Vuestros cuentos
EL ANILLO DEL ELFO
Enviado por dach2901
Un día, una preciosa niña llamada Marlechen paseaba por un camino de tierra y polvo, muy cerca de la arboleda que conducía al bosque de castaños que había cerca de su casa. Por ese lugar solían pasar carruajes que llevaban viajeros de un pueblo a otro. Iba distraída pensando en sus cosas, pero algo llamó su atención. En la cuneta vio un ramo de flores que alguien había tirado sin contemplaciones. Los pétalos de colores se abrían al sol y desprendían un aroma delicioso que a Marlechen le recordaba a la vainilla.
La niña sintió mucha pena al ver tanta belleza abandonada. Cogió el ramito y, con mucha delicadeza, lo clavó en la orilla de un riachuelo para que se mantuviera fresco y recobrara todo su esplendor. Estaba tan ensimismada contemplando las flores que dio un respingo cuando de ellas salió un pequeño elfo, no más grande que un dedo pulgar. La criatura sonrió, le dedicó un simpático guiño y susurró con una voz suave y cálida:
– ¡Gracias, Marlechen!
La niña estaba asombrada ¡nunca había conocido a ningún elfo del bosque! Con los ojos como platos y la boca abierta de par en par, vio como el extraño ser se quitaba la corona de luz que llevaba sobre su cabeza y lo convertía en un anillo dorado tan fino, que era prácticamente invisible.
– ¡Toma, este anillo es para ti! Llévalo siempre en tu dedo. Cada vez que lo mires tus ojos relucirán y todo aquel que esté a tu lado se sentirá alegre y feliz.
Y sin decir más, el elfo desapareció como por arte de magia. Marlechen regresó a su casa fascinada por el curioso regalo que había recibido del hombrecillo de orejas puntiagudas que había salido de entre las flores.
Nada más llegar, oyó unos gritos que retumbaban en el comedor. Su familia se había enzarzado en una discusión y parecía que todos estaban de muy mal humor. Marlechen entró, miró el anillo y sus ojos se llenaron de luz. En ese mismo momento, su madre y sus hermanos se tranquilizaron y comenzaron a sonreír. Parecía que la dicha había vuelto al hogar.
Al cabo de un rato, llegó su padre cansado y con muy malas pulgas. El día en el trabajo había sido muy duro y no tenía ganas de nada. En cuanto cruzó el umbral de la puerta, se encontró con su hija. La niña percibió en él la tristeza, observó el anillo y cuando volvió a levantar la mirada, la luz que salió de sus ojos hizo que todo cambiara de nuevo. El rostro de su papá se transformó y una sonrisa de felicidad asomó en sus labios. El hombre se sintió, de repente, más contento que nunca.
Marlechen se dio cuenta de que el elfo no la había engañado. Ese anillo tan especial era capaz de llevar felicidad a los demás y decidió que jamás se separaría de él. A donde quiera que fuera, el anillo iría en su dedito. Todo aquel que se cruzaba con ella sentía alegría repentina, pero nadie supo nunca el porqué. Para todos, era una niña mágica, una niña especial. Para todos, fue para siempre “la niña sol”.
el cerdito verde
Enviado por dach2901
En un lugar de Colombia que nadie recuerda, hubo una vez una familia de cerdos que vivía plácidamente en una granja. Allí tenían todo lo que se podía desear. Durante el día, retozaban en el barro y después se bañaban en cualquier charca de las muchas que había en la finca para refrescarse un poco. Si tenían hambre, su dueño les ofrecía un gran cubo lleno de ricas bellotas o mordisqueaban apetitosos frutos rojos que la naturaleza ponía a su disposición.
Un día, la mamá cerda tuvo una nueva camada de gorrinos. Todos eran gorditos y sonrosados menos uno, que nació de color verde esmeralda. Los cerditos le miraron horrorizados y no entendían cómo un animal tan extraño podía ser su hermano.
Además de verde, su comportamiento era muy diferente al de los demás. En vez de alimentarse de la leche de la madre prefería comer trozos de bizcocho. Tampoco le gustaba retozar en el barro como sus hermanos ¡A él le gustaba mucho más intentar subirse a los árboles!
Con el paso del tiempo se ganó la fama de que era un cerdito raro y él lo sabía. En realidad, no le importaba lo más mínimo ser diferente. Lo que no se imaginó es que su familia y el resto de animales de la granja, odiaban sus extravagancias y no le aceptaban tal como era. Poco a poco fueron apartándole y el cerdito se sentía cada día más solo. Nadie le hacía caso ni quería jugar con él.
Harto y disgustado, una mañana decidió marcharse lejos. Ni siquiera miró hacia atrás. Con los ojillos llenos de lágrimas y lo poco que tenía, se adentró en el bosque buscando un lugar mejor donde vivir.
Al finalizar el día se encontró con una pareja de ciervos entrados en años que no tenían hijos. Allí estaban ellos, masticando un poco de hierba, cuando vieron aparecer un cerdito verde ante sus ojos ¿Un cerdo verde? ¡Qué cosa más curiosa! Sin temor se acercaron a él y notaron que estaba muy triste y abatido. Con mucha dulzura, la cierva le preguntó qué hacía por allí, y el pequeño le contó que era muy infeliz porque nadie comprendía que no pasaba nada por ser distinto a los demás. Los ciervos se conmovieron y decidieron que ese cerdito sería el hijo que nunca tuvieron. Le lavaron bien, le dieron agua y comida y dejaron que por la noche se acurrucara junto a ellos para dormir calentito.
Los tres formaron una familia pintoresca pero muy feliz y cuentan que por aquella época, algún humano que atravesó el bosque, pudo ver la hermosa estampa de una pareja de ciervos junto a un cerdito verde esmeralda correteando entre los árboles.
La sabia decisión del rey
Enviado por dach2901
Hace muchos años, en un reino muy lejano, vivía un rey viudo con sus queridos hijos los príncipes Luis, Jaime y Alberto. Los muchachos eran trillizos y se parecían muchísimo físicamente: los tres tenían los ojos de un azul casi violeta, la piel blanquísima, el cabello ondulado hasta los hombros, y una exquisita elegancia natural heredada de su madre. Desde su nacimiento habían recibido la misma educación e iguales privilegios, pero lo cierto es que aunque a simple vista solían confundirlos, en cuanto a forma de ser eran completamente distintos.
Luis era un joven un poco estirado, superficial y de gustos refinados que se preocupaba mucho por su aspecto. ¡Nada le gustaba más que vivir rodeado de lujos y adornarse con joyas, cuanto más grandes mejor! Jaime, en cambio, no concedía demasiada importancia a las cosas materiales; él era el típico bromista nato que irradiaba alegría a todas horas y que tenía como objetivo en la vida trabajar poco y divertirse mucho. Alberto, el tercer hermano, era el más tímido y tranquilo; apasionado del arte y la cultura, solía pasar las tardes escribiendo poemas, tocando el arpa o leyendo libros antiguos en la fastuosa biblioteca del palacio.
El día que cumplieron dieciocho años el monarca quiso hacerles un regalo muy especial, y por eso, después de un suculento desayuno en familia, los reunió en el salón donde se celebraban las audiencias y los actos más solemnes. Desde su trono de oro y terciopelo rojo miró feliz a los chicos que, situados de pie frente a él, se preguntaban por qué su padre les había convocado a esa hora tan temprana.
– Hijos míos, hoy es un día clave en vuestra vida. Parece que fue ayer cuando vinisteis al mundo y miraos ahora… ¡ya sois unos hombres hechos y derechos! El tiempo pasa volando ¿no es cierto?…
La emoción quebró su voz y tuvo que hacer una pequeña pausa antes de poder continuar su discurso.
– He de confesar que llevo meses pensando qué regalaros en esta importante ocasión y espero de corazón que os guste lo que he dispuesto para vosotros.
Cogió una pequeña caja de nácar que reposaba sobre la mesa que tenía a su lado y del interior sacó tres bolsitas de cuero atadas con un hilo dorado.
– ¡Acercaos y tomad una cada uno!
El viejo rey hizo el reparto y siguió hablando.
– Cada bolsa contiene cien monedas de oro. ¡Creo que es una cantidad suficiente para que os vayáis de viaje durante un mes! Ya sois adultos, así que tenéis libertad para hacer lo que os apetezca y gastaros el dinero como os venga en gana.
Los chicos se miraron estupefactos. Un mes para hacer lo que quisieran, como quisieran y donde quisieran… ¡y encima con todos los gastos pagados! Al escuchar la palabra ‘regalo’ habían imaginado una capa de gala o unos calzones de seda, pero para nada esta magnífica sorpresa.
– Mi única condición es que partáis este mediodía, así que id a preparar el equipaje mientras los criados ensillan los caballos. Dentro de treinta días, ni uno más ni uno menos, y exactamente a esta hora, nos reuniremos aquí y me contaréis vuestra experiencia ¿De acuerdo?
Los tres jóvenes, todavía desconcertados, dieron las gracias y un fuerte abrazo a su padre. Después, como flotando en una nube de felicidad, se fueron a sus aposentos con los bolsillos llenos y la cabeza rebosante de proyectos para las siguientes cuatro semanas.
Cuando el reloj marcó las doce en punto los príncipes abandonaron el palacio, decididos a disfrutar de un mes único e inolvidable. Como es obvio, cada uno tomó la dirección que se le antojó conforme a sus planes.
Luis decidió cabalgar hacia el Este porque allí se concentraban las familias nobles más ricas e influyentes y creyó que había llegado el momento de conocerlas. Jaime, como buen vividor que era, se fue directo al Sur en busca de sol y alegría. ¡Necesitaba juerga y sabía de sobra dónde encontrarla! A diferencia de sus hermanos, Alberto concluyó que lo mejor era no hacer planes y recorrer el reino sin un rumbo fijo, sin un destino en concreto al que dirigirse.
Un día tras otro las semanas fueron pasando hasta que por fin llegó el momento de regresar y presentarse en el salón del trono para dar cuentas al rey. Con diferencia de unos minutos los príncipes saludaron a su padre, quien les recibió con cariñoso achuchón.
– Sed bienvenidos, hijos míos. ¡No os imagináis lo mucho que os he echado de menos! Este castillo estaba tan vacío sin vosotros… ¿A qué esperáis para contarme vuestras aventuras? ¡Me tenéis en ascuas!
Luis estaba entusiasmado y deseando ser el primero en relatar su historia. Mirando a su padre y sus hermanos, se explayó:
– ¡La verdad es que yo he tenido un viaje magnífico! No tardé más de un par de jornadas en llegar a la ciudad más próspera del reino.
– ¡Caramba, eso es estupendo! ¿Y qué tal te recibieron?
– ¡Uy, maravillosamente! En cuanto se enteraron de mi presencia los aristócratas me agasajaron con desfiles, fuegos artificiales y todo tipo de festejos. Además, como es natural, el tiempo que permanecí allí me alojé en elegantes palacetes, degusté exquisitos manjares, y me presentaron a una hermosa y sofisticada duquesa que me robó el corazón…
Luis se quedó mirando al infinito, rememorando con nostalgia aquellos momentos tan especiales para él. Cuando volvió en sí, mostró a todos su saquito de monedas.
– Y mirad mi bolsa… ¡sigue llena! Me han invitado a todo, así que de las cien monedas solo he gastado tres. ¡Un mes de lujo por la cara!… ¿A que es genial?
El desparpajo de Luis hizo reír a su padre.
– ¡Ja, ja, ja! Está claro que has disfrutado y me alegro mucho por ti.
Seguidamente, el rey miró a otro de sus hijos.
– Y tú, Jaime, ¿te lo has pasado igual de bien que tu hermano?
El simpático muchacho también estaba loco de contento.
– ¡Oh, sí, sí, mejor que bien!… ¡Puedo decir sin mentir que ha sido el mejor mes de mi vida!
– ¡No me digas!… Estamos deseosos de conocer tus andanzas.
– ¡Es difícil resumir todo lo que he vivido en pocas palabras!… Solo os diré que al poco de partir me crucé con unos carromatos en los que viajaba una compañía de más de cuarenta artistas. Como no me reconocieron les dije que era un comerciante de telas que iba al sur y me dejaron unirme al grupo. ¡Fue estupendo! En cada pueblo al que iban ofrecían un espectáculo que dejaba a todo el mundo boquiabierto. Había equilibristas, cómicos… ¡e incluso faquires!
– ¡Caramba, qué bien suena todo eso!… ¡Debió ser muy divertido!
Jaime se exaltaba recordando sus vivencias.
– ¡Sí! Yo me sentaba entre el público a verlo, pero lo mejor venía después, porque una vez que recogían los bártulos nos íbamos a cenar y bailar bajo la luz de la luna. ¡Ay, qué vida tan despreocupada la de esa gente! Si no fuera porque soy el hijo del rey os aseguro que sería malabarista…
Jaime también dejó la mirada perdida durante, regodeándose en sus recuerdos. Momentos más tarde, añadió:
– Por cierto, me daban cama y comida a cambio de fregar los platos. ¡Tuve tan pocos gastos que traigo de vuelta casi todas las monedas que me llevé!
El padre suspiró pensando que su hijo no tenía remedio.
– Ay, mi querido Jaime ¿cuándo sentarás la cabeza? ¡Mira que te gusta hacer extravagancias!… En todo caso, me alegro mucho de que este viaje haya sido tan placentero para ti.
Finalmente, llegó el turno del tercer hermano.
– Bueno, pues ya solo quedas tú… ¡Cuéntanos cómo te ha ido!
Alberto no parecía demasiado satisfecho.
– Bueno, yo quise ver con mis propios ojos cómo viven los habitantes de nuestro reino. Durante un mes recorrí todas las granjas que pude y charlé con un montón de campesinos de las cosas que más les preocupaban, como la escasez de semillas y la falta de lluvia estos últimos años. Debo decir que todos fueron muy amables y compartieron conmigo lo poquito que tenían.
El anciano clavó su mirada en la del joven y le preguntó:
– No suena demasiado divertido, la verdad… Hijo mío, ¿quieres explicarme de qué te ha servido todo eso?
Alberto contestó sin dudar
– ¡Para ver la realidad! ¡Para conocer lo que pasa más allá de los muros de palacio!… Los que estamos aquí lo tenemos todo, pero ahí fuera la mayoría de la población trabaja de sol a sol en circunstancias muy duras. ¿Sabíais que muchos no tienen ni un viejo arado que les facilite las tareas del campo? ¿Y que la mayoría sobrevive a base de pan y queso porque no tienen otra cosa que llevarse a la boca?…
A pesar de que lo que estaba contando era muy deprimente, Alberto no se vino abajo y expuso la parte positiva del viaje.
– ¡Lo bueno es que he tomado nota de todo y tengo un montón de ideas que podemos llevar a cabo para mejorar las condiciones de vida de todas esas personas! En cuanto a mis monedas siento decir que vengo con el saquito vacío porque las repartí entre los más necesitados.
El rey, muy emocionado, se levantó y con voz grave anunció:
– Cuando tomé la decisión de invitaros a conocer mundo durante un mes quería que vivierais una experiencia única siguiendo el dictado de vuestro corazón.
Los tres príncipes contuvieron la respiración al ver que su padre se ponía más serio que de costumbre.
– Pero he de confesar que también fue una artimaña para poneros a prueba. Miradme… ¡yo ya soy un anciano! Necesito descansar y pasar los años que me quedan cuidando las flores del jardín y paseando a mis perros. ¡Ha llegado la hora de que este reino tenga un nuevo gobernante que guíe su destino!
El rey suspiró con aire cansado.
– Como sabéis, el honor de heredar la corona recae siempre en el hijo mayor, el heredero, algo que en este caso es imposible porque sois trillizos nacidos el mismo día. Por eso, creo que mi sucesor debe ser quien más se lo merezca de los tres.
Se quitó la brillante corona de esmeraldas, la puso sobre la palma de sus manos, y se acercó a sus hijos. Las primeras palabras fueron para Luis.
– Querido Luis… Te has convertido en un hombre que consigues todo lo que te propones. Te gusta vivir bien y lo alabo, pero espero que pasar los días entre encajes y porcelanas no pudra tu noble corazón. Jamás te olvides de cultivar una gran virtud: la generosidad, que te permitirá compartir parte de lo mucho que tienes con quien no tiene nada. Te deseo amor y felicidad el resto de tu vida.
Luis bajó la cabeza y el rey caminó un par de pasos hasta que tuvo a Jaime a pocos centímetros de distancia.
– Querido Jaime… Te has convertido en un hombre que sabes disfrutar de todo lo que te rodea. Necesitas emociones fuertes y sé que vivirás con intensidad hasta el final de tus días. Solo espero que tanto disfrute no te convierta en un ser vacío sin nada que ofrecer a los demás. Intenta que tu vida sea útil, deja un legado importante que jamás sea olvidado. Te deseo amor y felicidad el resto de tu vida.
Finalmente, el rey se acercó al bueno de Alberto.
– Querido Alberto… Te has convertido en un hombre culto y compasivo. Has aprovechado todos estos años para estudiar y formarte lo mejor posible porque has entendido perfectamente cuáles son las responsabilidades de un príncipe. Te interesa el bienestar de tu pueblo y te preocupan los más desfavorecidos. Mi corazón me dice que tú eres el elegido.
Dicho esto, y ante el asombro del príncipe Luis y del príncipe Jaime, depositó la corona sobre su cabeza.
– A partir de hoy serás el rey de este reino. Gobierna con justicia y traerás prosperidad, gobierna con bondad y serás amado, gobierna con la razón y serás respetado por las generaciones venideras. Como a tus hermanos, también a ti te deseo amor y felicidad el resto de tu vida.
Y así fue cómo por primera vez un regalo de cumpleaños sirvió para que un monarca eligiera a su sucesor. Al parecer se trató de una sabia decisión, pues según cuenta la leyenda, el nuevo rey luchó por crear una sociedad menos desigual, impulsó grandes reformas, y pasó a la Historia con el nombre de Alberto el Bondadoso.
kuta, la tortuga inteligente
Enviado por dach2901
Kuta era una tortuga macho que tenía su hogar en una pradera de África. El reptil, de carácter tranquilo y conformista, siempre se había sentido muy orgulloso de vivir en ese hermoso lugar hasta que las cosas cambiaron y empezó a plantearse emigrar para no volver. La razón era que por culpa de la sequía de los últimos meses casi no crecía hierba fresca y apenas se encontraban bichitos entre las piedras. Debido a la escasez de comida, Kuta pasaba hambre.
Una mañana que caminaba cabizbajo y con el ánimo por los suelos se cruzó con Wolo, un pájaro que solía anidar por los alrededores. El ave levantó la cabeza y saludó muy amablemente.
– Buenas tardes, señor Kuta, ¡cuánto tiempo sin saber de usted! ¿Qué tal le va la vida? Me da la sensación de que está más flaco y ojeroso… ¿Se encuentra bien?
Kuta se sentía débil y no tenía muchas ganas de ponerse a charlar, pero respondió con su habitual cortesía.
– Buenas tardes, señor Wolo. La verdad es que estoy pasando una mala racha. ¿Se puede creer que por más que busco no encuentro ni un mísero gusano que llevarme a la boca? … Como no llueva me temo que muchos animales acabaremos yéndonos de estas tierras.
Wolo puso cara de tristeza al conocer la complicada situación de su vecino.
– ¡Oh, vaya, cuánto lo siento!… Se me ocurre que, si le apetece, puede acompañarme a buscar semillas.
– ¿Semillas?
– Sé que para una tortuga como usted no son un manjar, pero al menos llenará la tripa con algo de alimento.
Wolo tenía toda la razón: las semillas no eran ni de lejos su comida favorita, pero sopesó la oferta y le pareció una oportunidad que no podía rechazar.
– ¡Ah, pues muchas gracias, menos es nada! Y dígame, ¿a dónde tenemos que ir?
El pájaro señaló con el ala hacia el noroeste.
– Detrás de esos árboles hay una finca enorme y el granjero ha plantado un montón de grano. ¡Podremos comer hasta reventar!
La tortuga negó con la cabeza.
– No, no, no, ahí no quiero ir. Ese hombre se pasa horas vigilando con una escopeta y si me descubre estoy perdido. Tenga en cuenta que yo camino, como es obvio, a paso de tortuga, y que no tengo alas para salir volando en caso de peligro.
El señor Wolo se mostró un poco ofendido.
– ¡Por favor, señor Kuta, no se preocupe por eso! ¿Para qué estamos los amigos?… Yo seré como un guardaespaldas para usted. En caso de que aparezca el granjero le asiré por el caparazón y le trasladaré por los aires a un sitio seguro.
Kuta no acababa de fiarse y temía que la cosa acabara mal para él.
– No sé, no sé… El tipo del que hablamos no se anda con tonterías y a la mínima nos mete un cartucho a cada uno en el trasero.
– ¡Calle, calle, no sea agorero! Venga, hombre, sea usted un poco más valiente. Son las mejores semillas de la zona y le van a encantar, se lo aseguro.
El pobre Kuta tenía tanta hambre que empezó a salivar y se dejó convencer.
– ¡Está bien, iré y que la suerte nos acompañe!
———
El pájaro y la tortuga se dirigieron juntos a la enorme finca. Al llegar, cada uno atravesó la valla a su manera, Wolo sobrevolándola y Kuta escarbando un pequeño túnel para pasar por debajo de ella. Una vez dentro empezaron a desenterrar simientes y a zampárselas con avidez.
– ¿Qué me dice, señor Kuta? … ¿Tenía yo razón o no?
Con la boca llena y masticando a dos carrillos, la tortuga exclamó:
– ¡Oh, señor Wolo, estoy disfrutando de lo lindo! ¡Están tan ricas que creo que me voy a hacer vegetariano!
De repente, en plena degustación, casi se atragantan al escuchar unos pasos, los gritos de un hombre… ¡y el sonido de tres disparos!
‘¡BANG! ¡BANG! ¡BANG!’
Sin pararse a pensar que dejaba a su amigo tirado en la finca, Wolo salió volando a la velocidad del rayo y desapareció del mapa en un santiamén. Por el contrario el pobre Kuta se quedó quieto como una estatua, observando estupefacto cómo su supuesto colega defensor se largaba a la primera de cambio.
Tras unos instantes de confusión se percató de que estaba completamente solo e indefenso y se puso a temblar. Un minuto después, el rudo granjero apareció ante él con los brazos en jarras y cara de malas pulgas.
– ¡Ajajá! ¡¿Con que tú eres el bribón que me roba las semillas cada día?!… ¡Pues al saco vas! Esta noche mi mujer y yo cenaremos una riquísima sopa de tortuga macho.
Sin decir nada más, agarró a Kuta por el cogote y lo metió en una bolsa de tela que llevaba colgada en el cinturón. El pobre animal, absolutamente horrorizado, empezó a patalear mientras gritaba:
– ¡Señor, por favor, no lo haga, no lo haga!
El hombre le contestó con retintín.
– Perdone usted, señorito, ¿que no haga qué?
– Déjeme libre, por favor. Es la primera vez que entro en su propiedad, se lo prometo. De hecho yo no quería, pero un pájaro que dijo ser mi amigo insistió y yo… yo tenía tanta hambre que…
– No me sirven las excusitas de última hora… ¡Cazado estás y al puchero irás!
Ignorando las súplicas del animal el granjero puso rumbo a casa mientras Kuta, dentro del saco, empezó a maquinar algo para salvar el pellejo y evitar un final atroz: la cazuela.
– Solo dispongo de unos minutos para idear un plan… ¡Ay, creo que no tengo escapatoria!
Estaba a punto de rendirse cuando la bombilla de las ideas que tenía dentro de su cabecita se iluminó. Sin perder tiempo, desde el interior del saco, gritó lo más alto que pudo:
– ¡Señor, atiéndame un momento, por favor! Usted no lo sabe, pero soy un gran cantante. ¿Quiere escuchar mi dulce voz?
Al granjero no le interesaba en absoluto oír canturrear a una tortuga ladrona, pero no quiso parecer insensible.
– ¡De acuerdo, a mí me da igual, canta si quieres!
Kuta tenía mucha imaginación e inventó en rápidamente una simpática canción que le permitió sacar a relucir todo su talento.
Un pajarraco me engañó
en un campo de centeno
y tirado me dejó
para que me atrapara el dueño.
Encerrado en una bolsa
¿cuál es mi destino cruel?
¡Acabar en la barriga
del granjero y su mujer!
El granjero, sorprendido, empezó a partirse de risa.
– ¡Ja, ja, ja! ¡Ay, qué gracioso eres! No se puede negar que tienes ingenio y cantas estupendamente.
Kuta había conseguido captar su interés y aprovechó la oportunidad. ¡Era ahora o nunca!
– Me encantaría poder cantársela a su esposa también… Si le parece, será mi último deseo.
– Por mí no hay problema, pero ya sabes que después te cenaremos.
———
El granjero llegó al hogar, pero no vio a su mujer por ninguna parte.
– Por la hora que es debe estar en el río haciendo la colada… ¡Iré a enseñarle el botín!
Enseguida la encontró, aclarando la ropa sucia en el agua.
– ¡Querida, mira lo que traigo para ti!
El granjero abrió la bolsa y Kuta asomó la carita para respirar un poco de aire fresco.
– ¡Oh, qué suerte, una tortuga! En cuanto termine nos iremos a casa y prepararemos un caldo especial.
En ese momento, Kuta miró al hombre.
– Recuerde que me prometió que podría cantar a su esposa.
Él le respondió.
– Cierto, y yo siempre cumplo lo que prometo.
La granjera puso cara de asombro.
– ¿He oído bien?… ¿Esta tortuga sabe cantar y quiere que yo la escuche?
– ¡Es toda una artista, ahora lo verás! Tortuguita, demuéstrale a mi mujer lo que sabes hacer.
Kuta trató de ocultar el nerviosismo que le invadía.
– Señora, será un placer actuar para usted, pero aquí dentro hace tanto calor que estoy a puntito de desmayarme. Déjenme en el suelo junto a la orilla para que se me pase el sofoco y me pondré a cantar. Después yo mismo regresaré al saco sin rechistar.
A ambos les pareció que no había inconveniente porque sabían que un animal tan lento jamás podría escapar. Confiado, el granjero colocó a Kuta en la orilla del río.
– Oxigénate un poco aquí fuera y canta la dichosa canción de una vez que se está haciendo tarde.
La tortuga se mostró agradecida.
– Muchas gracias, señores. Esta brisa es maravillosa y ya me encuentro mucho mejor.
Seguidamente, carraspeó para afinar la voz y…
Un pajarraco me engañó
en un campo de centeno,
y tirado me dejó
para que me atrapara el dueño.
Encerrado en una bolsa
¿cuál es mi destino cruel?
¡Acabar en la barriga
del granjero y su mujer!
A la granjera también le dio un ataque de risa.
– ¡Ja, ja, ja!! No sabía que existían tortugas capaces de inventar canciones tan divertidas.
– ¿A que es increíble?… ¡Sin duda estamos ante una tortuga extremadamente lista!
La mujer, entusiasmada, miró a Kuta y le rogó:
– ¡Por favor, cántala de nuevo para que mi esposo y yo podamos bailar! Hace tanto que no lo hacemos…
– ¡Faltaría más, señora!
La tortuga empezó a repetir la tonadilla, que era de lo más pegadiza, y los esposos se pusieron a dar palmas y a danzar alborozados.
Un pajarraco me engañó
en un campo de centeno,
y tirado me dejó
para que me atrapara el dueño.
Se lo estaban pasando tan bien que ni se fijaron que, mientras cantaba, Kuta iba dando pasitos hacia atrás hasta casi tocar el agua con las patas traseras.
Encerrado en una bolsa
¿cuál es mi destino cruel?
Acabar en la barriga,
del granjero y su mujer.
Según entonó el último verso, se tiró al río de espaldas y se dejó arrastrar por la corriente, utilizando su caparazón como si fuera el casco de un barco. Mientras se alejaba vio cómo el granjero y su mujer dejaban de bailotear y se ponían a hacer aspavientos con los brazos, rabiosos por haber sido engañados por una simple tortuga macho.
Cuando los perdió de vista, la inteligente Kuta salió del agua y, sin dejar de tararear la cancioncilla gracias a la cual se había salvado de una muerte segura, buscó un lugar confortable donde pasar la noche.
Un pajarraco me engañó
en un campo de centeno,
y tirado me dejó
para que me atrapara el dueño.
Encerrado en una bolsa
¿cuál es mi destino cruel?
Acabar en la barriga,
del granjero y su mujer.
Kuta, la tortuga inteligente
Enviado por dach2901
Kuta era una tortuga macho que tenía su hogar en una pradera de África. El reptil, de carácter tranquilo y conformista, siempre se había sentido muy orgulloso de vivir en ese hermoso lugar hasta que las cosas cambiaron y empezó a plantearse emigrar para no volver. La razón era que por culpa de la sequía de los últimos meses casi no crecía hierba fresca y apenas se encontraban bichitos entre las piedras. Debido a la escasez de comida, Kuta pasaba hambre.
Una mañana que caminaba cabizbajo y con el ánimo por los suelos se cruzó con Wolo, un pájaro que solía anidar por los alrededores. El ave levantó la cabeza y saludó muy amablemente.
– Buenas tardes, señor Kuta, ¡cuánto tiempo sin saber de usted! ¿Qué tal le va la vida? Me da la sensación de que está más flaco y ojeroso… ¿Se encuentra bien?
Kuta se sentía débil y no tenía muchas ganas de ponerse a charlar, pero respondió con su habitual cortesía.
– Buenas tardes, señor Wolo. La verdad es que estoy pasando una mala racha. ¿Se puede creer que por más que busco no encuentro ni un mísero gusano que llevarme a la boca? … Como no llueva me temo que muchos animales acabaremos yéndonos de estas tierras.
Wolo puso cara de tristeza al conocer la complicada situación de su vecino.
– ¡Oh, vaya, cuánto lo siento!… Se me ocurre que, si le apetece, puede acompañarme a buscar semillas.
– ¿Semillas?
– Sé que para una tortuga como usted no son un manjar, pero al menos llenará la tripa con algo de alimento.
Wolo tenía toda la razón: las semillas no eran ni de lejos su comida favorita, pero sopesó la oferta y le pareció una oportunidad que no podía rechazar.
– ¡Ah, pues muchas gracias, menos es nada! Y dígame, ¿a dónde tenemos que ir?
El pájaro señaló con el ala hacia el noroeste.
– Detrás de esos árboles hay una finca enorme y el granjero ha plantado un montón de grano. ¡Podremos comer hasta reventar!
La tortuga negó con la cabeza.
– No, no, no, ahí no quiero ir. Ese hombre se pasa horas vigilando con una escopeta y si me descubre estoy perdido. Tenga en cuenta que yo camino, como es obvio, a paso de tortuga, y que no tengo alas para salir volando en caso de peligro.
El señor Wolo se mostró un poco ofendido.
– ¡Por favor, señor Kuta, no se preocupe por eso! ¿Para qué estamos los amigos?… Yo seré como un guardaespaldas para usted. En caso de que aparezca el granjero le asiré por el caparazón y le trasladaré por los aires a un sitio seguro.
Kuta no acababa de fiarse y temía que la cosa acabara mal para él.
– No sé, no sé… El tipo del que hablamos no se anda con tonterías y a la mínima nos mete un cartucho a cada uno en el trasero.
– ¡Calle, calle, no sea agorero! Venga, hombre, sea usted un poco más valiente. Son las mejores semillas de la zona y le van a encantar, se lo aseguro.
El pobre Kuta tenía tanta hambre que empezó a salivar y se dejó convencer.
– ¡Está bien, iré y que la suerte nos acompañe!
———
El pájaro y la tortuga se dirigieron juntos a la enorme finca. Al llegar, cada uno atravesó la valla a su manera, Wolo sobrevolándola y Kuta escarbando un pequeño túnel para pasar por debajo de ella. Una vez dentro empezaron a desenterrar simientes y a zampárselas con avidez.
– ¿Qué me dice, señor Kuta? … ¿Tenía yo razón o no?
Con la boca llena y masticando a dos carrillos, la tortuga exclamó:
– ¡Oh, señor Wolo, estoy disfrutando de lo lindo! ¡Están tan ricas que creo que me voy a hacer vegetariano!
De repente, en plena degustación, casi se atragantan al escuchar unos pasos, los gritos de un hombre… ¡y el sonido de tres disparos!
‘¡BANG! ¡BANG! ¡BANG!’
Sin pararse a pensar que dejaba a su amigo tirado en la finca, Wolo salió volando a la velocidad del rayo y desapareció del mapa en un santiamén. Por el contrario el pobre Kuta se quedó quieto como una estatua, observando estupefacto cómo su supuesto colega defensor se largaba a la primera de cambio.
Tras unos instantes de confusión se percató de que estaba completamente solo e indefenso y se puso a temblar. Un minuto después, el rudo granjero apareció ante él con los brazos en jarras y cara de malas pulgas.
– ¡Ajajá! ¡¿Con que tú eres el bribón que me roba las semillas cada día?!… ¡Pues al saco vas! Esta noche mi mujer y yo cenaremos una riquísima sopa de tortuga macho.
Sin decir nada más, agarró a Kuta por el cogote y lo metió en una bolsa de tela que llevaba colgada en el cinturón. El pobre animal, absolutamente horrorizado, empezó a patalear mientras gritaba:
– ¡Señor, por favor, no lo haga, no lo haga!
El hombre le contestó con retintín.
– Perdone usted, señorito, ¿que no haga qué?
– Déjeme libre, por favor. Es la primera vez que entro en su propiedad, se lo prometo. De hecho yo no quería, pero un pájaro que dijo ser mi amigo insistió y yo… yo tenía tanta hambre que…
– No me sirven las excusitas de última hora… ¡Cazado estás y al puchero irás!
Ignorando las súplicas del animal el granjero puso rumbo a casa mientras Kuta, dentro del saco, empezó a maquinar algo para salvar el pellejo y evitar un final atroz: la cazuela.
– Solo dispongo de unos minutos para idear un plan… ¡Ay, creo que no tengo escapatoria!
Estaba a punto de rendirse cuando la bombilla de las ideas que tenía dentro de su cabecita se iluminó. Sin perder tiempo, desde el interior del saco, gritó lo más alto que pudo:
– ¡Señor, atiéndame un momento, por favor! Usted no lo sabe, pero soy un gran cantante. ¿Quiere escuchar mi dulce voz?
Al granjero no le interesaba en absoluto oír canturrear a una tortuga ladrona, pero no quiso parecer insensible.
– ¡De acuerdo, a mí me da igual, canta si quieres!
Kuta tenía mucha imaginación e inventó en rápidamente una simpática canción que le permitió sacar a relucir todo su talento.
Un pajarraco me engañó
en un campo de centeno
y tirado me dejó
para que me atrapara el dueño.
Encerrado en una bolsa
¿cuál es mi destino cruel?
¡Acabar en la barriga
del granjero y su mujer!
El granjero, sorprendido, empezó a partirse de risa.
– ¡Ja, ja, ja! ¡Ay, qué gracioso eres! No se puede negar que tienes ingenio y cantas estupendamente.
Kuta había conseguido captar su interés y aprovechó la oportunidad. ¡Era ahora o nunca!
– Me encantaría poder cantársela a su esposa también… Si le parece, será mi último deseo.
– Por mí no hay problema, pero ya sabes que después te cenaremos.
———
El granjero llegó al hogar, pero no vio a su mujer por ninguna parte.
– Por la hora que es debe estar en el río haciendo la colada… ¡Iré a enseñarle el botín!
Enseguida la encontró, aclarando la ropa sucia en el agua.
– ¡Querida, mira lo que traigo para ti!
El granjero abrió la bolsa y Kuta asomó la carita para respirar un poco de aire fresco.
– ¡Oh, qué suerte, una tortuga! En cuanto termine nos iremos a casa y prepararemos un caldo especial.
En ese momento, Kuta miró al hombre.
– Recuerde que me prometió que podría cantar a su esposa.
Él le respondió.
– Cierto, y yo siempre cumplo lo que prometo.
La granjera puso cara de asombro.
– ¿He oído bien?… ¿Esta tortuga sabe cantar y quiere que yo la escuche?
– ¡Es toda una artista, ahora lo verás! Tortuguita, demuéstrale a mi mujer lo que sabes hacer.
Kuta trató de ocultar el nerviosismo que le invadía.
– Señora, será un placer actuar para usted, pero aquí dentro hace tanto calor que estoy a puntito de desmayarme. Déjenme en el suelo junto a la orilla para que se me pase el sofoco y me pondré a cantar. Después yo mismo regresaré al saco sin rechistar.
A ambos les pareció que no había inconveniente porque sabían que un animal tan lento jamás podría escapar. Confiado, el granjero colocó a Kuta en la orilla del río.
– Oxigénate un poco aquí fuera y canta la dichosa canción de una vez que se está haciendo tarde.
La tortuga se mostró agradecida.
– Muchas gracias, señores. Esta brisa es maravillosa y ya me encuentro mucho mejor.
Seguidamente, carraspeó para afinar la voz y…
Un pajarraco me engañó
en un campo de centeno,
y tirado me dejó
para que me atrapara el dueño.
Encerrado en una bolsa
¿cuál es mi destino cruel?
¡Acabar en la barriga
del granjero y su mujer!
A la granjera también le dio un ataque de risa.
– ¡Ja, ja, ja!! No sabía que existían tortugas capaces de inventar canciones tan divertidas.
– ¿A que es increíble?… ¡Sin duda estamos ante una tortuga extremadamente lista!
La mujer, entusiasmada, miró a Kuta y le rogó:
– ¡Por favor, cántala de nuevo para que mi esposo y yo podamos bailar! Hace tanto que no lo hacemos…
– ¡Faltaría más, señora!
La tortuga empezó a repetir la tonadilla, que era de lo más pegadiza, y los esposos se pusieron a dar palmas y a danzar alborozados.
Un pajarraco me engañó
en un campo de centeno,
y tirado me dejó
para que me atrapara el dueño.
Se lo estaban pasando tan bien que ni se fijaron que, mientras cantaba, Kuta iba dando pasitos hacia atrás hasta casi tocar el agua con las patas traseras.
Encerrado en una bolsa
¿cuál es mi destino cruel?
Acabar en la barriga,
del granjero y su mujer.
Según entonó el último verso, se tiró al río de espaldas y se dejó arrastrar por la corriente, utilizando su caparazón como si fuera el casco de un barco. Mientras se alejaba vio cómo el granjero y su mujer dejaban de bailotear y se ponían a hacer aspavientos con los brazos, rabiosos por haber sido engañados por una simple tortuga macho.
Cuando los perdió de vista, la inteligente Kuta salió del agua y, sin dejar de tararear la cancioncilla gracias a la cual se había salvado de una muerte segura, buscó un lugar confortable donde pasar la noche.
Un pajarraco me engañó
en un campo de centeno,
y tirado me dejó
para que me atrapara el dueño.
Encerrado en una bolsa
¿cuál es mi destino cruel?
Acabar en la barriga,
del granjero y su mujer.
La manchas del jaguar
Enviado por dach2901
Cuenta una antigua leyenda que hace miles de años, cuando todavía no existía el ser humano, hubo un jaguar al que sucedió algo muy especial. ¿Quieres conocer su historia?
Parece ser que el animal era plenamente feliz porque estaba en buena forma física, tenía alimentos de sobra a su alcance, y se llevaba estupendamente con el resto de animales; además, se sentía agradecido por poder despertarse cada mañana en uno de los lugares más hermosos que uno podía imaginar: la maravillosa península del Yucatán.
Como a todo buen felino le encantaba pasear por el bosque envuelto en la oscuridad de la noche y escalar la montaña durante el día, pero sin lugar a dudas su afición favorita era lamer su propio pelaje, tan amarillo y brillante como el mismísimo sol. Para él era fundamental mantenerlo limpio, no solo para sentirse más guapo y aseado, sino también porque era consciente de que suscitaba una enorme admiración. Sí, presumía un poco de pelo rubio, ¡pero es que se sentía tan orgulloso de él que no lo podía evitar!
———-
Una tarde de verano estaba dormitando bajo un árbol de aguacate cuando de repente se sobresaltó al escuchar unos ruidos rarísimos sobre su cabeza.
– ¿Qué ha sido eso?… ¿Quién anda por ahí perturbando el descanso de los demás?
Miró hacia arriba y contempló extrañado que las ramas se agitaban y parecían chillar. Abrió sus grandes ojos y al enfocar la mirada descubrió que se trataba de tres monos que, para entretenerse, estaban compitiendo a ver quién arrancaba más frutos maduros en menos tiempo.
Entre sorprendido y enfadado les gritó:
– ¡Un respeto, por favor! ¿No veis que estoy durmiendo la siesta justo aquí abajo? ¡Dejad ese estúpido juego de una vez!
Los monos estaban pasándoselo tan bien, venga a reír y a saltar de una rama a otra, que no le hicieron ni caso. De hecho, empezaron a lanzar aguacates al aire para ver cómo se despedazaban y lo salpicaban todo al chocar contra el suelo ¡Les parecía un juego divertidísimo!
El jaguar, que ya tenía una edad en la que no soportaba ese tipo de tonterías, empezó a perder la paciencia. Muy serio, se puso a cuatro patas, levantó la cabeza, y rugiendo les enseñó los colmillos a ver si se daban por aludidos. Nada, como si no existiera.
– ¡Estoy harto de tanto alboroto y de que desperdiciéis la comida de esa manera! ¡Poned fin a la juerga o tendréis que véroslas conmigo!
Por increíble que parezca ninguna amenaza surtió efecto y los monos siguieron a lo suyo. Por poco tiempo, eso sí, pues la mala suerte quiso que uno de los aguacates se estrellara en el lomo del jaguar. El golpe fue intenso y se retorció de dolor.
– ¡Ay, ay, menudo porrazo me habéis dado con uno de esos malditos aguacates!
Se palpó y notó que la zona se estaba inflamando, pero lo más grave fue comprobar cómo la pulpa se desparramaba por su pelo como si fuera manteca, formando un asqueroso pegote verde. El presumido felino se puso, nunca mejor dicho, hecho una fiera.
– No… no… no puede ser… ¡Acabáis de destrozar mi bello y sedoso pelaje dorado, panda de inútiles!… ¡¿Quién ha sido el culpable?!
El mono que tenía las orejas más puntiagudas puso tal cara de pánico que él solito se delató; el jaguar, con los nervios a flor de piel, reaccionó como suelen hacer los jaguares cuando se enfadan de verdad: pegó un salto gigantesco, y cuando estuvo a la altura del insolente animal, levantó la pata derecha y le asestó un zarpazo en la barriga. La víctima chilló de dolor, pero por suerte la herida era poco profunda y pudo salvar el pellejo.
Para no tentar más a la suerte, propuso la retirada inmediata a sus compañeros.
– ¡Chicos, rápido, debemos irnos!… ¡Hay que escapar antes de que acabe con nosotros!
¡Dicho y hecho! Los tres amigos bajaron del árbol y huyeron despavoridos campos a través. Lejos del peligro, el mono herido dijo a los otros dos:
– Sé que el jaguar no merecía recibir un golpe con el aguacate y que ensucié su lindo pelo, pero no hubo mala intención por mi parte ¡Le di sin querer y mirad lo que me ha hecho!
El mono mostró las marcas largas y ensangrentadas que las garras habían dejado sobre su piel.
– ¡No os podéis imaginar lo mucho que duele y escuece!… Sinceramente, creo que esto no se puede quedar así. Lo mejor es que vayamos a ver a Yum Kaax. ¡Él sabrá darnos el mejor de los consejos!
———-
Yum Kaax, dios protector de las plantas y los animales, vivía en la montaña y era muy querido por su bondad, sabiduría y amabilidad. Recibió a los tres monitos con un sonrisa, los brazos abiertos y luciendo en la cabeza su característico tocado con forma de mazorca de maíz.
– Bienvenidos a mi hogar. ¿En qué puedo ayudaros?
El mono que había tenido la idea de solicitar audiencia a la divinidad se disculpó.
– Señor, perdone que le molestemos a estas horas, pero hemos tenido un grave encontronazo con un jaguar.
– Está bien, tranquilos, contadme lo sucedido.
El trío fue detallando la desagradable situación que había vivido minutos antes. Nada más terminar, el joven dios, ya sin la sonrisa en la boca, resolvió:
– Tengo que deciros que vuestro comportamiento ha sido penoso. ¡No se puede molestar a los demás mientras duermen, y por supuesto, tampoco es ético desperdiciar los aguacates que nos regala la tierra!… ¿Acaso no os han enseñado que está muy mal despilfarrar la comida?
Los monos agacharon la cabeza avergonzados. Yum Kaax continuó con la reprimenda.
– Para que aprendáis la lección, durante dos meses vais a trabajar para mí limpiando los campos y recogiendo parte de la cosecha de cereal. ¡Este año estamos desbordados y toda ayuda es poca!
Los tres amigos abrieron la boca para protestar, pero el dios no les dejó.
– ¡No admito quejas! Creo que será una buena forma de que vosotros también maduréis… ¡como los aguacates! ¡Ja ja ja!
Los monos no pillaron la gracia y solo el dios se rio de su propio chiste.
– Madurar… Aguacates… ¡Bah, ya veo que no lo habéis entendido! En fin, sigamos con el tema que nos ocupa.
Se quedó unos segundos pensativos y decidió el castigo para el felino.
– Dejaré que volváis a subir al árbol y le lancéis unos cuantos aguacates al lomo. Esta vez, gracias a mis poderes mágicos, no le servirá de nada limpiarse y quedará marcado para siempre. Pagará por lo que ha hecho y de paso aprenderá a ser menos engreído.
El dios tomó aire e hizo una advertencia:
– Debo deciros que hay dos normas que deberéis respetar a toda costa: la primera, lanzar los aguacates con cuidado para no hacerle daño.
Los tres monos dijeron que sí con la cabeza.
– Y la segunda, deben ser aguacates muy maduros, de los que ya no se pueden comer porque están muy blandos y oscuros, a punto de pudrirse. No le causaréis dolor, pero su pelo quedará manchado de por vida porque lo decido yo.
Los monos aceptaron las condiciones y tras dar las gracias a Yum Kaax se fueron directos al árbol de aguacate. Al llegar comprobaron que el jaguar había ido a bañarse al río, por lo que aprovecharon su ausencia para ocultarse entre las ramas. Desde allí le vieron regresar, de nuevo con el pelo reluciente, dispuesto a continuar su plácida siesta.
El mono de orejas puntiagudas, que era el que dirigía la operación, susurró a sus colegas:
– Ahí viene… ¡Preparemos el arsenal!
El jaguar, totalmente ajeno a lo que le esperaba, se acostó sobre la hierba y se durmió. En cuanto escucharon los resoplidos, los tres primates cogieron varios aguacates blandengues, que por cierto ya olían bastante mal, y se los lanzaron sin contemplaciones. El atacado se despertó al momento y horrorizado comprobó cómo un montón de pulpa negra y viscosa llenaba de manchas su finísimo y precioso pelaje.
– ¡¿Pero qué está pasando?!… ¿Quién me ataca?… ¡¿Qué es esta porquería?!
El jefecillo, satisfecho con el resultado, se asomó entre las hojas y gritó:
– Cumplimos órdenes del dios Yum Kaax. A partir de ahora, tú y descendientes luciréis motas oscuras hasta el fin de los tiempos. Para ti, se acabó el presumir.
El jaguar corrió a lavarse al rio, mas por mucho que se puso a remojo, las manchas no se disolvieron. Cuando salió del agua empezó a llorar de pura tristeza y no tuvo más remedio que aceptar el castigo impuesto por el dios.
Desde ese día, los monos tienen prohibido jugar a guerras de aguacates y todos los jaguares tienen manchas.
La historia de Llivan
Enviado por dach2901
En un país llamado Colombia, cerca de la cordillera de los Andes, habitaba una tribu indígena que llevaba muchísimos años instalada en esas tierras. Sus miembros eran personas sencillas que convivían pacíficamente, hasta que un día el grupo de los jóvenes se reunió en asamblea y tomó una terrible decisión: ¡expulsar del poblado a todos los ancianos!
Los arrogantes muchachos declararon que los viejecitos se habían convertido en un estorbo para el buen funcionamiento de la comunidad porque ya no tenían fuerzas para cargar los sacos de semillas y porque sus movimientos se habían vuelto tan torpes que necesitaban ayuda incluso para comer o asearse. Por estas razones, aseguraron, era necesario echarlos para siempre.
Tan solo un chico bueno y generoso llamado Llivan creyó que se estaba cometiendo una gran injusticia y se rebeló contra los demás:
– ¡¿Estáis locos?!… ¡No podemos hacer esa barbaridad! Les debemos todo lo que somos, todo lo que poseemos. Ellos siempre nos han ayudado y ahora somos nosotros quienes debemos cuidarlos con amor y respeto.
Desgraciadamente ninguno se conmovió y Llivan tuvo que contemplar horrorizado cómo los ancianos eran obligados a abandonar sus hogares.
– ¡Esto es horrible! Nadie se merece que le traten así.
Cuando los vio alejarse del pueblo con la cabeza agachada y arrastrando los pies, decidió que no podía quedarse de brazos cruzados. Sin pararse a pensar, echó a correr hasta alcanzarlos.
– ¡Esperen, por favor, esperen! Si me lo permiten iré con ustedes para que se sientan más seguros y ayudarles a buscar un buen lugar donde vivir.
El de más edad sonrió y aceptó la propuesta en su nombre y el de los demás.
– Claro que sí, Llivan. Tú eres un buen muchacho y no un canalla. Agradecemos mucho tu compañía y toda la ayuda que nos puedas proporcionar.
– ¡Oh no, no me den las gracias! Siento que es mi deber, pero les aseguro que lo hago con gusto.
Llivan se puso al frente y los dirigió hacia un cálido y hermoso valle rodeado de montañas. Tardaron varias horas, pero mereció la pena.
– ¡Este es el lugar elegido para montar el nuevo poblado! La tierra es fértil, ideal para cultivar. Además, está atravesado por un rio en el que podremos pescar a diario. ¿No les parece perfecto?
El más anciano reconoció que la elección era excelente.
– Tienes buen ojo, Llivan. Ciertamente es un paraje maravilloso.
Llivan respiró hondo y llenó sus pulmones de aire puro.
– ¿Pues a qué estamos esperando?… ¡Pongámonos manos a la obra!
Durante semanas el muchacho trabajó a un ritmo frenético, construyendo casas de barro, madera y paja durante el día, y fabricando artilugios de caza y pesca a la luz de la hoguera al caer la noche. Era el único que tenía fuerza física para realizar las tareas más duras, pero los ancianos, que poseían la sabiduría y experiencia de toda una vida, también ponían su granito de arena dirigiendo las obras.
Gracias a los buenos consejos de los mayores y al gran esfuerzo de Llivan, el objetivo se consiguió antes de lo esperado. Mientras tanto, en la otra tribu, los jóvenes tomaron el mando y todo se descontroló, principalmente porque ignoraban cómo se hacían las cosas y no había ancianos a los que pedir consejo. Esto era muy grave sobre todo si alguien caía enfermo, pues los remedios a base de plantas medicinales solo los conocían los abuelos y allí no quedaba ni uno. Donde antes había paz y bienestar, ahora reinaba el caos.
——–
Pasaron unos años y Llivan se convirtió en un adulto sano y fuerte. Su vida con los ancianos era feliz y solo echaba en falta una cosa: formar su propia familia. Por esa razón, un día decidió expresarles sus sentimientos.
– Queridos amigos, saben que soy muy dichoso aquí, pero la verdad es que también me gustaría casarme y tener hijos. El problema es que en este poblado no hay ninguna mujer. Como ustedes son como mis padres quiero pedirles permiso para ir al pueblo de los jóvenes. ¡Quién sabe, quizás allí pueda conocer alguna chica especial!
El que siempre daba el visto bueno le dio una palmadita en el hombro y expresó su conformidad:
– ¡Por supuesto que tienes nuestra aprobación! Nosotros te adoramos, pero es normal que quieras enamorarte, casarte y tener hijos. Anda, ve y busca esa esposa que tanto deseas, pero por favor, ten mucho cuidado.
– ¡Gracias, muchas gracias, les llevaré en mi corazón!
Después de repartir un montón de abrazos, Llivan tomó rumbo a su antigua aldea. Era casi de noche cuando puso un pie en ella y no pudo evitar emocionarse.
– ¡Oh, cuántos años sin ver el lugar donde nací! Pero… ¿por qué está todo tan sucio y destartalado? ¡Me temo que aquí pasa algo raro!
Estaba intentando comprender qué sucedía en el instante en que se le echaron encima varios hombres que le apresaron y ataron a un árbol. El que parecía el líder, le gritó al oído:
– Te hemos reconocido, Llivan… ¡¿Cómo te atreves a volver?!… ¡Tú, que hace años nos traicionaste!
Llivan se percató de que estaba ante el grupo que había expulsado a los viejecitos y enrojeció de ira.
– ¿Qué yo os traicioné?… ¡Sois una panda de desvergonzados y cobardes! … ¡Suéltame ahora mismo!
El jefecillo se rio y dijo en tono burlón:
– ¡Uy, sí, creerás que soy tan tonto!… Ahora mandamos nosotros, y mira por donde, eres nuestro prisionero. En cuanto amanezca, tendrás tu merecido.
Dicho esto se alejaron unos cincuenta metros y se sentaron en corro, a comer y beber sin medida. Aprovechando que estaban entretenidos y no le hacían ni caso, Llivan trató de liberarse, pero ¡las cuerdas apretaban demasiado!
Estaba a punto de resignarse cuando de entre las sombras apareció una mujer de ojos negros y cabello rizado hasta la cintura que, sin hacer ruido, se acercó a él y le susurró:
– ¿Quién eres tú y qué haces atado a un tronco?
Llivan también le contestó en tono bajito.
– Me llamo Llivan y crecí en este poblado, pero cuando hace años desterraron a los ancianos me fui con ellos. Hoy he regresado a este lugar que tanto amo, pero nada más llegar he sido capturado por esa gentuza que ves allí.
La muchacha miró de reojo al grupo de hombres, temerosa de que la descubrieran.
– Llivan… Llivan… Sí, claro, me acuerdo de ti. Bueno, en realidad todo el mundo en esta zona conoce tu historia.
– ¿Ah, sí?… Y dime, ¿qué tal van las cosas en la tribu?
– ¡Pues la verdad es que fatal! Esos tipos no son buenos y no tienen ni idea de gobernar. Por su culpa la gente es cada vez más pobre e ignorante.
– ¿Echaron a los ancianos y encima llevan años comportándose como tiranos?… Lo siento, pero no entiendo que aceptéis sus normas… ¡Deberíais sublevaros!
– No, no las aceptamos, pero siempre van armados y nadie se atreve a enfrentarse a ellos. ¡No podemos hacer nada más que aguantar!
– ¡Pues creo que ha llegado la hora de poner fin a esta indecencia! Si me ayudas a escapar lo solucionaré… ¡Te lo prometo!
La mujer clavó sus ojos en los de Llivan y sintió que estaba siendo sincero. Sin dudarlo, desató la cuerda que ataba sus manos.
– ¡Vamos a mi casa, allí estarás seguro!
Se fueron sigilosamente y llegaron a una choza pequeña y humilde. Junto a la entrada, tumbado en una hamaca polvorienta, estaba su hermano pequeño.
– Querido hermanito, escúchame con atención: mi amigo Llivan va a ayudarnos a deshacernos de esos déspotas que tienen a todo el pueblo dominado, pero necesitamos tu colaboración.
– Eso está bien, pero… ¿qué es lo que tengo que hacer?
Llivan tenía muy claros los pasos a seguir.
– Por favor, avisa a todos los vecinos ¡Quiero que vengan aquí cuanto antes!
– De acuerdo, no tardaré.
Minutos después, decenas de personas escuchaban el discurso de Llivan bajo la pálida luz de la luna.
– Amigos, este era un pueblo próspero hasta que un día los jóvenes se hicieron con el gobierno. Han pasado los años y mirad el resultado: sois más infelices y vivís mucho peor que antes.
Todos asintieron con la cabeza reconociendo que lo que decía era cierto.
– Echar a los ancianos fue un error, pero creo que todavía hay solución. ¡Vamos a hacer que los gobernantes se arrepientan! Para ello necesito que cada uno de vosotros coja una ortiga del campo.
No sabían que pretendía Llivan, pero obedecieron sin rechistar; después, se fueron en busca de los dictadores y los encontraron tirados en el suelo, profundamente dormidos. Llivan dio la orden de actuar.
– Están roncando como leones… ¡Es nuestra oportunidad! Vamos a desnudarlos y a esperar.
Les quitaron las ropas en un santiamén y aguardaron unos minutos a que el frío de la noche los despertara. Cuando los individuos abrieron los ojos se encontraron rodeados por más de cien personas con cara amenazadora y una ortiga en la mano. ¡No tenían escapatoria!
Entonces, Llivan alzó la voz:
– Hace años cometisteis una injusticia tremenda con vuestros mayores, y por si eso fuera poco, habéis arruinado a vuestro pueblo. ¡Sois unos auténticos irresponsables! Si no queréis que frotemos vuestros cuerpos con ortigas, reconoced error y disculpaos ahora mismo.
Los hombres se miraron aterrados y ni lo dudaron: se pusieron de rodillas y llorando como niños pidieron perdón entre lagrimones.
– A partir de ahora respetaréis a todas las personas por igual y trabajaréis en beneficio de la comunidad hasta que el pueblo vuelva a ser un lugar floreciente.
El aplauso fue unánime.
– Gracias, muchas gracias, amigos, pero falta lo más importante: que regresen los abuelos que un día tuvieron que abandonar su hogar.
Llivan escuchó otra ovación y sintió que había dicho y hecho lo correcto.
– En cuanto salga el sol iré a por ellos. Espero que cuando vuelvan les traten con el amor y respeto que merecen.
Tres días después, los abuelitos entraron en su antiguo pueblo y fueron recibidos con aplausos, abrazos y besos. El momento de felicidad colectiva que se vivió fue único e irrepetible.
——–
¡Al fin todo volvía a ser como antes!… Bueno, todo no, porque para Llivan las cosas fueron aún mejor. Por unanimidad fue elegido gobernador del pueblo y, al llegar la primavera, se casó con la hermosa muchacha que le había ayudado a acabar con la injusticia. Dice la historia que formaron una familia numerosa y fueron felices para siempre.
El cordero envidioso
Enviado por dach2901
Esta pequeña y sencilla historia cuenta lo que sucedió a un cordero que por envidia traspasó los límites del respeto y ofendió a sus compañeros. ¿Quieres conocerla?
El corderito en cuestión vivía como un marqués, o mejor dicho como un rey, por la sencilla razón de que era el animal más mimado de la granja. Ni los cerdos, ni los caballos, ni las gallinas, ni el resto de ovejas y carneros mayores que él, disfrutaban de tantos privilegios. Esto se debía a que era tan blanquito, tan suave y tan lindo, que las tres hijas de los granjeros lo trataban como a un animal de compañía al que malcriaban y concedían todos los caprichos.
Cada mañana, en cuanto salía el sol, las hermanas acudían al establo para peinarlo con un cepillo especial untado en aceite de almendras que mantenía sedosa y brillante su rizada lana. Tras ese reconfortante tratamiento de belleza lo acomodaban sobre un mullido cojín de seda y acariciaban su cabecita hasta que se quedaba profundamente dormido. Si al despertar tenía sed le ofrecían agua del manantial perfumada con unas gotitas de limón, y si sentía frío se daban prisa por taparlo con una amorosa manta de colores tejida por ellas mismas. En cuanto a su comida no era ni de lejos la misma que recibían sus colegas, cebados a base de pienso corriente y moliente. El afortunado cordero tenía su propio plato de porcelana y se alimentaba de las sobras de la familia, por lo que su dieta diaria consistía en exquisitos guisos de carne y postres a base de cremas de chocolate que endulzaban aún más su empalagosa vida.
Curiosamente, a pesar de tener más derechos que ninguno, este cordero favorecido y sobrealimentado era un animal extremadamente egoísta: en cuanto veía que los granjeros rellenaban de pienso el comedero común, echaba a correr pisoteando a los demás para llegar el primero y engullir la máxima cantidad posible. Obviamente, el resto del rebaño se quedaba estupefacto pensando que no había ser más canalla que él en todo el planeta.
Un día la oveja jefa, la que más mandaba, le dijo en tono muy enfadado:
– ¡Pero qué cara más dura tienes! No entiendo cómo eres capaz de quitarle la comida a tus amigos. ¡Tú, que vives entre algodones y lo tienes todo!… ¡Eres un sinvergüenza!
– Bueno, bueno, te estás pasando un poco… ¡Eso que dices no es justo!
– ¡¿Qué no es justo?!…Llevas una vida de lujo y te atiborras a diario de manjares exquisitos, dignos de un emperador. ¿Es que no tienes suficiente con todo lo que te dan? ¡Haz el favor de dejar el pienso para nosotros!
El cordero puso cara de circunstancias y, con la insolencia de quien lo tiene todo, respondió demostrando muy poca sensibilidad.
– La verdad es que como hasta reventar y este pienso está malísimo comparado con las delicias que me dan, pero lo siento… ¡no soporto que los demás disfruten de algo que yo no poseo!
La oveja se quedó de piedra pómez.
– ¿Me estás diciendo que te comes nuestra humilde comida por envidia?
El cordero se encogió de hombros y puso cara de indiferencia.
– Si quieres llamarlo envidia, me parece bien.
Ahora sí, la oveja entró en cólera.
– ¡Muy bien, pues tú te lo has buscado!
Sin decir nada más pegó un silbido que resonó en toda la granja. Segundos después, treinta y tres ovejas y nueve carneros acudieron a su llamada. Entre todos rodearon al desconsiderado cordero.
– ¡Escuchadme atentamente! Como ya sabéis, este cordero repeinado e inflado a pasteles se come todos los días parte de nuestro pienso, pero lo peor de todo es que no lo hace por hambre, no… ¡lo hace por envidia! ¿No es abominable?
El malestar empezó a palparse entre la audiencia y la oveja continuó con su alegato.
– En un rebaño no se permiten ni la codicia ni el abuso de poder, así que, en mi opinión, ya no hay sitio para él en esta granja. ¡Que levante la pata quien esté de acuerdo con que se largue de aquí para siempre!
No hizo falta hacer recuento: todos sin excepción alzaron sus pezuñas. Ante un resultado tan aplastante, la jefa del clan determinó su expulsión.
– Amigo, esto te lo has ganado tú solito por tu mal comportamiento. ¡Coge tus pertenencias y vete!
Eran todos contra uno, así que el cordero no se atrevió a rechistar. Se llevó su cojín de seda oriental como único recuerdo de la opulenta vida que dejaba atrás y atravesó la campiña a toda velocidad. Hay que decir que una vez más la fortuna le acompañó, pues antes del anochecer llegó a un enorme rancho que a partir de ese día se convirtió en su nuevo hogar. Eso sí, en ese lugar no encontró niñas que le cepillaran el pelo, le dieran agua con limón o le regalaran las sobras del asado. Allí fue, simplemente, uno más en el establo.
El flautista de Hamelin
Enviado por dach2901
Érase una vez un precioso pueblo llamado Hamelin. En él se respiraba aire puro todo el año puesto que estaba situado en un valle, en plena naturaleza. Las casas salpicaban el paisaje rodeadas de altas montañas y muy cerca pasaba un río en el que sus habitantes solían pescar y bañarse cuando hacía buen tiempo. Siempre había alimentos de sobra para todos, ya que las familias criaban ganado y plantaban cereales para hacer panes y pasteles todo el año. Se puede decir que Hamelin era un pueblo donde la gente era feliz.
Un día, sucedió algo muy extraño. Cuando los habitantes de Hamelin se levantaron por la mañana, empezaron a ver ratones por todas partes. Todos corrieron presos del pánico a cerrar las puertas de sus graneros para que no se comieran el trigo. Pero esto no sirvió de mucho porque en cuestión de poco tiempo, el pueblo había sido invadido por miles de roedores que campaban a sus anchas calle arriba y calle abajo, entrando por todas las rendijas y agujeros que veían. La situación era incontrolable y nadie sabía qué hacer.
Por la tarde, el alcalde mandó reunir a todos los habitantes del pueblo en la plaza principal. Se subió a un escalón muy alto y gritando, para que todo el mundo le escuchara, dijo:
– Se hace saber que se recompensará con un saco de monedas de oro al valiente que consiga liberarnos de esta pesadilla.
La noticia se extendió rápidamente por toda la comarca y al día siguiente, se presentó un joven flaco y de ojos grandes que tan sólo llevaba un saco al hombro y una flauta en la mano derecha. Muy decidido, se dirigió al alcalde y le dijo con gesto serio:
– Señor, vengo a ayudarles. Yo limpiaré esta ciudad de ratones y todo volverá a la normalidad.
Sin esperar ni un minuto más, se dio la vuelta y comenzó a tocar la flauta. La melodía era dulce y maravillosa. Los lugareños se miraron sin entender nada, pero más sorprendidos se quedaron cuando la plaza empezó a llenarse de ratones. Miles de ellos rodearon al músico y de manera casi mágica, se quedaron pasmados al escuchar el sonido que se colaba por sus orejas.
El flautista, sin dejar de tocar, empezó a caminar y a alejarse del pueblo seguido por una larguísima fila de ratones, que parecían hechizados por la música. Atravesó las montañas y los molestos animales desaparecieron del pueblo para siempre.
¡Todos estaban felices! ¡Por fin se había solucionado el problema! Esa noche, niños y mayores se pusieron sus mejores galas y celebraron una fiesta en la plaza del pueblo con comida, bebida y baile para todo el mundo.
Un par de días después, el flautista regresó para cobrar su recompensa.
– Vengo a por las monedas de oro que me corresponden – le dijo al alcalde – He cumplido mi palabra y ahora usted debe cumplir con la suya.
El mandamás del pueblo le miró fijamente y soltó una gran carcajada.
– ¡Ja ja ja ja! ¿Estás loco? ¿Crees que voy a pagarte un saco repleto de monedas de oro por sólo tocar la flauta? ¡Vete ahora mismo de aquí y no vuelvas nunca más, jovenzuelo!
El flautista se sintió traicionado y decidió vengarse del avaro alcalde. Sin decir ni una palabra, sacó su flauta del bolsillo y de nuevo empezó a tocar una melodía todavía más bella que la que había encandilado a los ratones. Era tan suave y encantadora, que todos los niños del pueblo comenzaron a arremolinarse junto a él para escucharla.
Poco a poco se alejó sin dejar de tocar y todos los niños fueron tras él. Atravesaron las montañas y al llegar a una cueva llena de dulces y golosinas, el flautista les encerró dentro. Cuando los padres se dieron cuenta de que no se oían las risas de los pequeños en las calles salieron de sus hogares a ver qué sucedía, pero ya era demasiado tarde. Los niños habían desaparecido sin dejar rastro.
El gobernante y toda la gente del pueblo comprendieron lo que había sucedido y salieron de madrugada a buscar al flautista para pedirle que les devolviera a sus niños. Tras rastrear durante horas, le encontraron durmiendo profundamente bajo la sombra de un castaño.
– ¡Eh, tú, despierta! – dijo el alcalde, en representación de todos – ¡Devuélvenos a nuestros chiquillos! Los queremos mucho y estamos desolados sin ellos.
El flautista, indignado, contestó:
– ¡Me has mentido! Prometiste un saco de monedas de oro a quien os librara de la plaga de ratones y yo lo hice gustoso. Me merezco la recompensa, pero tu avaricia no tiene límites y ahí tienes tu merecido.
Todos los padres y madres comenzaron a llorar desesperados y a suplicarle que por favor les devolviera a sus niños, pero no servía de nada.
Finalmente, el alcalde se arrodilló frente a él y humildemente, con lágrimas en los ojos, le dijo:
– Lo siento mucho, joven. Me comporté como un estúpido y un ingrato. He aprendido la lección. Toma, aquí tienes el doble de monedas de las que te había prometido. Espero que esto sirva para que comprendas que realmente me siento muy arrepentido.
El joven se conmovió y se dio cuenta de que le pedía perdón de corazón.
– Está bien… Acepto tus disculpas y la recompensa. Espero que de ahora en adelante, seas fiel a tu palabra y cumplas siempre las promesas.
Tomó la flauta entre sus huesudas manos y de nuevo, salió de ella una exquisita melodía. A pocos metros estaba la cueva y de sus oscuras entrañas, comenzaron a salir decenas de niños sanos y salvos, que corrieron a abrazar a sus familias entre risas y alborozos.
Era tanta la felicidad, que nadie se dio cuenta que el joven flautista había recogido ya su bolsa repleta de dinero y con una sonrisa de satisfacción, se alejaba discretamente, tal y como había venido.
Cuento de la lechera
Enviado por dach2901
Había una vez una niña que vivía con sus padres en una granja. Era una buena chica que ayudaba en las tareas de la casa y se ocupaba de colaborar en el cuidado de los animales.
Un día, su madre le dijo:
– Hija mía, esta mañana las vacas han dado mucha leche y yo no me encuentro muy bien. Tengo fiebre y no me apetece salir de casa. Ya eres mayorcita, así que hoy irás tú a vender la leche al mercado ¿Crees que podrás hacerlo?
La niña, que era muy servicial y responsable, contestó a su mamá:
– Claro, mamita, yo iré para que tú descanses.
La buena mujer, viendo que su hija era tan dispuesta, le dio un beso en la mejilla y le prometió que todo el dinero que recaudara sería para ella.
¡Qué contenta se puso! Cogió el cántaro lleno de leche recién ordeñada y salió de la granja tomando el camino más corto hacia el pueblo.
Iba a paso ligero y su mente no dejaba de trabajar. No hacía más que darle vueltas a cómo invertiría las monedas que iba a conseguir con la venta de la leche.
– ¡Ya sé lo que haré! – se decía a sí misma – Con las monedas que me den por la leche, voy a comprar una docena de huevos; los llevaré a la granja, mis gallinas los incubarán, y cuando nazcan los doce pollitos, los cambiaré por un hermoso lechón. Una vez criado será un cerdo enorme. Entonces regresaré al mercado y lo cambiaré por una ternera que cuando crezca me dará mucha leche a diario que podré vender a cambio de un montón de dinero.
La niña estaba absorta en sus pensamientos. Tal y como lo estaba planeando, la leche que llevaba en el cántaro le permitiría hacerse rica y vivir cómodamente toda la vida.
Tan ensimismada iba que se despistó y no se dio cuenta que había una piedra en medio del camino. Tropezó y ¡zas! … La pobre niña cayó de bruces contra el suelo. Sólo se hizo unos rasguños en las rodillas pero su cántaro voló por el aire y se rompió en mil pedazos. La leche se desparramó por todas partes y sus sueños se volatilizaron. Ya no había leche que vender y por tanto, todo había terminado.
– ¡Qué desgracia! Adiós a mis huevos, mis pollitos, mi lechón y mi ternero – se lamentaba la niña entre lágrimas – Eso me pasa por ser ambiciosa.
Con amargura, recogió los pedacitos del cántaro y regresó junto a su familia, reflexionando sobre lo que había sucedido.
Moraleja: a veces la ambición nos hace olvidar que lo importante es vivir y disfrutar el presente.
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