siquiera un hombre de mediana edad. Era un anciano, con la cara cubierta de arrugas, las manos huesudas y la espalda encorvada. Cada vez que había tirado del hilo, su vida había dado un salto hacia adelante, tal y como le había advertido la bobina.

Le invadió una enorme angustia. Con lágrimas en los ojos vio que en ella quedaba muy poco hilo, pues su vida estaba llegando a su fin. La agarró con desesperación y quiso enrollar el hilo de nuevo, pero fue en vano. No había ninguna posibilidad de regresar a la hermosa juventud que había desperdiciado. Completamente abatido, escuchó la suave voz de la bobina.

– Tú lo has querido. Tenías una vida llena de lujos y oportunidades para aprender. No te faltaba de nada, pero tú no hacías más que quejarte. Te avisé que si tirabas del hilo para avanzar en el tiempo no podrías volver atrás, pero la impaciencia y el deseo de vivir sin hacer nada de provecho se han vuelto contra ti.

El viejo rey se derrumbó. Cabizbajo y arrastrando los pies, salió al jardín para vivir el escaso tiempo que le quedaba.

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LA SOSPECHA

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Hace muchísimos años, en China, un leñador perdió su hacha. Cuando se dio cuenta, se llevó las manos a la cabeza y se puso a gritar:

– ¡Oh, no, no puede ser! ¿Qué voy a hacer ahora? ¡Qué mala suerte!


Regresó a casa lamentándose y con lágrimas en los ojos. Justo cuando iba a atravesar la verja de su jardín, se cruzó con su vecino de toda la vida, un hombre muy simpático que vivía en la casita de al lado y que como siempre que se encontraban, le saludó cordialmente y con una sonrisa en los labios.

– ¡Buenos días! Hace tiempo que no te veo ¿Cómo te va la vida?

– Bueno, no demasiado bien. He perdido mi hacha y no tengo dinero para comprar otra ¡Imagínate qué fastidio!

– ¡Vaya, cuánto lo siento! Sé lo importante que era para ti y para tu trabajo. Espero de corazón que la encuentres pronto, amigo mío.

El vecino se despidió y se acercó a la puerta de su hogar. Su esposa, como cada tarde, salió a recibirle con un cariñoso abrazo. El leñador estaba observando esta escena tan romántica cuando de repente, una idea empezó a revolotear por su cabeza con tanta fuerza, que hasta empezó a hablar en alto consigo mismo:

– ¿Habrá sido él quien me robó el hacha?… Me pareció que hoy tenía una mirada extraña, como la de los ladrones cuando quieren ocultar algo. Pensándolo bien, también su forma de hablar era distinta y parecía más nervioso que de costumbre.

El leñador, dándole vueltas al asunto, comenzó a andar por los alrededores de su casa sin darse cuenta de que se adentraba de nuevo en el bosque. Iba tan ensimismado que no era consciente de hacia dónde le llevaban sus pies. La sombra de la sospecha era cada vez mayor porque todo parecía encajar.

– Yo diría que hasta le temblaban las manos y las escondía en los bolsillos para que yo no lo notara. Sí, algo me dice que mi vecino es culpable de algo… ¡Creo que fue él quien me robó el hacha!

Su corazón palpitaba a mil por hora, el enfado empezaba a reconcomerle por dentro y sentía que tenía que vengarse de alguna manera ¡Ese tipo era un ladrón y debía pagar por ello!

Mientras estos oscuros pensamientos invadían su cerebro, algo sucedió: tropezó con un objeto duro que se interpuso en su camino, perdió el equilibrio y se cayó de bruces.

– ¡Aaaay! ¡Aaaay! ¡Menudo tortazo! ¡Maldita piedra!

Muy dolorido y con unos cuantos moratones se incorporó a duras penas. Miró al suelo y se dio cuenta de que no era una piedra, sino un palo de madera que sobresalía entre la hierba.

– ¿Pero qué es esto?… ¡Oh, no puede ser, qué buena suerte! ¡Es mi hacha!… ¡He tropezado con mi hacha!

Todavía medio aturdido empezó a atar cabos y a sentir vergüenza de sí mismo.

– ¡Vaya, qué malpensado soy! ¡Mi vecino es inocente! Ayer pasé por aquí cargado de leña y debió caerse del carrito en un descuido.

Se levantó, cogió la herramienta y se fue de allí reflexionando. Comprendió que había sido un error desconfiar de su amable vecino y culparle, sin ningún tipo de pruebas, de ser un ladrón. Su actitud había sido muy injusta y se prometió a sí mismo que jamás volvería a juzgar a nadie con tanta ligereza.

Moraleja: Esta pequeña fábula nos enseña que a veces la desconfianza nos hace sospechar sin motivo de otras personas y ver cosas negativas donde no las hay. Antes de acusar a alguien de algo, hay que estar completamente seguro.

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Las ranitas

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Una mañana húmeda y soleada, un grupo de verdes y dicharacheras ranitas salió al bosque a dar un paseo. Eran cinco ranas muy amigas que, como siempre que se juntaban, iban croando y dando brincos para divertirse.


Desafortunadamente, lo que prometía ser una alegre jornada se truncó cuando dos de ellas calcularon mal el salto y cayeron a un tenebroso pozo.

Las otras tres corrieron a asomarse al borde del agujero y se miraron compungidas. La más grande exclamó horrorizada:

– ¡Oh, no! ¡Nuestras amigas están perdidas, no tienen salvación!

Negando con la cabeza empezó a gritarles:

– ¡Os habéis caído en un pozo muy hondo! ¡No podemos ayudaros y no intentéis salir porque es imposible!

Las dos ranitas miraron hacia arriba desesperadas ¡Querían salir de ese oscuro túnel vertical a toda costa! Empezaron a saltar sin descanso probando de todas las maneras posibles, pero la distancia hacia la luz era demasiado grande y ellas demasiado pequeñitas.

Otra de las ranas que las observaba desde la boca del pozo, en vez de animarlas, se unió a su compañera.

– ¡Es inútil que malgastéis vuestras fuerzas! ¡Este pozo es tremendamente profundo!

Las pobres ranitas continuaron intentándolo pero o no llegaban o se daban de bruces contra las resbaladizas paredes cubiertas de musgo.

La tercera rana también insistió:

– ¡Dejadlo ya! ¡Dejad de saltar! ¿No veis que vais a haceros daño?

Las tres hacían aspavientos con las patas y chillaban todo lo que podían para convencerlas de fracasarían en el intento. Finalmente, una de las dos ranitas del pozo se convenció de que tenían razón y decidió rendirse; caminó unos pasos, se acurrucó en una esquina y se abandonó a su suerte.

La otra, en cambio, continuó luchando como una jabata por salir a la superficie. Estaba sudorosa y agotada pero ni de broma pensaba resignarse. En vez de eso, paró unos segundos para recobrar fuerzas y concentrarse en su objetivo. Cuando se sintió preparada, aspiró todo el aire que pudo, cogió carrerilla y se impulsó como si fuera una saltadora olímpica. El brinco fue tan rápido y exacto, que lo consiguió ¡Cayó sobre la hierba sana y salva!

Una vez afuera su corazón seguía latiendo a mil por hora y casi no podía respirar a causa del tremendo esfuerzo que había hecho. Sus amigas le abanicaron con unas hojas y poco a poco se fue relajando hasta que recuperó la tranquilidad y se acostumbró a la cegadora luz del sol. Cuando vieron que ya podía hablar, una de las tres ranas le dijo:

– ¡Es increíble que hayas podido salir a pesar de que os gritábamos que era una misión imposible!

Ella, muy asombrada, le contestó:

– ¿Estabais diciendo que no lo intentáramos?

– ¡Sí, claro! Nos parecía que jamás lo conseguiríais y queríamos evitaros el mal trago de fracasar.

La rana suspiró.

– ¡Uf! ¡Pues menos mal que como estoy un poco sorda no entendía nada! Todo lo contrario ¡Os veía agitar las manos y pensaba que nos estabais animando a seguir!

Gracias a su sordera la rana no escuchó las palabras de desaliento y luchó sin descanso por salvar su vida hasta que lo logró.

La otra ranita, que sí se había rendido, vio el triunfo de su amiga y volvió a recuperar la confianza en sí misma. Se puso en pie, se armó de coraje y también aspiró una gran bocanada de aire; después, con una potencia más propia de un puma, se propulsó dando un salto espectacular que remató con una doble voltereta.

Sus cuatro amigas la vieron salir del pozo como un cohete y se quedaron pasmadas cuando cayó a sus pies. La reanimaron igual que a su compañera y cuando se encontró bien, se marcharon a sus casas croando y dando brincos como siempre.

Moraleja: Muchas veces dejamos de creer en nosotros mismos, dejamos de creer que somos capaces de hacer cosas, porque los demás nos desaniman. Confía siempre en tus capacidades y lucha por tus sueños. Casi nada es imposible si pones en ello todo tu corazón.

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Los dos halcones del rey

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Había una vez un rey que vivía en un lejano país. Era bien conocido en todo el reino que era un gran amante de los animales, así que en cierta ocasión, recibió por su cumpleaños un regalo que le hizo muy feliz. Se trataba de dos simpáticas crías de halcón.

El rey se entusiasmó. Eran preciosas y parecían dos bolitas de algodón.


– ¡Qué suaves son! – dijo a su familia mientras las acariciaba – ¡Voy a hacer de ellas unas expertas cazadoras! ¡Que venga ahora mismo el maestro de cetrería!

En cuestión de minutos, un hombre bajito pero fuerte como un toro apareció en la sala. Era el maestro de cetrería más experimentado del reino. Su trabajo consistía en cuidar y amaestrar a los halcones del rey desde que nacían. El monarca confiaba plenamente en su trabajo, pues no había nadie que supiera más de aves que él en muchos kilómetros a la redonda.

– Acaban de regalarme estos dos halcones. Sé que los cuidarás y entrenarás con mimo – dijo el rey esbozando una sonrisa – Llévatelos y mantenme informado de su evolución.

– Así lo haré, majestad – respondió el experto haciendo una reverencia de despedida.

Pasado un tiempo, el maestro cetrero pidió audiencia con el rey y éste le recibió sentado en su trono de oro y terciopelo.

– Majestad, tengo algo muy importante que deciros. Verá… Llevo semanas cuidando sus nuevos halcones y procurando que aprendan el arte de volar. Los dos han crecido y están hermosos, pero sucede algo muy extraño. Uno de ellos vuela con destreza y gran rapidez, pero el otro no se ha movido de una rama desde el primer día.

– ¿Y a qué crees que se debe ese extraño comportamiento? – le consultó el rey poniendo cara de asombro.

– No lo sé, señor… Jamás había visto a un halcón comportarse así.

– Está bien, llamaremos a los mejores curanderos del reino para que hagan un diagnóstico y nos aconsejen- sentenció el monarca.

Y así fue. Hasta nueve sanadores pasaron por palacio para hacer una exploración del animal, pero ninguno encontró un motivo razonable que explicara por qué el ave se negaba a moverse del árbol. El rey tomó entonces la decisión de ofrecer una buena recompensa a la persona que fuera capaz de hacer volar a su halcón.

Al día siguiente un rayo de sol entró por la alcoba del rey mientras dormía plácidamente en su enorme cama. La luz se reflejó en su cara y le despertó. Con los ojos todavía entrecerrados, se asomó a la ventana como cada día para ver amanecer. A lo lejos distinguió la figura de un ave que se acercaba batiendo sus alas para acabar posándose en el alféizar junto a él ¡El halcón miedoso había volado y le miraba con sus curiosos ojitos! ¡Qué alegría! Descalzo y en pijama corrió hacia la puerta de palacio. Salió afuera y encontró al maestro cetrero charlando con un joven campesino que sujetaba su sombrero junto al pecho. El rey le miró fijamente.

– ¿Has sido tú quien ha conseguido el milagro, muchacho?

El campesino se puso rojo como un tomate y contestó con timidez.

– Sí, señor – dijo bajando la cabeza.

– ¡Fantástico! ¿Cómo lo has hecho? ¿Acaso tienes poderes o algo así?

– No, majestad, nada de eso. Sólo corté la rama y el halcón no tuvo más remedio que abrir sus alas y echar a volar.

El rey comprendió que el miedo a lo desconocido a menudo nos paraliza, nos hace aferrarnos a lo que ya tenemos, a lo que consideramos seguro, y eso nos impide volar libres. Ahora veía claro que, al igual que el miedoso halcón, todos somos capaces de hacer más cosas de lo que pensamos y que es cuestión de tener confianza en nosotros mismos.

El rey respiró hondo y agradeció al campesino su importante enseñanza. Le entregó una buena recompensa y le invitó a sentarse con él en el jardín, a contemplar el magnífico vuelo de sus dos halcones.

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Nasreddín y la invitación a comer

Enviado por dach2901  

Vivía en la India hace muchísimos años, un muchacho muy inteligente y despierto llamado Nasreddín. Su sabiduría siempre dejaba pasmados a todos hasta tal punto, que era famoso en toda la ciudad. Siempre le sucedían muchas cosas curiosas de las que Nasreddín sacaba una importante enseñanza. Una de esas historias es la que os vamos a relatar.


El chico tenía un amigo que vivía rodeado de todo tipo de riquezas en un majestuoso palacio. Un día se encontraron por la calle y el rico caballero le invitó a cenar esa misma noche. Nasreddín, que nunca había tenido la oportunidad de disfrutar de una opípara cena porque era pobre, aceptó encantado.

Cuando empezó a caer la tarde, Nasreddín se subió a su famélico burrito para ir a casa de su anfitrión. Era la primera vez que le visitaba y cuando llegó, se quedó deslumbrado al ver nada más y nada menos que una enorme mansión de mármol rosa rodeada de increíbles jardines. En la entrada, dos guardias embutidos en un brillante uniforme y convenientemente armados, vigilaban a todo aquel que osaba acercarse.

Nasreddín bajó del burro y se presentó.

– Buenas noches, señores. Me llamo Nasreddín. Su señor, que es amigo mío, me espera para cenar.

Uno de los soldados le miró de arriba abajo con desprecio. Nasreddín iba vestido con una túnica descolorida llena de remiendos y unas sandalias deshilachadas que almacenaban el polvo de muchos años de uso. Sin ningún tipo de miramientos, le dijo con voz seca:

– Lo siento, pero no puedo permitirle el paso.

Nasreddín se sintió muy ofendido.

– ¡Pero si estoy invitado a cenar!…

El soldado no estaba dispuesto a dejarse engañar ¡Un hombre tan rico e importante jamás invitaría a un mendigo a su mesa! Se adelantó un paso y mirándole fijamente, volvió a negarse.

– Le repito, caballero, que no puedo permitirle el paso ¡Lárguese de aquí ahora mismo o tendré que echarle por las malas!

El muchacho se dio la vuelta, se subió al borrico y, compungido, se alejó del palacio. Se sentía fatal, muy humillado, pero no estaba dispuesto a dejarse aplastar por el hecho de ser pobre.

Como siempre, tuvo una ingeniosa idea: ir a ver al sastre del pueblo y pedirle ayuda. Era tarde cuando llamó a su puerta, pero el anciano le recibió con una sonrisa.

– Hola, Nasreddín ¿Qué te trae por aquí?

– Vengo a pedirte un favor. Necesito que me prestes algo de ropa decente para ir a cenar a casa de un amigo. Con estas pintas no me permiten entrar en su palacio.

– ¡No te preocupes! Tengo ropa de sobra que te sentará muy bien ¡Entra que te la enseño!

El sastre le sugirió que lo primero que debía hacer, era lavarse un poco. Nasreddín, encantado, se dio un buen baño de agua caliente en un barreño y, una vez limpio y perfumado, se probó varias prendas hasta que encontró una realmente elegante. Se trataba de una túnica blanca bordada con hilo de oro y cuello de seda. Para los pies, unas sandalias de cuero nuevas y relucientes ¡Estaba fantástico!

– ¡Muchas gracias, amigo mío! ¡Es justo lo que necesitaba! Mañana vendré a devolverte la ropa ¡No sé qué habría hecho sin ti!…

– No te preocupes, Nasreddín. Eres bueno y te mereces esto y mucho más ¡Pásatelo bien en la cena!

Pulcramente vestido y muy seguro de sí mismo, se presentó Nasreddín en la lujosa casa de su amigo ricachón. Los soldados reconocieron al muchacho pero esta vez se pusieron firmes. El chico pidió que le abrieran las puertas con mucha formalidad.

– Estoy invitado a cenar y el señor me espera.

El soldado que le había echado un rato antes, le sonrió y e incluso hizo una pequeña reverencia.

– Por supuesto, caballero, pase usted. Cuando llegue a la puerta le recibirán los criados que le conducirán al salón donde el señor le estará esperando.

Así fue; Nasreddín atravesó el jardín y fue recibido por una corte de sirvientes que anunciaron su llegada. El dueño de la casa le dio un abrazo de bienvenida y le sentó a la cabecera de la mesa junto a otros invitados muy distinguidos de orondas barrigas ¡Se notaba que era gente a la que no le faltaba de nada y que comían de lujo todos los días!

El primer plato era una sopa caliente de verduras. Nasreddín estaba muerto de hambre y la comida olía a gloria, pero para sorpresa de todos, en vez meter la cuchara en el caldo, metió la manga derecha de su túnica.

¡Imaginaos las caras de todos los que estaban allí! ¡No sabían a qué se debía esa actitud! ¿Acaso ese muchacho no conocía las normas básicas de educación?

Se hizo el silencio. Su amigo, un poco avergonzado por la situación, carraspeó y le preguntó qué le sucedía.

– Nasreddín, querido amigo… ¿Por qué metes la manga en la sopa?

Nasreddín levantó la mirada y como siempre, encontró las palabras adecuadas.

– Vine a cenar con ropas andrajosas y no se me permitió pasar. Poco después me presenté bien vestido y me recibieron con reverencias. Está claro que mi ropa es más importante para ustedes que mi persona, así que es justo que la túnica que llevo puesta sea la que tenga el derecho a comer.

El dueño de la casa no sabía ni qué decir. Colorado como un fresón, se levantó y pidió perdón al joven, prometiéndole que mientras él viviera, jamás se volvería a prohibir la entrada a nadie porque fuera pobre. Nasreddín aceptó sus disculpas y después dio buena cuenta de la cena más deliciosa de su vida.

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