El agujero en la manga
1 Febrero 2020, 16:02
Había una vez un muchacho cuya familia era muy humilde. En su casa no abundaba el dinero, así que no podía permitirse estrenar ropa nueva cuando se le antojaba. Solía vestir unos desgastados pantalones oscuros y unas botas tan viejas que el dedo gordo de su pie izquierdo estaba a punto de atravesar el cuero.
Pero lo que le realmente le preocupaba era que, cada día, acudía a la escuela con una camisa blanca que tenía un enorme agujero en la manga. Le daba mucha vergüenza que sus compañeros le miraran y, en vez de atender a las explicaciones del maestro, se distraía intentando ocultar el roto por el que asomaba el codo.
Durante semanas le pidió a su madre que le remendara la camisa, pero la mujer iba siempre con tanta prisa que nunca tenía tiempo para hacerlo. Desesperado, se lo pidió a sus hermanas mayores.
– ¿Podéis zurcirme la camisa alguna de vosotras?
¡Ni caso! Las chicas estaban entretenidas jugando y riendo y ni siquiera le escucharon.
Un día, dos tías suyas con las que tenía buena relación, pasaron junto a su casa y él las vio desde el portal. Corriendo, se acercó a ellas para pedirles ayuda.
– ¿Podríais entrar un momento y zurcirme el agujero que tengo en la manga?
– ¡En otro momento, querido sobrino! Vamos con prisa a ver al doctor. Hace semanas que tenemos una tos muy fuerte y nos ha citado dentro de cinco minutos en su consulta.
– Está bien… ¡Adiós!
El pobre muchacho se sentía fatal ¡Estaba decidido a no pisar la escuela con la camisa rota nunca más! Entró en su habitación, escondió los libros bajo la cama y en vez de acudir a sus clases, fue a dar un largo paseo por el bosque.
Era un bonito día de primavera y el sol se colaba entre las ramas iluminándolo todo, pero el joven se sentía muy triste. Le daba igual el hermoso canto de los pájaros y ni se fijó en el rico aroma que desprendían las flores. Deambulaba sin rumbo y sólo tenía un pensamiento en la cabeza:
– ¿Quién zurcirá mi camisa rota? ¿A quién se lo puedo pedir…?
Se paró bajo la sombra de un eucalipto y, de repente, vio cómo desde el árbol descendía una arañita. Estaba colgada de su hilo de seda y se columpiaba a la altura de sus ojos ¡El muchacho se puso loco de contento!
– ¡Hola, amiga araña! Quisiera pedirte un favor ¿Podrías zurcir mi camisa? Tengo un agujero muy grande y no quiero que nadie se burle de mi aspecto. Sé que las arañas sois expertas costureras y nadie mejor que tú solucionaría mi problema ¿Serías tan amable de ayudarme…?
La araña miró la carita del muchacho, percibió la preocupación en su mirada y le devolvió una tierna sonrisa. En silencio, comenzó a balancearse y el hilo de seda cedió hasta que sus ocho patitas se posaron sobre el agujero de la camisa. Con rápidos movimientos, comenzó a tejer una tela muy resistente para remendar el destrozo. En pocos minutos terminó su labor y el muchacho empezó a dar saltos de alegría.
– ¡Muchas gracias! ¡Eres genial! ¡La has dejado como nueva!
Estaba tan feliz que, aunque sólo tenía una pequeña canica en los bolsillos, decidió regalársela a su nueva amiga del bosque.
– Ten, ahora es tuya. Espero que te diviertas mucho con ella ¡Nunca olvidaré lo que has hecho por mí!
Se despidieron con un cálido adiós y el muchacho volvió corriendo a su casa. Sin perder tiempo, cogió sus libros y se presentó en la escuela. Contentísimo, se sentó en su silla de siempre y, como ya no tenía nada de qué avergonzarse, se dedicó a escuchar con atención la lección que impartía su querido maestro.
Curiosamente, ese día la explicación giraba en torno al mundo de los arácnidos y a su habilidad para tejer. El chico no pudo evitar mirar de nuevo la manga de su camisa. Complacido, recordó el buen trabajo que había hecho su querida arañita y ¿sabéis qué pensó? Pues en lo afortunado que era por haber podido comprobar en persona lo que el profesor repetía una y otra vez: ¡La naturaleza es sabia y maravillosa!