Vuestros cuentos 

kuta, la tortuga inteligente

Enviado por dach2901  

Kuta era una tortuga macho que tenía su hogar en una pradera de África. El reptil, de carácter tranquilo y conformista, siempre se había sentido muy orgulloso de vivir en ese hermoso lugar hasta que las cosas cambiaron y empezó a plantearse emigrar para no volver. La razón era que por culpa de la sequía de los últimos meses casi no crecía hierba fresca y apenas se encontraban bichitos entre las piedras. Debido a la escasez de comida, Kuta pasaba hambre.

Una mañana que caminaba cabizbajo y con el ánimo por los suelos se cruzó con Wolo, un pájaro que solía anidar por los alrededores. El ave levantó la cabeza y saludó muy amablemente.

– Buenas tardes, señor Kuta, ¡cuánto tiempo sin saber de usted! ¿Qué tal le va la vida? Me da la sensación de que está más flaco y ojeroso… ¿Se encuentra bien?

Kuta se sentía débil y no tenía muchas ganas de ponerse a charlar, pero respondió con su habitual cortesía.

– Buenas tardes, señor Wolo. La verdad es que estoy pasando una mala racha. ¿Se puede creer que por más que busco no encuentro ni un mísero gusano que llevarme a la boca? … Como no llueva me temo que muchos animales acabaremos yéndonos de estas tierras.

Wolo puso cara de tristeza al conocer la complicada situación de su vecino.

– ¡Oh, vaya, cuánto lo siento!… Se me ocurre que, si le apetece, puede acompañarme a buscar semillas.

– ¿Semillas?

– Sé que para una tortuga como usted no son un manjar, pero al menos llenará la tripa con algo de alimento.

Wolo tenía toda la razón: las semillas no eran ni de lejos su comida favorita, pero sopesó la oferta y le pareció una oportunidad que no podía rechazar.

– ¡Ah, pues muchas gracias, menos es nada! Y dígame, ¿a dónde tenemos que ir?

El pájaro señaló con el ala hacia el noroeste.

– Detrás de esos árboles hay una finca enorme y el granjero ha plantado un montón de grano. ¡Podremos comer hasta reventar!

La tortuga negó con la cabeza.

– No, no, no, ahí no quiero ir. Ese hombre se pasa horas vigilando con una escopeta y si me descubre estoy perdido. Tenga en cuenta que yo camino, como es obvio, a paso de tortuga, y que no tengo alas para salir volando en caso de peligro.

El señor Wolo se mostró un poco ofendido.

– ¡Por favor, señor Kuta, no se preocupe por eso! ¿Para qué estamos los amigos?… Yo seré como un guardaespaldas para usted. En caso de que aparezca el granjero le asiré por el caparazón y le trasladaré por los aires a un sitio seguro.

Kuta no acababa de fiarse y temía que la cosa acabara mal para él.

– No sé, no sé… El tipo del que hablamos no se anda con tonterías y a la mínima nos mete un cartucho a cada uno en el trasero.

– ¡Calle, calle, no sea agorero! Venga, hombre, sea usted un poco más valiente. Son las mejores semillas de la zona y le van a encantar, se lo aseguro.

El pobre Kuta tenía tanta hambre que empezó a salivar y se dejó convencer.

– ¡Está bien, iré y que la suerte nos acompañe!

———

El pájaro y la tortuga se dirigieron juntos a la enorme finca. Al llegar, cada uno atravesó la valla a su manera, Wolo sobrevolándola y Kuta escarbando un pequeño túnel para pasar por debajo de ella. Una vez dentro empezaron a desenterrar simientes y a zampárselas con avidez.

– ¿Qué me dice, señor Kuta? … ¿Tenía yo razón o no?

Con la boca llena y masticando a dos carrillos, la tortuga exclamó:

– ¡Oh, señor Wolo, estoy disfrutando de lo lindo! ¡Están tan ricas que creo que me voy a hacer vegetariano!

De repente, en plena degustación, casi se atragantan al escuchar unos pasos, los gritos de un hombre… ¡y el sonido de tres disparos!

‘¡BANG! ¡BANG! ¡BANG!’

Sin pararse a pensar que dejaba a su amigo tirado en la finca, Wolo salió volando a la velocidad del rayo y desapareció del mapa en un santiamén. Por el contrario el pobre Kuta se quedó quieto como una estatua, observando estupefacto cómo su supuesto colega defensor se largaba a la primera de cambio.

Tras unos instantes de confusión se percató de que estaba completamente solo e indefenso y se puso a temblar. Un minuto después, el rudo granjero apareció ante él con los brazos en jarras y cara de malas pulgas.

– ¡Ajajá! ¡¿Con que tú eres el bribón que me roba las semillas cada día?!… ¡Pues al saco vas! Esta noche mi mujer y yo cenaremos una riquísima sopa de tortuga macho.

Sin decir nada más, agarró a Kuta por el cogote y lo metió en una bolsa de tela que llevaba colgada en el cinturón. El pobre animal, absolutamente horrorizado, empezó a patalear mientras gritaba:

– ¡Señor, por favor, no lo haga, no lo haga!

El hombre le contestó con retintín.

– Perdone usted, señorito, ¿que no haga qué?

– Déjeme libre, por favor. Es la primera vez que entro en su propiedad, se lo prometo. De hecho yo no quería, pero un pájaro que dijo ser mi amigo insistió y yo… yo tenía tanta hambre que…

– No me sirven las excusitas de última hora… ¡Cazado estás y al puchero irás!

Ignorando las súplicas del animal el granjero puso rumbo a casa mientras Kuta, dentro del saco, empezó a maquinar algo para salvar el pellejo y evitar un final atroz: la cazuela.

– Solo dispongo de unos minutos para idear un plan… ¡Ay, creo que no tengo escapatoria!

Estaba a punto de rendirse cuando la bombilla de las ideas que tenía dentro de su cabecita se iluminó. Sin perder tiempo, desde el interior del saco, gritó lo más alto que pudo:

– ¡Señor, atiéndame un momento, por favor! Usted no lo sabe, pero soy un gran cantante. ¿Quiere escuchar mi dulce voz?

Al granjero no le interesaba en absoluto oír canturrear a una tortuga ladrona, pero no quiso parecer insensible.

– ¡De acuerdo, a mí me da igual, canta si quieres!

Kuta tenía mucha imaginación e inventó en rápidamente una simpática canción que le permitió sacar a relucir todo su talento.



Un pajarraco me engañó

en un campo de centeno

y tirado me dejó

para que me atrapara el dueño.

Encerrado en una bolsa

¿cuál es mi destino cruel?

¡Acabar en la barriga

del granjero y su mujer!



El granjero, sorprendido, empezó a partirse de risa.

– ¡Ja, ja, ja! ¡Ay, qué gracioso eres! No se puede negar que tienes ingenio y cantas estupendamente.

Kuta había conseguido captar su interés y aprovechó la oportunidad. ¡Era ahora o nunca!

– Me encantaría poder cantársela a su esposa también… Si le parece, será mi último deseo.

– Por mí no hay problema, pero ya sabes que después te cenaremos.

———

El granjero llegó al hogar, pero no vio a su mujer por ninguna parte.

– Por la hora que es debe estar en el río haciendo la colada… ¡Iré a enseñarle el botín!

Enseguida la encontró, aclarando la ropa sucia en el agua.

– ¡Querida, mira lo que traigo para ti!

El granjero abrió la bolsa y Kuta asomó la carita para respirar un poco de aire fresco.

– ¡Oh, qué suerte, una tortuga! En cuanto termine nos iremos a casa y prepararemos un caldo especial.

En ese momento, Kuta miró al hombre.

– Recuerde que me prometió que podría cantar a su esposa.

Él le respondió.

– Cierto, y yo siempre cumplo lo que prometo.

La granjera puso cara de asombro.

– ¿He oído bien?… ¿Esta tortuga sabe cantar y quiere que yo la escuche?

– ¡Es toda una artista, ahora lo verás! Tortuguita, demuéstrale a mi mujer lo que sabes hacer.

Kuta trató de ocultar el nerviosismo que le invadía.

– Señora, será un placer actuar para usted, pero aquí dentro hace tanto calor que estoy a puntito de desmayarme. Déjenme en el suelo junto a la orilla para que se me pase el sofoco y me pondré a cantar. Después yo mismo regresaré al saco sin rechistar.

A ambos les pareció que no había inconveniente porque sabían que un animal tan lento jamás podría escapar. Confiado, el granjero colocó a Kuta en la orilla del río.

– Oxigénate un poco aquí fuera y canta la dichosa canción de una vez que se está haciendo tarde.

La tortuga se mostró agradecida.

– Muchas gracias, señores. Esta brisa es maravillosa y ya me encuentro mucho mejor.

Seguidamente, carraspeó para afinar la voz y…



Un pajarraco me engañó

en un campo de centeno,

y tirado me dejó

para que me atrapara el dueño.

Encerrado en una bolsa

¿cuál es mi destino cruel?

¡Acabar en la barriga

del granjero y su mujer!



A la granjera también le dio un ataque de risa.

– ¡Ja, ja, ja!! No sabía que existían tortugas capaces de inventar canciones tan divertidas.

– ¿A que es increíble?… ¡Sin duda estamos ante una tortuga extremadamente lista!

La mujer, entusiasmada, miró a Kuta y le rogó:

– ¡Por favor, cántala de nuevo para que mi esposo y yo podamos bailar! Hace tanto que no lo hacemos…

– ¡Faltaría más, señora!

La tortuga empezó a repetir la tonadilla, que era de lo más pegadiza, y los esposos se pusieron a dar palmas y a danzar alborozados.



Un pajarraco me engañó

en un campo de centeno,

y tirado me dejó

para que me atrapara el dueño.



Se lo estaban pasando tan bien que ni se fijaron que, mientras cantaba, Kuta iba dando pasitos hacia atrás hasta casi tocar el agua con las patas traseras.



Encerrado en una bolsa

¿cuál es mi destino cruel?

Acabar en la barriga,

del granjero y su mujer.



Según entonó el último verso, se tiró al río de espaldas y se dejó arrastrar por la corriente, utilizando su caparazón como si fuera el casco de un barco. Mientras se alejaba vio cómo el granjero y su mujer dejaban de bailotear y se ponían a hacer aspavientos con los brazos, rabiosos por haber sido engañados por una simple tortuga macho.

Cuando los perdió de vista, la inteligente Kuta salió del agua y, sin dejar de tararear la cancioncilla gracias a la cual se había salvado de una muerte segura, buscó un lugar confortable donde pasar la noche.



Un pajarraco me engañó

en un campo de centeno,

y tirado me dejó

para que me atrapara el dueño.

Encerrado en una bolsa

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del granjero y su mujer.

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Kuta, la tortuga inteligente

Enviado por dach2901  

Kuta era una tortuga macho que tenía su hogar en una pradera de África. El reptil, de carácter tranquilo y conformista, siempre se había sentido muy orgulloso de vivir en ese hermoso lugar hasta que las cosas cambiaron y empezó a plantearse emigrar para no volver. La razón era que por culpa de la sequía de los últimos meses casi no crecía hierba fresca y apenas se encontraban bichitos entre las piedras. Debido a la escasez de comida, Kuta pasaba hambre.

Una mañana que caminaba cabizbajo y con el ánimo por los suelos se cruzó con Wolo, un pájaro que solía anidar por los alrededores. El ave levantó la cabeza y saludó muy amablemente.

– Buenas tardes, señor Kuta, ¡cuánto tiempo sin saber de usted! ¿Qué tal le va la vida? Me da la sensación de que está más flaco y ojeroso… ¿Se encuentra bien?

Kuta se sentía débil y no tenía muchas ganas de ponerse a charlar, pero respondió con su habitual cortesía.

– Buenas tardes, señor Wolo. La verdad es que estoy pasando una mala racha. ¿Se puede creer que por más que busco no encuentro ni un mísero gusano que llevarme a la boca? … Como no llueva me temo que muchos animales acabaremos yéndonos de estas tierras.

Wolo puso cara de tristeza al conocer la complicada situación de su vecino.

– ¡Oh, vaya, cuánto lo siento!… Se me ocurre que, si le apetece, puede acompañarme a buscar semillas.

– ¿Semillas?

– Sé que para una tortuga como usted no son un manjar, pero al menos llenará la tripa con algo de alimento.

Wolo tenía toda la razón: las semillas no eran ni de lejos su comida favorita, pero sopesó la oferta y le pareció una oportunidad que no podía rechazar.

– ¡Ah, pues muchas gracias, menos es nada! Y dígame, ¿a dónde tenemos que ir?

El pájaro señaló con el ala hacia el noroeste.

– Detrás de esos árboles hay una finca enorme y el granjero ha plantado un montón de grano. ¡Podremos comer hasta reventar!

La tortuga negó con la cabeza.

– No, no, no, ahí no quiero ir. Ese hombre se pasa horas vigilando con una escopeta y si me descubre estoy perdido. Tenga en cuenta que yo camino, como es obvio, a paso de tortuga, y que no tengo alas para salir volando en caso de peligro.

El señor Wolo se mostró un poco ofendido.

– ¡Por favor, señor Kuta, no se preocupe por eso! ¿Para qué estamos los amigos?… Yo seré como un guardaespaldas para usted. En caso de que aparezca el granjero le asiré por el caparazón y le trasladaré por los aires a un sitio seguro.

Kuta no acababa de fiarse y temía que la cosa acabara mal para él.

– No sé, no sé… El tipo del que hablamos no se anda con tonterías y a la mínima nos mete un cartucho a cada uno en el trasero.

– ¡Calle, calle, no sea agorero! Venga, hombre, sea usted un poco más valiente. Son las mejores semillas de la zona y le van a encantar, se lo aseguro.

El pobre Kuta tenía tanta hambre que empezó a salivar y se dejó convencer.

– ¡Está bien, iré y que la suerte nos acompañe!

———

El pájaro y la tortuga se dirigieron juntos a la enorme finca. Al llegar, cada uno atravesó la valla a su manera, Wolo sobrevolándola y Kuta escarbando un pequeño túnel para pasar por debajo de ella. Una vez dentro empezaron a desenterrar simientes y a zampárselas con avidez.

– ¿Qué me dice, señor Kuta? … ¿Tenía yo razón o no?

Con la boca llena y masticando a dos carrillos, la tortuga exclamó:

– ¡Oh, señor Wolo, estoy disfrutando de lo lindo! ¡Están tan ricas que creo que me voy a hacer vegetariano!

De repente, en plena degustación, casi se atragantan al escuchar unos pasos, los gritos de un hombre… ¡y el sonido de tres disparos!

‘¡BANG! ¡BANG! ¡BANG!’

Sin pararse a pensar que dejaba a su amigo tirado en la finca, Wolo salió volando a la velocidad del rayo y desapareció del mapa en un santiamén. Por el contrario el pobre Kuta se quedó quieto como una estatua, observando estupefacto cómo su supuesto colega defensor se largaba a la primera de cambio.

Tras unos instantes de confusión se percató de que estaba completamente solo e indefenso y se puso a temblar. Un minuto después, el rudo granjero apareció ante él con los brazos en jarras y cara de malas pulgas.

– ¡Ajajá! ¡¿Con que tú eres el bribón que me roba las semillas cada día?!… ¡Pues al saco vas! Esta noche mi mujer y yo cenaremos una riquísima sopa de tortuga macho.

Sin decir nada más, agarró a Kuta por el cogote y lo metió en una bolsa de tela que llevaba colgada en el cinturón. El pobre animal, absolutamente horrorizado, empezó a patalear mientras gritaba:

– ¡Señor, por favor, no lo haga, no lo haga!

El hombre le contestó con retintín.

– Perdone usted, señorito, ¿que no haga qué?

– Déjeme libre, por favor. Es la primera vez que entro en su propiedad, se lo prometo. De hecho yo no quería, pero un pájaro que dijo ser mi amigo insistió y yo… yo tenía tanta hambre que…

– No me sirven las excusitas de última hora… ¡Cazado estás y al puchero irás!

Ignorando las súplicas del animal el granjero puso rumbo a casa mientras Kuta, dentro del saco, empezó a maquinar algo para salvar el pellejo y evitar un final atroz: la cazuela.

– Solo dispongo de unos minutos para idear un plan… ¡Ay, creo que no tengo escapatoria!

Estaba a punto de rendirse cuando la bombilla de las ideas que tenía dentro de su cabecita se iluminó. Sin perder tiempo, desde el interior del saco, gritó lo más alto que pudo:

– ¡Señor, atiéndame un momento, por favor! Usted no lo sabe, pero soy un gran cantante. ¿Quiere escuchar mi dulce voz?

Al granjero no le interesaba en absoluto oír canturrear a una tortuga ladrona, pero no quiso parecer insensible.

– ¡De acuerdo, a mí me da igual, canta si quieres!

Kuta tenía mucha imaginación e inventó en rápidamente una simpática canción que le permitió sacar a relucir todo su talento.



Un pajarraco me engañó

en un campo de centeno

y tirado me dejó

para que me atrapara el dueño.

Encerrado en una bolsa

¿cuál es mi destino cruel?

¡Acabar en la barriga

del granjero y su mujer!



El granjero, sorprendido, empezó a partirse de risa.

– ¡Ja, ja, ja! ¡Ay, qué gracioso eres! No se puede negar que tienes ingenio y cantas estupendamente.

Kuta había conseguido captar su interés y aprovechó la oportunidad. ¡Era ahora o nunca!

– Me encantaría poder cantársela a su esposa también… Si le parece, será mi último deseo.

– Por mí no hay problema, pero ya sabes que después te cenaremos.

———

El granjero llegó al hogar, pero no vio a su mujer por ninguna parte.

– Por la hora que es debe estar en el río haciendo la colada… ¡Iré a enseñarle el botín!

Enseguida la encontró, aclarando la ropa sucia en el agua.

– ¡Querida, mira lo que traigo para ti!

El granjero abrió la bolsa y Kuta asomó la carita para respirar un poco de aire fresco.

– ¡Oh, qué suerte, una tortuga! En cuanto termine nos iremos a casa y prepararemos un caldo especial.

En ese momento, Kuta miró al hombre.

– Recuerde que me prometió que podría cantar a su esposa.

Él le respondió.

– Cierto, y yo siempre cumplo lo que prometo.

La granjera puso cara de asombro.

– ¿He oído bien?… ¿Esta tortuga sabe cantar y quiere que yo la escuche?

– ¡Es toda una artista, ahora lo verás! Tortuguita, demuéstrale a mi mujer lo que sabes hacer.

Kuta trató de ocultar el nerviosismo que le invadía.

– Señora, será un placer actuar para usted, pero aquí dentro hace tanto calor que estoy a puntito de desmayarme. Déjenme en el suelo junto a la orilla para que se me pase el sofoco y me pondré a cantar. Después yo mismo regresaré al saco sin rechistar.

A ambos les pareció que no había inconveniente porque sabían que un animal tan lento jamás podría escapar. Confiado, el granjero colocó a Kuta en la orilla del río.

– Oxigénate un poco aquí fuera y canta la dichosa canción de una vez que se está haciendo tarde.

La tortuga se mostró agradecida.

– Muchas gracias, señores. Esta brisa es maravillosa y ya me encuentro mucho mejor.

Seguidamente, carraspeó para afinar la voz y…



Un pajarraco me engañó

en un campo de centeno,

y tirado me dejó

para que me atrapara el dueño.

Encerrado en una bolsa

¿cuál es mi destino cruel?

¡Acabar en la barriga

del granjero y su mujer!



A la granjera también le dio un ataque de risa.

– ¡Ja, ja, ja!! No sabía que existían tortugas capaces de inventar canciones tan divertidas.

– ¿A que es increíble?… ¡Sin duda estamos ante una tortuga extremadamente lista!

La mujer, entusiasmada, miró a Kuta y le rogó:

– ¡Por favor, cántala de nuevo para que mi esposo y yo podamos bailar! Hace tanto que no lo hacemos…

– ¡Faltaría más, señora!

La tortuga empezó a repetir la tonadilla, que era de lo más pegadiza, y los esposos se pusieron a dar palmas y a danzar alborozados.



Un pajarraco me engañó

en un campo de centeno,

y tirado me dejó

para que me atrapara el dueño.



Se lo estaban pasando tan bien que ni se fijaron que, mientras cantaba, Kuta iba dando pasitos hacia atrás hasta casi tocar el agua con las patas traseras.



Encerrado en una bolsa

¿cuál es mi destino cruel?

Acabar en la barriga,

del granjero y su mujer.



Según entonó el último verso, se tiró al río de espaldas y se dejó arrastrar por la corriente, utilizando su caparazón como si fuera el casco de un barco. Mientras se alejaba vio cómo el granjero y su mujer dejaban de bailotear y se ponían a hacer aspavientos con los brazos, rabiosos por haber sido engañados por una simple tortuga macho.

Cuando los perdió de vista, la inteligente Kuta salió del agua y, sin dejar de tararear la cancioncilla gracias a la cual se había salvado de una muerte segura, buscó un lugar confortable donde pasar la noche.



Un pajarraco me engañó

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La manchas del jaguar

Enviado por dach2901  

Cuenta una antigua leyenda que hace miles de años, cuando todavía no existía el ser humano, hubo un jaguar al que sucedió algo muy especial. ¿Quieres conocer su historia?

Parece ser que el animal era plenamente feliz porque estaba en buena forma física, tenía alimentos de sobra a su alcance, y se llevaba estupendamente con el resto de animales; además, se sentía agradecido por poder despertarse cada mañana en uno de los lugares más hermosos que uno podía imaginar: la maravillosa península del Yucatán.

Como a todo buen felino le encantaba pasear por el bosque envuelto en la oscuridad de la noche y escalar la montaña durante el día, pero sin lugar a dudas su afición favorita era lamer su propio pelaje, tan amarillo y brillante como el mismísimo sol. Para él era fundamental mantenerlo limpio, no solo para sentirse más guapo y aseado, sino también porque era consciente de que suscitaba una enorme admiración. Sí, presumía un poco de pelo rubio, ¡pero es que se sentía tan orgulloso de él que no lo podía evitar!

———-

Una tarde de verano estaba dormitando bajo un árbol de aguacate cuando de repente se sobresaltó al escuchar unos ruidos rarísimos sobre su cabeza.

– ¿Qué ha sido eso?… ¿Quién anda por ahí perturbando el descanso de los demás?

Miró hacia arriba y contempló extrañado que las ramas se agitaban y parecían chillar. Abrió sus grandes ojos y al enfocar la mirada descubrió que se trataba de tres monos que, para entretenerse, estaban compitiendo a ver quién arrancaba más frutos maduros en menos tiempo.

Entre sorprendido y enfadado les gritó:

– ¡Un respeto, por favor! ¿No veis que estoy durmiendo la siesta justo aquí abajo? ¡Dejad ese estúpido juego de una vez!

Los monos estaban pasándoselo tan bien, venga a reír y a saltar de una rama a otra, que no le hicieron ni caso. De hecho, empezaron a lanzar aguacates al aire para ver cómo se despedazaban y lo salpicaban todo al chocar contra el suelo ¡Les parecía un juego divertidísimo!

El jaguar, que ya tenía una edad en la que no soportaba ese tipo de tonterías, empezó a perder la paciencia. Muy serio, se puso a cuatro patas, levantó la cabeza, y rugiendo les enseñó los colmillos a ver si se daban por aludidos. Nada, como si no existiera.

– ¡Estoy harto de tanto alboroto y de que desperdiciéis la comida de esa manera! ¡Poned fin a la juerga o tendréis que véroslas conmigo!

Por increíble que parezca ninguna amenaza surtió efecto y los monos siguieron a lo suyo. Por poco tiempo, eso sí, pues la mala suerte quiso que uno de los aguacates se estrellara en el lomo del jaguar. El golpe fue intenso y se retorció de dolor.

– ¡Ay, ay, menudo porrazo me habéis dado con uno de esos malditos aguacates!

Se palpó y notó que la zona se estaba inflamando, pero lo más grave fue comprobar cómo la pulpa se desparramaba por su pelo como si fuera manteca, formando un asqueroso pegote verde. El presumido felino se puso, nunca mejor dicho, hecho una fiera.

– No… no… no puede ser… ¡Acabáis de destrozar mi bello y sedoso pelaje dorado, panda de inútiles!… ¡¿Quién ha sido el culpable?!

El mono que tenía las orejas más puntiagudas puso tal cara de pánico que él solito se delató; el jaguar, con los nervios a flor de piel, reaccionó como suelen hacer los jaguares cuando se enfadan de verdad: pegó un salto gigantesco, y cuando estuvo a la altura del insolente animal, levantó la pata derecha y le asestó un zarpazo en la barriga. La víctima chilló de dolor, pero por suerte la herida era poco profunda y pudo salvar el pellejo.

Para no tentar más a la suerte, propuso la retirada inmediata a sus compañeros.

– ¡Chicos, rápido, debemos irnos!… ¡Hay que escapar antes de que acabe con nosotros!

¡Dicho y hecho! Los tres amigos bajaron del árbol y huyeron despavoridos campos a través. Lejos del peligro, el mono herido dijo a los otros dos:

– Sé que el jaguar no merecía recibir un golpe con el aguacate y que ensucié su lindo pelo, pero no hubo mala intención por mi parte ¡Le di sin querer y mirad lo que me ha hecho!

El mono mostró las marcas largas y ensangrentadas que las garras habían dejado sobre su piel.

– ¡No os podéis imaginar lo mucho que duele y escuece!… Sinceramente, creo que esto no se puede quedar así. Lo mejor es que vayamos a ver a Yum Kaax. ¡Él sabrá darnos el mejor de los consejos!

———-

Yum Kaax, dios protector de las plantas y los animales, vivía en la montaña y era muy querido por su bondad, sabiduría y amabilidad. Recibió a los tres monitos con un sonrisa, los brazos abiertos y luciendo en la cabeza su característico tocado con forma de mazorca de maíz.

– Bienvenidos a mi hogar. ¿En qué puedo ayudaros?

El mono que había tenido la idea de solicitar audiencia a la divinidad se disculpó.

– Señor, perdone que le molestemos a estas horas, pero hemos tenido un grave encontronazo con un jaguar.

– Está bien, tranquilos, contadme lo sucedido.

El trío fue detallando la desagradable situación que había vivido minutos antes. Nada más terminar, el joven dios, ya sin la sonrisa en la boca, resolvió:

– Tengo que deciros que vuestro comportamiento ha sido penoso. ¡No se puede molestar a los demás mientras duermen, y por supuesto, tampoco es ético desperdiciar los aguacates que nos regala la tierra!… ¿Acaso no os han enseñado que está muy mal despilfarrar la comida?

Los monos agacharon la cabeza avergonzados. Yum Kaax continuó con la reprimenda.

– Para que aprendáis la lección, durante dos meses vais a trabajar para mí limpiando los campos y recogiendo parte de la cosecha de cereal. ¡Este año estamos desbordados y toda ayuda es poca!

Los tres amigos abrieron la boca para protestar, pero el dios no les dejó.

– ¡No admito quejas! Creo que será una buena forma de que vosotros también maduréis… ¡como los aguacates! ¡Ja ja ja!

Los monos no pillaron la gracia y solo el dios se rio de su propio chiste.

– Madurar… Aguacates… ¡Bah, ya veo que no lo habéis entendido! En fin, sigamos con el tema que nos ocupa.

Se quedó unos segundos pensativos y decidió el castigo para el felino.

– Dejaré que volváis a subir al árbol y le lancéis unos cuantos aguacates al lomo. Esta vez, gracias a mis poderes mágicos, no le servirá de nada limpiarse y quedará marcado para siempre. Pagará por lo que ha hecho y de paso aprenderá a ser menos engreído.

El dios tomó aire e hizo una advertencia:

– Debo deciros que hay dos normas que deberéis respetar a toda costa: la primera, lanzar los aguacates con cuidado para no hacerle daño.

Los tres monos dijeron que sí con la cabeza.

– Y la segunda, deben ser aguacates muy maduros, de los que ya no se pueden comer porque están muy blandos y oscuros, a punto de pudrirse. No le causaréis dolor, pero su pelo quedará manchado de por vida porque lo decido yo.

Los monos aceptaron las condiciones y tras dar las gracias a Yum Kaax se fueron directos al árbol de aguacate. Al llegar comprobaron que el jaguar había ido a bañarse al río, por lo que aprovecharon su ausencia para ocultarse entre las ramas. Desde allí le vieron regresar, de nuevo con el pelo reluciente, dispuesto a continuar su plácida siesta.

El mono de orejas puntiagudas, que era el que dirigía la operación, susurró a sus colegas:

– Ahí viene… ¡Preparemos el arsenal!

El jaguar, totalmente ajeno a lo que le esperaba, se acostó sobre la hierba y se durmió. En cuanto escucharon los resoplidos, los tres primates cogieron varios aguacates blandengues, que por cierto ya olían bastante mal, y se los lanzaron sin contemplaciones. El atacado se despertó al momento y horrorizado comprobó cómo un montón de pulpa negra y viscosa llenaba de manchas su finísimo y precioso pelaje.

– ¡¿Pero qué está pasando?!… ¿Quién me ataca?… ¡¿Qué es esta porquería?!

El jefecillo, satisfecho con el resultado, se asomó entre las hojas y gritó:

– Cumplimos órdenes del dios Yum Kaax. A partir de ahora, tú y descendientes luciréis motas oscuras hasta el fin de los tiempos. Para ti, se acabó el presumir.

El jaguar corrió a lavarse al rio, mas por mucho que se puso a remojo, las manchas no se disolvieron. Cuando salió del agua empezó a llorar de pura tristeza y no tuvo más remedio que aceptar el castigo impuesto por el dios.

Desde ese día, los monos tienen prohibido jugar a guerras de aguacates y todos los jaguares tienen manchas.

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La historia de Llivan

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En un país llamado Colombia, cerca de la cordillera de los Andes, habitaba una tribu indígena que llevaba muchísimos años instalada en esas tierras. Sus miembros eran personas sencillas que convivían pacíficamente, hasta que un día el grupo de los jóvenes se reunió en asamblea y tomó una terrible decisión: ¡expulsar del poblado a todos los ancianos!

Los arrogantes muchachos declararon que los viejecitos se habían convertido en un estorbo para el buen funcionamiento de la comunidad porque ya no tenían fuerzas para cargar los sacos de semillas y porque sus movimientos se habían vuelto tan torpes que necesitaban ayuda incluso para comer o asearse. Por estas razones, aseguraron, era necesario echarlos para siempre.

Tan solo un chico bueno y generoso llamado Llivan creyó que se estaba cometiendo una gran injusticia y se rebeló contra los demás:

– ¡¿Estáis locos?!… ¡No podemos hacer esa barbaridad! Les debemos todo lo que somos, todo lo que poseemos. Ellos siempre nos han ayudado y ahora somos nosotros quienes debemos cuidarlos con amor y respeto.

Desgraciadamente ninguno se conmovió y Llivan tuvo que contemplar horrorizado cómo los ancianos eran obligados a abandonar sus hogares.

– ¡Esto es horrible! Nadie se merece que le traten así.

Cuando los vio alejarse del pueblo con la cabeza agachada y arrastrando los pies, decidió que no podía quedarse de brazos cruzados. Sin pararse a pensar, echó a correr hasta alcanzarlos.

– ¡Esperen, por favor, esperen! Si me lo permiten iré con ustedes para que se sientan más seguros y ayudarles a buscar un buen lugar donde vivir.

El de más edad sonrió y aceptó la propuesta en su nombre y el de los demás.

– Claro que sí, Llivan. Tú eres un buen muchacho y no un canalla. Agradecemos mucho tu compañía y toda la ayuda que nos puedas proporcionar.

– ¡Oh no, no me den las gracias! Siento que es mi deber, pero les aseguro que lo hago con gusto.

Llivan se puso al frente y los dirigió hacia un cálido y hermoso valle rodeado de montañas. Tardaron varias horas, pero mereció la pena.

– ¡Este es el lugar elegido para montar el nuevo poblado! La tierra es fértil, ideal para cultivar. Además, está atravesado por un rio en el que podremos pescar a diario. ¿No les parece perfecto?

El más anciano reconoció que la elección era excelente.

– Tienes buen ojo, Llivan. Ciertamente es un paraje maravilloso.

Llivan respiró hondo y llenó sus pulmones de aire puro.

– ¿Pues a qué estamos esperando?… ¡Pongámonos manos a la obra!

Durante semanas el muchacho trabajó a un ritmo frenético, construyendo casas de barro, madera y paja durante el día, y fabricando artilugios de caza y pesca a la luz de la hoguera al caer la noche. Era el único que tenía fuerza física para realizar las tareas más duras, pero los ancianos, que poseían la sabiduría y experiencia de toda una vida, también ponían su granito de arena dirigiendo las obras.

Gracias a los buenos consejos de los mayores y al gran esfuerzo de Llivan, el objetivo se consiguió antes de lo esperado. Mientras tanto, en la otra tribu, los jóvenes tomaron el mando y todo se descontroló, principalmente porque ignoraban cómo se hacían las cosas y no había ancianos a los que pedir consejo. Esto era muy grave sobre todo si alguien caía enfermo, pues los remedios a base de plantas medicinales solo los conocían los abuelos y allí no quedaba ni uno. Donde antes había paz y bienestar, ahora reinaba el caos.

——–

Pasaron unos años y Llivan se convirtió en un adulto sano y fuerte. Su vida con los ancianos era feliz y solo echaba en falta una cosa: formar su propia familia. Por esa razón, un día decidió expresarles sus sentimientos.

– Queridos amigos, saben que soy muy dichoso aquí, pero la verdad es que también me gustaría casarme y tener hijos. El problema es que en este poblado no hay ninguna mujer. Como ustedes son como mis padres quiero pedirles permiso para ir al pueblo de los jóvenes. ¡Quién sabe, quizás allí pueda conocer alguna chica especial!

El que siempre daba el visto bueno le dio una palmadita en el hombro y expresó su conformidad:

– ¡Por supuesto que tienes nuestra aprobación! Nosotros te adoramos, pero es normal que quieras enamorarte, casarte y tener hijos. Anda, ve y busca esa esposa que tanto deseas, pero por favor, ten mucho cuidado.

– ¡Gracias, muchas gracias, les llevaré en mi corazón!

Después de repartir un montón de abrazos, Llivan tomó rumbo a su antigua aldea. Era casi de noche cuando puso un pie en ella y no pudo evitar emocionarse.

– ¡Oh, cuántos años sin ver el lugar donde nací! Pero… ¿por qué está todo tan sucio y destartalado? ¡Me temo que aquí pasa algo raro!

Estaba intentando comprender qué sucedía en el instante en que se le echaron encima varios hombres que le apresaron y ataron a un árbol. El que parecía el líder, le gritó al oído:

– Te hemos reconocido, Llivan… ¡¿Cómo te atreves a volver?!… ¡Tú, que hace años nos traicionaste!

Llivan se percató de que estaba ante el grupo que había expulsado a los viejecitos y enrojeció de ira.

– ¿Qué yo os traicioné?… ¡Sois una panda de desvergonzados y cobardes! … ¡Suéltame ahora mismo!

El jefecillo se rio y dijo en tono burlón:

– ¡Uy, sí, creerás que soy tan tonto!… Ahora mandamos nosotros, y mira por donde, eres nuestro prisionero. En cuanto amanezca, tendrás tu merecido.

Dicho esto se alejaron unos cincuenta metros y se sentaron en corro, a comer y beber sin medida. Aprovechando que estaban entretenidos y no le hacían ni caso, Llivan trató de liberarse, pero ¡las cuerdas apretaban demasiado!

Estaba a punto de resignarse cuando de entre las sombras apareció una mujer de ojos negros y cabello rizado hasta la cintura que, sin hacer ruido, se acercó a él y le susurró:

– ¿Quién eres tú y qué haces atado a un tronco?

Llivan también le contestó en tono bajito.

– Me llamo Llivan y crecí en este poblado, pero cuando hace años desterraron a los ancianos me fui con ellos. Hoy he regresado a este lugar que tanto amo, pero nada más llegar he sido capturado por esa gentuza que ves allí.

La muchacha miró de reojo al grupo de hombres, temerosa de que la descubrieran.

– Llivan… Llivan… Sí, claro, me acuerdo de ti. Bueno, en realidad todo el mundo en esta zona conoce tu historia.

– ¿Ah, sí?… Y dime, ¿qué tal van las cosas en la tribu?

– ¡Pues la verdad es que fatal! Esos tipos no son buenos y no tienen ni idea de gobernar. Por su culpa la gente es cada vez más pobre e ignorante.

– ¿Echaron a los ancianos y encima llevan años comportándose como tiranos?… Lo siento, pero no entiendo que aceptéis sus normas… ¡Deberíais sublevaros!

– No, no las aceptamos, pero siempre van armados y nadie se atreve a enfrentarse a ellos. ¡No podemos hacer nada más que aguantar!

– ¡Pues creo que ha llegado la hora de poner fin a esta indecencia! Si me ayudas a escapar lo solucionaré… ¡Te lo prometo!

La mujer clavó sus ojos en los de Llivan y sintió que estaba siendo sincero. Sin dudarlo, desató la cuerda que ataba sus manos.

– ¡Vamos a mi casa, allí estarás seguro!

Se fueron sigilosamente y llegaron a una choza pequeña y humilde. Junto a la entrada, tumbado en una hamaca polvorienta, estaba su hermano pequeño.

– Querido hermanito, escúchame con atención: mi amigo Llivan va a ayudarnos a deshacernos de esos déspotas que tienen a todo el pueblo dominado, pero necesitamos tu colaboración.

– Eso está bien, pero… ¿qué es lo que tengo que hacer?

Llivan tenía muy claros los pasos a seguir.

– Por favor, avisa a todos los vecinos ¡Quiero que vengan aquí cuanto antes!

– De acuerdo, no tardaré.

Minutos después, decenas de personas escuchaban el discurso de Llivan bajo la pálida luz de la luna.

– Amigos, este era un pueblo próspero hasta que un día los jóvenes se hicieron con el gobierno. Han pasado los años y mirad el resultado: sois más infelices y vivís mucho peor que antes.

Todos asintieron con la cabeza reconociendo que lo que decía era cierto.

– Echar a los ancianos fue un error, pero creo que todavía hay solución. ¡Vamos a hacer que los gobernantes se arrepientan! Para ello necesito que cada uno de vosotros coja una ortiga del campo.

No sabían que pretendía Llivan, pero obedecieron sin rechistar; después, se fueron en busca de los dictadores y los encontraron tirados en el suelo, profundamente dormidos. Llivan dio la orden de actuar.

– Están roncando como leones… ¡Es nuestra oportunidad! Vamos a desnudarlos y a esperar.

Les quitaron las ropas en un santiamén y aguardaron unos minutos a que el frío de la noche los despertara. Cuando los individuos abrieron los ojos se encontraron rodeados por más de cien personas con cara amenazadora y una ortiga en la mano. ¡No tenían escapatoria!

Entonces, Llivan alzó la voz:

– Hace años cometisteis una injusticia tremenda con vuestros mayores, y por si eso fuera poco, habéis arruinado a vuestro pueblo. ¡Sois unos auténticos irresponsables! Si no queréis que frotemos vuestros cuerpos con ortigas, reconoced error y disculpaos ahora mismo.

Los hombres se miraron aterrados y ni lo dudaron: se pusieron de rodillas y llorando como niños pidieron perdón entre lagrimones.

– A partir de ahora respetaréis a todas las personas por igual y trabajaréis en beneficio de la comunidad hasta que el pueblo vuelva a ser un lugar floreciente.

El aplauso fue unánime.

– Gracias, muchas gracias, amigos, pero falta lo más importante: que regresen los abuelos que un día tuvieron que abandonar su hogar.

Llivan escuchó otra ovación y sintió que había dicho y hecho lo correcto.

– En cuanto salga el sol iré a por ellos. Espero que cuando vuelvan les traten con el amor y respeto que merecen.

Tres días después, los abuelitos entraron en su antiguo pueblo y fueron recibidos con aplausos, abrazos y besos. El momento de felicidad colectiva que se vivió fue único e irrepetible.

——–

¡Al fin todo volvía a ser como antes!… Bueno, todo no, porque para Llivan las cosas fueron aún mejor. Por unanimidad fue elegido gobernador del pueblo y, al llegar la primavera, se casó con la hermosa muchacha que le había ayudado a acabar con la injusticia. Dice la historia que formaron una familia numerosa y fueron felices para siempre.

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El cordero envidioso

Enviado por dach2901  

Esta pequeña y sencilla historia cuenta lo que sucedió a un cordero que por envidia traspasó los límites del respeto y ofendió a sus compañeros. ¿Quieres conocerla?

El corderito en cuestión vivía como un marqués, o mejor dicho como un rey, por la sencilla razón de que era el animal más mimado de la granja. Ni los cerdos, ni los caballos, ni las gallinas, ni el resto de ovejas y carneros mayores que él, disfrutaban de tantos privilegios. Esto se debía a que era tan blanquito, tan suave y tan lindo, que las tres hijas de los granjeros lo trataban como a un animal de compañía al que malcriaban y concedían todos los caprichos.

Cada mañana, en cuanto salía el sol, las hermanas acudían al establo para peinarlo con un cepillo especial untado en aceite de almendras que mantenía sedosa y brillante su rizada lana. Tras ese reconfortante tratamiento de belleza lo acomodaban sobre un mullido cojín de seda y acariciaban su cabecita hasta que se quedaba profundamente dormido. Si al despertar tenía sed le ofrecían agua del manantial perfumada con unas gotitas de limón, y si sentía frío se daban prisa por taparlo con una amorosa manta de colores tejida por ellas mismas. En cuanto a su comida no era ni de lejos la misma que recibían sus colegas, cebados a base de pienso corriente y moliente. El afortunado cordero tenía su propio plato de porcelana y se alimentaba de las sobras de la familia, por lo que su dieta diaria consistía en exquisitos guisos de carne y postres a base de cremas de chocolate que endulzaban aún más su empalagosa vida.

Curiosamente, a pesar de tener más derechos que ninguno, este cordero favorecido y sobrealimentado era un animal extremadamente egoísta: en cuanto veía que los granjeros rellenaban de pienso el comedero común, echaba a correr pisoteando a los demás para llegar el primero y engullir la máxima cantidad posible. Obviamente, el resto del rebaño se quedaba estupefacto pensando que no había ser más canalla que él en todo el planeta.

Un día la oveja jefa, la que más mandaba, le dijo en tono muy enfadado:

– ¡Pero qué cara más dura tienes! No entiendo cómo eres capaz de quitarle la comida a tus amigos. ¡Tú, que vives entre algodones y lo tienes todo!… ¡Eres un sinvergüenza!

– Bueno, bueno, te estás pasando un poco… ¡Eso que dices no es justo!

– ¡¿Qué no es justo?!…Llevas una vida de lujo y te atiborras a diario de manjares exquisitos, dignos de un emperador. ¿Es que no tienes suficiente con todo lo que te dan? ¡Haz el favor de dejar el pienso para nosotros!

El cordero puso cara de circunstancias y, con la insolencia de quien lo tiene todo, respondió demostrando muy poca sensibilidad.

– La verdad es que como hasta reventar y este pienso está malísimo comparado con las delicias que me dan, pero lo siento… ¡no soporto que los demás disfruten de algo que yo no poseo!

La oveja se quedó de piedra pómez.

– ¿Me estás diciendo que te comes nuestra humilde comida por envidia?

El cordero se encogió de hombros y puso cara de indiferencia.

– Si quieres llamarlo envidia, me parece bien.

Ahora sí, la oveja entró en cólera.

– ¡Muy bien, pues tú te lo has buscado!

Sin decir nada más pegó un silbido que resonó en toda la granja. Segundos después, treinta y tres ovejas y nueve carneros acudieron a su llamada. Entre todos rodearon al desconsiderado cordero.

– ¡Escuchadme atentamente! Como ya sabéis, este cordero repeinado e inflado a pasteles se come todos los días parte de nuestro pienso, pero lo peor de todo es que no lo hace por hambre, no… ¡lo hace por envidia! ¿No es abominable?

El malestar empezó a palparse entre la audiencia y la oveja continuó con su alegato.

– En un rebaño no se permiten ni la codicia ni el abuso de poder, así que, en mi opinión, ya no hay sitio para él en esta granja. ¡Que levante la pata quien esté de acuerdo con que se largue de aquí para siempre!

No hizo falta hacer recuento: todos sin excepción alzaron sus pezuñas. Ante un resultado tan aplastante, la jefa del clan determinó su expulsión.

– Amigo, esto te lo has ganado tú solito por tu mal comportamiento. ¡Coge tus pertenencias y vete!

Eran todos contra uno, así que el cordero no se atrevió a rechistar. Se llevó su cojín de seda oriental como único recuerdo de la opulenta vida que dejaba atrás y atravesó la campiña a toda velocidad. Hay que decir que una vez más la fortuna le acompañó, pues antes del anochecer llegó a un enorme rancho que a partir de ese día se convirtió en su nuevo hogar. Eso sí, en ese lugar no encontró niñas que le cepillaran el pelo, le dieran agua con limón o le regalaran las sobras del asado. Allí fue, simplemente, uno más en el establo.

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El flautista de Hamelin

Enviado por dach2901  

Érase una vez un precioso pueblo llamado Hamelin. En él se respiraba aire puro todo el año puesto que estaba situado en un valle, en plena naturaleza. Las casas salpicaban el paisaje rodeadas de altas montañas y muy cerca pasaba un río en el que sus habitantes solían pescar y bañarse cuando hacía buen tiempo. Siempre había alimentos de sobra para todos, ya que las familias criaban ganado y plantaban cereales para hacer panes y pasteles todo el año. Se puede decir que Hamelin era un pueblo donde la gente era feliz.


Un día, sucedió algo muy extraño. Cuando los habitantes de Hamelin se levantaron por la mañana, empezaron a ver ratones por todas partes. Todos corrieron presos del pánico a cerrar las puertas de sus graneros para que no se comieran el trigo. Pero esto no sirvió de mucho porque en cuestión de poco tiempo, el pueblo había sido invadido por miles de roedores que campaban a sus anchas calle arriba y calle abajo, entrando por todas las rendijas y agujeros que veían. La situación era incontrolable y nadie sabía qué hacer.

Por la tarde, el alcalde mandó reunir a todos los habitantes del pueblo en la plaza principal. Se subió a un escalón muy alto y gritando, para que todo el mundo le escuchara, dijo:

– Se hace saber que se recompensará con un saco de monedas de oro al valiente que consiga liberarnos de esta pesadilla.

La noticia se extendió rápidamente por toda la comarca y al día siguiente, se presentó un joven flaco y de ojos grandes que tan sólo llevaba un saco al hombro y una flauta en la mano derecha. Muy decidido, se dirigió al alcalde y le dijo con gesto serio:

– Señor, vengo a ayudarles. Yo limpiaré esta ciudad de ratones y todo volverá a la normalidad.

Sin esperar ni un minuto más, se dio la vuelta y comenzó a tocar la flauta. La melodía era dulce y maravillosa. Los lugareños se miraron sin entender nada, pero más sorprendidos se quedaron cuando la plaza empezó a llenarse de ratones. Miles de ellos rodearon al músico y de manera casi mágica, se quedaron pasmados al escuchar el sonido que se colaba por sus orejas.

El flautista, sin dejar de tocar, empezó a caminar y a alejarse del pueblo seguido por una larguísima fila de ratones, que parecían hechizados por la música. Atravesó las montañas y los molestos animales desaparecieron del pueblo para siempre.

¡Todos estaban felices! ¡Por fin se había solucionado el problema! Esa noche, niños y mayores se pusieron sus mejores galas y celebraron una fiesta en la plaza del pueblo con comida, bebida y baile para todo el mundo.

Un par de días después, el flautista regresó para cobrar su recompensa.

– Vengo a por las monedas de oro que me corresponden – le dijo al alcalde – He cumplido mi palabra y ahora usted debe cumplir con la suya.

El mandamás del pueblo le miró fijamente y soltó una gran carcajada.

– ¡Ja ja ja ja! ¿Estás loco? ¿Crees que voy a pagarte un saco repleto de monedas de oro por sólo tocar la flauta? ¡Vete ahora mismo de aquí y no vuelvas nunca más, jovenzuelo!

El flautista se sintió traicionado y decidió vengarse del avaro alcalde. Sin decir ni una palabra, sacó su flauta del bolsillo y de nuevo empezó a tocar una melodía todavía más bella que la que había encandilado a los ratones. Era tan suave y encantadora, que todos los niños del pueblo comenzaron a arremolinarse junto a él para escucharla.

Poco a poco se alejó sin dejar de tocar y todos los niños fueron tras él. Atravesaron las montañas y al llegar a una cueva llena de dulces y golosinas, el flautista les encerró dentro. Cuando los padres se dieron cuenta de que no se oían las risas de los pequeños en las calles salieron de sus hogares a ver qué sucedía, pero ya era demasiado tarde. Los niños habían desaparecido sin dejar rastro.

El gobernante y toda la gente del pueblo comprendieron lo que había sucedido y salieron de madrugada a buscar al flautista para pedirle que les devolviera a sus niños. Tras rastrear durante horas, le encontraron durmiendo profundamente bajo la sombra de un castaño.

– ¡Eh, tú, despierta! – dijo el alcalde, en representación de todos – ¡Devuélvenos a nuestros chiquillos! Los queremos mucho y estamos desolados sin ellos.

El flautista, indignado, contestó:

– ¡Me has mentido! Prometiste un saco de monedas de oro a quien os librara de la plaga de ratones y yo lo hice gustoso. Me merezco la recompensa, pero tu avaricia no tiene límites y ahí tienes tu merecido.

Todos los padres y madres comenzaron a llorar desesperados y a suplicarle que por favor les devolviera a sus niños, pero no servía de nada.

Finalmente, el alcalde se arrodilló frente a él y humildemente, con lágrimas en los ojos, le dijo:

– Lo siento mucho, joven. Me comporté como un estúpido y un ingrato. He aprendido la lección. Toma, aquí tienes el doble de monedas de las que te había prometido. Espero que esto sirva para que comprendas que realmente me siento muy arrepentido.

El joven se conmovió y se dio cuenta de que le pedía perdón de corazón.

– Está bien… Acepto tus disculpas y la recompensa. Espero que de ahora en adelante, seas fiel a tu palabra y cumplas siempre las promesas.

Tomó la flauta entre sus huesudas manos y de nuevo, salió de ella una exquisita melodía. A pocos metros estaba la cueva y de sus oscuras entrañas, comenzaron a salir decenas de niños sanos y salvos, que corrieron a abrazar a sus familias entre risas y alborozos.

Era tanta la felicidad, que nadie se dio cuenta que el joven flautista había recogido ya su bolsa repleta de dinero y con una sonrisa de satisfacción, se alejaba discretamente, tal y como había venido.

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Cuento de la lechera

Enviado por dach2901  

Había una vez una niña que vivía con sus padres en una granja. Era una buena chica que ayudaba en las tareas de la casa y se ocupaba de colaborar en el cuidado de los animales.

Un día, su madre le dijo:

– Hija mía, esta mañana las vacas han dado mucha leche y yo no me encuentro muy bien. Tengo fiebre y no me apetece salir de casa. Ya eres mayorcita, así que hoy irás tú a vender la leche al mercado ¿Crees que podrás hacerlo?

La niña, que era muy servicial y responsable, contestó a su mamá:

– Claro, mamita, yo iré para que tú descanses.


La buena mujer, viendo que su hija era tan dispuesta, le dio un beso en la mejilla y le prometió que todo el dinero que recaudara sería para ella.

¡Qué contenta se puso! Cogió el cántaro lleno de leche recién ordeñada y salió de la granja tomando el camino más corto hacia el pueblo.

Iba a paso ligero y su mente no dejaba de trabajar. No hacía más que darle vueltas a cómo invertiría las monedas que iba a conseguir con la venta de la leche.

– ¡Ya sé lo que haré! – se decía a sí misma – Con las monedas que me den por la leche, voy a comprar una docena de huevos; los llevaré a la granja, mis gallinas los incubarán, y cuando nazcan los doce pollitos, los cambiaré por un hermoso lechón. Una vez criado será un cerdo enorme. Entonces regresaré al mercado y lo cambiaré por una ternera que cuando crezca me dará mucha leche a diario que podré vender a cambio de un montón de dinero.

La niña estaba absorta en sus pensamientos. Tal y como lo estaba planeando, la leche que llevaba en el cántaro le permitiría hacerse rica y vivir cómodamente toda la vida.

Tan ensimismada iba que se despistó y no se dio cuenta que había una piedra en medio del camino. Tropezó y ¡zas! … La pobre niña cayó de bruces contra el suelo. Sólo se hizo unos rasguños en las rodillas pero su cántaro voló por el aire y se rompió en mil pedazos. La leche se desparramó por todas partes y sus sueños se volatilizaron. Ya no había leche que vender y por tanto, todo había terminado.

– ¡Qué desgracia! Adiós a mis huevos, mis pollitos, mi lechón y mi ternero – se lamentaba la niña entre lágrimas – Eso me pasa por ser ambiciosa.

Con amargura, recogió los pedacitos del cántaro y regresó junto a su familia, reflexionando sobre lo que había sucedido.

Moraleja: a veces la ambición nos hace olvidar que lo importante es vivir y disfrutar el presente.

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El asteroide 2024

Enviado por dach2901  

Era el 2175. Muchas cosas habían cambiado en la Tierra. El esquí lunar era la nueva moda, y una multitud de pequeños planetas desconocidos hasta entonces habían sido descubiertos y habitados.
Pero a pesar de este progreso, algunas cosas no habían cambiado. Los niños que se portaban mal eran castigados y obligados a hacer grandes cantidades de deberes aburridos, siempre bajo la estricta vigilancia de sus padres y profesores.

Un día el sabio, Gramaticus Cartapus, reflexionaba sobre cosas de sabio… Tampoco tenía mucho más que hacer, ya que era el único habitante del asteroide 2024.

«¿Cómo puedo hacer que haya niños aquí?»
Se preguntaba Cartapus en voz baja, cada vez que se asomaba a la ventana y veía su solitario planeta… Entonces se quedaba imaginando cómo sería escuchar el resonar de risas y juegos de niños de todas las edades, corriendo y divirtiéndose por los jardines del asteroide en el que vivía.

Para que el Asteroide 2024 fuera un lugar que llamase la atención a los niños, Cartapus debía saber lo que más les gustaba. El sabio instaló en su laboratorio una «pantalla de control» que analizaba los sueños de los niños de la Tierra. Y esos sueños eran claros: televisión, helados, pizzas, videojuegos, sin castigos, sin deberes, sin pescado hervido, sólo jugar y divertirse.

Estaba decidido a eliminar los castigos, los fastidiosos deberes, las coles, las espinacas y las lechugas, y también las frases «Porque te lo digo yo» y «Estás castigado».

Para que Cartapus pudiera tener las risas y bromas infantiles merodeando por su asteroide, tenía que convencer a los niños de que era un lugar mucho más divertido que la Tierra, pero también, debía encargarse de que hubiera padres y madres para cuidar a esos niños… ¡Qué petardez tener que hacerse cargo él de todo!

Después de muchos años de duro trabajo, Grammaticus Cartapus finalmente salió de su laboratorio con una sonrisa en la cara. Había creado una nueva raza de madres y padres electrónicos. Así atraería a todos los niños terrícolas a su planeta y los robots se encargarían de ellos.

Las madres robot eran muy similares a las humanas, pero mucho menos serias y estrictas. No regañaban, no te tiraban de las orejas, no tenían que obligarte a hacer los deberes, no gritaban, no castigaban, no privaban del postre, no prohibían la televisión ni los videojuegos, dejaban comer helados y chocolate, incluso antes de las comidas, y no revisaban si te habías bañado o lavado las manos. Siempre sonreían, daban besos electrónicos y repetían con voz sintética:

– ¡Muy bien! – ¡Qué bien! – ¡Fantástico!… El sabio Gramaticus se frotaba las manos alegremente al ver a sus madres y padres robots y pensar cómo gustarían a los niños.

Pocos días después, en todas las pantallas de la Tierra se pudo ver este anuncio:

«Asteroide 2024 el lugar donde no te regañan
¿Quieres comer chuches antes de cenar? ¿Jugar descalzo? ¿Estás harto de hacer deberes?
Deja de vivir como en el año 2019 y marca el código d549d7/*-*-*+878 Grammaticus Cartapus te invita a su asteroide»


Un día, Enricus Hartus, un niño de siete años, muy desobediente, estaba harto, HARTO de sus padres, HARTO de los deberes escolares, HARTO del pescado cocido, HARTO de lavarse los dientes… Así que cuando vio el anuncio, no lo dudó y marcó el código secreto e inmediatamente el sabio Cartapus apareció en su habitación.

– ¡Ven conmigo al asteroide! – dijo Carpatus. – No hay pescado, ni judías, no hay que acostarse a las ocho, puedes comer patatas fritas todo el día y no hay que hacer deberes. ¡No te arrepentirás!

Enricus-Brutus quedó convencido al oír esas palabras. Después de treinta segundos de viaje (tiempo medio de un viaje interplanetario en 2175), unos padres robóticos estaban esperándoles para recibirles con una sonrisa.



Le habían preparado la mejor merienda que había visto: galletas rellenas de chocolate, pastel de chocolate y una buena leche caliente con siete cucharadas de azúcar. Enricus estaba muy contento. Más aún cuando su nueva madre encendió tres televisores al mismo tiempo, dos consolas de videojuegos y una gran torre de ordenador. Finalmente, su padre le dio una enorme botella de refresco con millones de burbujas.

Enricus se tiró al sofá con sus sucias zapatillas de deporte, sin dar las gracias, y soltó un estruendoso eructo. Mientras tanto, los padres habían ido a la cocina a prepararle la cena: mousse de chocolate con helado de cinco sabores.

La vida en el asteroide 2024 para Enricus estaba llena de agradables sorpresas todos los días. Por supuesto, continuó asistiendo al colegio del asteroide, pero allí solo había que jugar, saltar, reír y comer dulces. Enricus no tenía prisa por volver a la Tierra.

Todos los días, cuando volvía del colegio, la madre-robot le besaba, siempre los mismos besos (uno en la frente, dos en las mejillas), encendía los tres televisores, las dos consolas de juego, el ordenador, y se dirigía directamente a la cocina para preparar el mousse de chocolate y las pizzas mientras el padre le abría una botella de refresco burbujeante y aliñaba con chuches los aperitivos. Por más que Enricus se portara mal, fuera maleducado o pusiera los pies sucios encima del sillón, no había el más mínimo reproche por parte de sus padres cibernéticos.

Lo mismo pasaba con los profesores robots… Con el tiempo, los niños habían olvidado sumar, restar y leer… Pero aún así, ellos estaban contentos con su alumnado y les premiaban con chocolatinas y otros dulces.

Enricus decidió dejar de ir al colegio. Un día entró en casa escoltado por un policía-robot (había robado treinta y tres discos de una tienda y cuarenta kilos de caramelos). Enricus pensó que sus padres iban a castigarlo. Pero nada de eso ocurrió, todo lo contrario.



Y otro día, cuando Enricus Hartus regresó más tarde de las nueve a casa, sin un zapato y lleno de mugre… Su padre le recompensó con una doble ración de patatas fritas.

Los niños, que se dieron cuenta de que todo era exactamente igual, dejaron de ir a la escuela y de hacer cualquier cosa. Cuando la habitación estaba desordenada, lo que siempre ocurría con frecuencia, solo tenían que seguir las instrucciones de Cartapus: apretar el botón para iniciar el programa de «limpieza».

– decían sus padres. –

Una vez, Enricus llegó a casa a medianoche porque se quedó en casa de un amigo jugando a juegos de ordenador.

– dijo mamá robot al verlo entrar… – añadió su padre robot.

Enricus frunció el ceño: ¿así que ni siquiera estaban preocupados por mi? Su verdaderos padres habrían tenido una gran discusión con él y le habrían obligado a prometer que no lo volvería a hacer. Se recostó pensativo en la cama, sintiendo una ligera molestia en el pecho.

Pronto las cosas se tornaron peor… Enricus tuvo indigestión por las patatas fritas, el helado, el chicle y la pizza. En un día en que tenía un gran dolor de estómago, se fue a ver a Cartapus.
– Ya he tenido suficiente», dijo Enricus. – Me siento mal, ya no puedo tragarme ni media cucharada de helado.

El sabio Gramaticus se rascó la cabeza: no había pensado en los casos de indigestión…

Esa misma noche, Enricus vio a sus padres robots dirigirse a la cocina y tomar los ingredientes uno tras otro. Galletas, harina, trigo, chorizo, queso, yogures, pimienta, sal, bandejas de azúcar, líquido del fregadero, servilletas…. Todo a un rítmo frenético mientras repetían:



Luego corrieron hacia Enricus… ¡para ponerlo en la pizza también!

Enricus huyó a la casa de su amigo Marius, donde la madre-robot lo recibió:



En su laboratorio, Gramaticus Cartapus se tiraba de los pelos muy nervioso: ¿por qué las cosas iban tan mal? ¿Por qué los niños no se sentían felices? ¿Por qué estaban enfermos? La comida no les hacía bien a los pequeños terrícolas. Se habían vuelto muy gordos, pálidos, sin músculos, y todos sus dientes se estaban poniendo negros. Comprobó su «pantalla de control»: los sueños de los niños habían cambiado. Ahora querían judías verdes, carne, pescado hervido, calcio y proteínas. Querían acostarse temprano y cepillarse los dientes después de comer.

Cartapus hizo sonar la sirena especial para reunir a todas las madres y padres robots en su taller… ¡Había que reajustar estas máquinas urgentemente!

Poco a poco, todos los niños que habitaban el Asteroide 2024 comenzaron con dolores de barriga… Luego vinieron los lloros y los «quiero irme a casa»… Cartapus, un sabio interestelar… No alcanzaba a comprender qué pasaba. Con las prisas, olvidó terminar de reprogramar los robots, así que los mandó a medio ajustar a sus casas para que cuidaran de los niños…

Pero la cosa fue a peor. Los robots, cocinaban la ropa, cortaban las pantallas, hacían batido de tierra y colocaban la cama en la bañera… ¡Todo un desastre!

Cartapus abrió su nave espacial tamaño familiar y fue recogiendo uno a uno a todos los niños que habitaban el asteroide.

El planeta terminó explotando: ¡una gran llamarada! Justo unos minutos después de que la nave de Carpatus con todos los niños dentro pusiera rumbo a la Tierra.

Al pisar suelo terrícola, los niños saltaron a los brazos de sus verdaderas madres y padres, saboreando las caricias que en nada se parecían a las frías manos robóticas, sus besos, que no eran necesariamente uno en la frente y dos en las mejillas, sino también en el pelo o la nariz. Entonces se escuchó:

– ¡Mamá, me regañas cuando no hago los deberes por favor!
– ¡Tráeme algo de pescado! ¡Y ensalada!
– ¡Dame el cepillo de dientes!
– ¡Quiero acostarme temprano!

Todos los niños del asteroide 2024 pidieron reglas y felicitaciones sinceras, algunos dulces pero no demasiados. Ya no era posible pasar los días comiendo chocolate y pizzas, jugando a juegos de ordenador sin hacer nada más. Porque el chocolate sabe aún mejor si se come después de la sopa y el pescado. Así es como los papás y mamás robot desaparecieron para siempre y las verdaderas mamás y papás volvieron a cuidar de sus hijos

¿Qué le pasó a Cartapus? Bueno, también vino a la Tierra… y decidió no volver a tratar de reemplazar a los padres por tontos robots.

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el agua de la vida

Enviado por dach2901  

Había una vez un rey que estaba gravemente enfermo. Sus tres hijos, desesperados, ya no sabían qué hacer para curarle. Un día, mientras paseaban apenados por el jardín de palacio, un anciano de ojos vidriosos y barba blanca se les acercó.

– Sé que os preocupa la salud de vuestro padre. Creedme cuando os digo que lo único que puede sanarle es el agua de la vida. Id a buscarla y que beba de ella si queréis que se recupere.


– ¿Y dónde podemos conseguirla? – preguntaron a la vez.

– Siento deciros que es muy difícil de encontrar, tanto que hasta ahora nadie ha logrado llegar hasta su paradero.

– ¡Ahora mismo iré a buscarla! – dijo el hermano mayor pensando que si sanaba a su padre, sería él quien heredaría la corona.

Entró en el establo, ensilló su caballo y a galope se adentró en el bosque. En medio del camino, tropezó con un duendecillo que le hizo frenar en seco.

– ¿A dónde vas? – dijo el extraño ser con voz aflautada.

– ¿A ti que te importa? ¡Apártate de mi camino, enano estúpido!

El duende se sintió ofendido y le lanzó una maldición que hizo que el camino se desviara hacia las montañas. El hijo del rey se desorientó y se quedó atrapado en un desfiladero del que era imposible salir.

Viendo que su hermano no regresaba, el mediano de los hijos decidió ir a por el agua de la vida, deseando convertirse también en el futuro rey. Siguió la misma ruta a través del bosque y también se vio sorprendido por el curioso duende.

– ¿A dónde vas? – le preguntó con su característica voz aguda.

– ¡A ti te lo voy a decir, enano preguntón! ¡Lárgate y déjame en paz!

El duende se apartó y, enfadado, le lanzó la misma maldición que a su hermano: le desvió hacia el profundo desfiladero entre las montañas, de donde no pudo escapar.

El hijo menor del rey estaba preocupado por sus hermanos. Los días pasaban, ninguno de los dos había regresado y la salud de su padre empeoraba por minutos. Sintió que tenía que hacer algo y partió con su caballo a probar fortuna. El duende del bosque se cruzó, cómo no, en su camino.

– ¿A dónde vas? – le preguntó con cara de curiosidad.

– Voy en busca del agua de la vida para curar a mi padre, el rey, aunque lo cierto es que no sé a dónde debo dirigirme.

¡El duende se sintió feliz! Al fin le habían tratado con educación y amabilidad. Miró a los ojos al joven y percibió que era un hombre de buen corazón.

– ¡Yo te ayudaré! Conozco el lugar donde puedes encontrar el agua de la vida. Tienes que ir al jardín del castillo encantado porque allí está el manantial que buscas.

– ¡Oh, gracias! Pero… ¿Cómo puedo entrar en el castillo, si como dices, está encantado?

El duende metió la mano en el bolsillo y sacó dos panes y una varita mágica.

– Ten, esto es para ti. Cuando llegues a la puerta del castillo, da tres golpes de varita sobre la cerradura y se abrirá. Si aparecen dos leones, dales el pan y podrás pasar. Pero has de darte prisa en coger el agua del manantial, pues a las doce de la noche las puertas se cerrarán para siempre y, si todavía estás dentro, no podrás salir jamás.

El hijo del rey dio las gracias al duende por su ayuda y se fundieron en un fuerte abrazo de despedida. Partió muy animado y convencido de que, tarde o temprano, encontraría el agua de la vida. Cabalgó sin descanso durante días y por fin, divisó el castillo encantado.

Cuando estuvo frente a la puerta, hizo lo que el duende le había indicado. Dio tres golpes en la entrada con la varita y la enorme verja se abrió. En ese momento, dos leones de colmillos afilados y enormes garras, corrieron hacia él dispuestos a atacarle. Con un rápido movimiento, cogió los bollos de su bolsillo y se los lanzó a la boca. Los leones los atraparon y, mansos como ovejas, se sentaron plácidamente a saborear el pan.

Entró en el castillo y al llegar a las puertas del gran salón, las derribó. Allí, sentada, con la mirada perdida, estaba una hermosa princesa de ojos tristes. La pobre muchacha llevaba mucho tiempo encerrada por un malvado encantamiento.

– ¡Oh, gracias por liberarme! ¡Eres mi salvador! – dijo besándole en los labios – Imagino que vienes a buscar el agua de la vida… ¡Corre, no te queda mucho tiempo! Ve hacia el manantial que hay en el jardín, junto al rosal trepador. Yo te esperaré aquí. Si vuelves a buscarme antes de un año, seré tu esposa.

El muchacho la besó apasionadamente y salió de allí ¡Se había enamorado a primera vista! Recorrió a toda prisa el jardín y… ¡Sí, allí estaba la deseada fuente! Llenó un frasco con el agua de la vida y salió a la carrera hacia la puerta, donde le esperaba su caballo. Faltaban segundos para las doce de la noche y justo cuando cruzó el umbral, el portalón se cerró a sus espaldas.

Ya de vuelta por el bosque, el duende apareció de nuevo ante él. El joven volvió a mostrarle su profundo agradecimiento.

– ¡Hola, amigo! ¡Gracias a tus consejos he encontrado el manantial del agua de la vida! Voy a llevársela a mi padre.

– ¡Estupendo! ¡Me alegro mucho por ti!

Pero de repente, el joven bajó la cabeza y su cara se nubló de tristeza.

– Mi única pena ahora es saber dónde están mis hermanos…

– ¡A tus hermanos les he dado un buen merecido! Se comportaron como unos maleducados y egoístas. Espero que hayan aprendido la lección. Les condené a quedarse atrapados en las montañas, pero al final me dieron pena y les dejé libres. Les encontrarás a pocos kilómetros de aquí, pero ándate con ojo ¡No me fio de ellos!

– Eres muy generoso… ¡Gracias, amigo! ¡Hasta siempre!

Reanudó el trayecto y tal y como le había dicho el duende, encontró a sus hermanos vagando por el bosque. Los tres juntos, regresaron al castillo. Allí se encontraron una escena muy triste: su padre, rodeado de sirvientes, agonizaba en silencio sobre su cama.

¡No había tiempo que perder! El hermano pequeño se apresuró a darle el agua de la vida. En cuanto la bebió, el rey recuperó la alegría y la salud. Abrazó a sus hijos y se puso a comer para recuperar fuerzas ¡Ver para creer! ¡Hasta parecía que había rejuvenecido unos cuantos años!

Esa noche, la familia al completo se reunió en torno a la chimenea. El pequeño de los hermanos aprovechó el momento para relatar todo lo que le había sucedido. Les contó la historia del duende, del castillo embrujado y de cómo había liberado de su encantamiento a la princesa. Al final, les comunicó que debía volver a por ella, pues le esperaba impaciente para convertirse en su esposa.

Sus dos hermanos mayores se morían de envidia. Gracias a él, su padre estaba curado y encima se había ganado el amor de una hermosa heredera. Cada uno por su lado, decidieron adelantarse a su hermano. Querían llegar al castillo cuanto antes y conseguir que la princesa se casara con ellos.

Mientras tanto, ella aguardaba nerviosa al hijo pequeño del rey. Mandó a sus criados poner una alfombra de oro desde el bosque hasta la entrada de palacio y avisó a los guardianes que sólo dejaran pasar al caballero que viniera cabalgando por el centro de la alfombra.

El primero que llegó fue el hermano mayor, que al ver la alfombra de oro, se apartó y dio un rodeo para no estropearla. Los soldados le prohibieron entrar.

Una hora después llegó el hermano mediano. Al ver la alfombra de oro, temió mancharla de barro y prefirió acceder al palacio por un camino alternativo. Los soldados tampoco le dejaron pasar.

Por último, apareció el pequeño. Desde lejos, vio a la princesa en la ventana y fue tan grande su emoción, que cruzó veloz la alfombra de oro. Ni siquiera miró al suelo, pues lo único que deseaba era rescatarla y llevársela con él. Los soldados abrieron la puerta a su paso y la princesa le recibió con un largo beso de amor.

Y así termina la historia del joven valiente de buen corazón que, con la ayuda de un duendecillo del bosque, sanó a su padre, encontró a la mujer de sus sueños y se convirtió en el nuevo rey.

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El deseo del pajarito azul

Enviado por dach2901  

Érase una vez un hermoso pajarito azul que vivía en un árbol que crecía altivo en la cima de una montaña. Desde ese privilegiado lugar se veía el mar y se podía escuchar el sonido de las olas batiendo contra las rocas, disfrutar de la penetrante brisa marina, y contemplar cada noche un enorme sol naranja sumergiéndose en las aguas hasta la llegada del nuevo amanecer.

Además de esas impresionantes vistas, el pajarito azul disfrutaba de las ventajas de ser ave. La mayor de todas era que podía ensayar un montón de acrobacias en el aire, pero también hacer cosas muy chulas como atrapar bichitos al vuelo o, en los meses de verano, revolotear entre las esponjosas y húmedas nubes para quitarse el calor y volver fresquito al nido.
Curiosamente, aunque su vida parecía envidiable, el pajarito azul no se sentía plenamente feliz. Él tenía un sueño, y ese sueño, como suele suceder, tenía que ver con algo inalcanzable para él. Lo que más anhelaba, lo que más deseaba en el mundo el pajarito azul, era aprender a nadar. Por esta razón, mientras sus amigos disfrutaban picoteando cerezas o haciendo carreras en las praderas cercanas, él se pasaba horas viendo las cabriolas que a lo lejos, hacían los delfines.

Completamente pasmado, se repetía una y otra vez:

– ‘¡Cuánto me gustaría haber nacido pez!… Si pudiera cambiar mis alas por aletas no me lo pensaría dos veces.’

Tanto se obsesionó con la idea que llegó un momento en que perdió interés por todo lo que le rodeaba. El pajarito azul dejó de comer y poco a poco se fue quedando pálido, flacucho, sin fuerzas. Su madre, preocupadísima, le advirtió:

– Hijo mío, no puedes seguir así. Deberías estar pasándotelo bien con tu pandilla y no todo el día metido en casa sin hacer otra cosa que mirar el mar. Tú eres un pequeño pájaro y nunca podrás nadar ¿Es que no te das cuenta?… ¡Anda, ve a dar una vuelta que hace un día espléndido!

Aunque estas palabras tenían la intención de animarlo no sirvieron de mucho; al contrario, el joven pajarillo se sintió todavía más deprimido y, en cuanto su mamá se alejó, se puso a llorar amargamente sintiendo que nadie en el mundo le comprendía.

En eso estaba cuando una gaviota de pecho blanco que pasaba por allí se posó a su lado y le dio unas palmaditas en el lomo con una de sus robustas patas amarillas.

– ¿Se puede saber qué te pasa, pequeñajo? Por tu tristeza deduzco que estás metido en un problema bien gordo.

El pajarito azul la miró de reojo un poco avergonzado.

– No sé si es un problema, pero lo cierto es que me siento fatal.

La gaviota se sentó, dispuesta a escuchar la historia.

– No tengo nada mejor que hacer así que soy toda oídos. Si compartes conmigo eso que tanto te agobia quizás pueda ayudarte.

El pajarito seguía sin apartar los ojillos encharcados en lágrimas del infinito mar azul. Por fin, fue capaz de soltar todo lo que llevaba dentro.

– ¿Ves lo increíble que es el océano? ¿Y ves lo cerquita que está?… Desde que nací mi gran ilusión es aprender a nadar.

– ¿Ah, sí?… ¿Y por qué?

– Para saltar las olas, para comprobar si el agua es tan salada como cuentan, para flotar boca arriba como un tronco a la deriva… ¡y para explorar el fondo en busca de corales!

La gaviota sintió mucha lástima por él y se mantuvo en silencio durante unos segundos. ¡No pedía poca cosa el muchachito! Finalmente, decidió opinar.

– Aunque no me creas, te aseguro que puedo entender tu frustración: eres un pájaro que quiere nadar y no puede nadar… ¿No es así?

– Sí, y por eso yo…

– Escúchame bien lo que te voy a decir: todos los seres del mundo, del más pequeño al más grande, tenemos un montón de virtudes, pero también algunas limitaciones que debemos aceptar con naturalidad. ¿Es que nunca te has parado a pensar sobre ese tema?

El pajarito azul se sintió bastante apurado.

– La verdad es que no mucho.

– Pues no tienes más que fijarte en los demás. Por ejemplo… ¡mira hacia ahí! ¿Ves esos humanos que pasean descalzos por la playa? ¡Dicen que son los seres más inteligentes del planeta Tierra! Poseen un cerebro tan desarrollado que son capaces de construir sofisticados cohetes que atraviesan el espacio y se posan en la Luna, pero ¿sabes una cosa? ¡Jamás podrán volar por sí mismos como nosotras las aves, ni correr a la velocidad de los guepardos, ni saltar de rama en rama al estilo de los gorilas!

El pajarito azul se relajó un poco, fascinado por la explicación de la sabia gaviota.

– ¿Y qué me dices de nosotros los animales? ¡Todos tenemos capacidades diferentes! Los peces saben mejor que nadie cómo es el mar, pero nunca conocerán el placer de saborear un arándano. Los topos pueden excavar los más largos túneles, pero están condenados a vivir en la oscuridad cubiertos de polvo. ¡Por no hablar de los elefantes, siempre arrastrando toneladas de peso allá donde van!… En cambio tú puedes comer fruta fresca, disfrutar del aroma de las flores, bailar sobre la brisa porque eres ligero como un pedacito de algodón…

El pajarito empezaba a comprender lo que su nueva amiga quería transmitirle.

– Sin ir más lejos ¡fíjate en ti y en mí! Es cierto que como nací gaviota me lo paso bomba pescando en ese mar que tanto miras, pero soy tan grande que no puedo jugar al escondite entre los matorrales porque me destrozaría las alas. ¡Ah!, y mejor no hablar de los terribles graznidos que suelto cada vez que muevo el pico… ¡No todos hemos nacido con esa voz melodiosa que tenéis los de tu especie, querido mío!

Las palabras de la gaviota calaron hondo en el corazón del pajarillo que, por primera vez en mucho tiempo, empezó a sentirse afortunado de ser quién era.

– ¡Tienes razón! La naturaleza ha sido generosa conmigo y por culpa de mi cabezonería me estoy perdiendo muchas cosas.

La gaviota no pudo evitar inflar el pecho de satisfacción.

– ¡Me alegra que hayas captado la idea! Estaría genial que te centraras en lo que se te da bien, en lo que puedes hacer. Todos tenemos talento para algo y las aves azuladas sois unas cantoras excepcionales.

La gaviota no mentía: a excepción de los jilgueros y los ruiseñores, ningún ave en muchos kilómetros a la redonda podía presumir de un trino tan suave y afinado.

– En la escuela de música que hay junto a la cascada imparten clase los mejores profesores de la zona. Se me ocurre que podrías recibir lecciones de canto un par de días por semana y entrar a formar parte de un coro.

En la cabecita del joven pájaro empezaron a surgir nuevos planes de futuro.

– No es mala idea… ¡Quizá pueda perfeccionar mi técnica vocal para llegar a ser un gran tenor!

La gaviota se alegró al ver que el pajarito azul iba recobrando la ilusión.

– ¡Bravo, amigo, esa es la actitud! De todas maneras, hay una cosilla más que debes aprender hoy.

El pajarito azul la miró intrigado.

– ¿El qué, amiga gaviota? ¿A qué te refieres?

– Has entendido que debes aceptar tus limitaciones ¿verdad?

– Sí, gracias a ti, ahora lo sé.

– Y ves claro que nunca podrás bañarte en el océano ¿no es cierto?

– ¡Con una claridad meridiana!

– Muy bien, veo que eres un chico listo, pero…

– ¡¿Pero qué?!…

– Pues que yo me refería a que no podrás hacerlo tú solito.

– ¿Cómo?… ¿Qué insinúas?…

– ¡¿Para qué están los amigos?! ¡Venga, súbete a mi lomo que nos vamos de aventura!

¡El pajarito azul se volvió loco de contento! Sin pensarlo saltó sobre la gaviota y se agarró lo más fuerte que pudo a las plumas de su nuca. Casi no le dio tiempo ni a tragar saliva antes de escuchar el aviso de salida:

– ¡Tres!… ¡Dos!… ¡Uno!… ¡Despegue!

Cuando su amiga cogió velocidad y empezó a volar montaña abajo como si fuera un torpedo, el pajarito azul empezó a gritar entusiasmado:

– ¡Ahhhhh!… ¡Uhhhhhh! … ¡Esto es alucinante!

Antes de que pudiera darse cuenta ya estaba ahí, sobrevolando el ancho mar, respirando el fuerte aroma a sal, y notando el corazón galopando dentro del pecho como un caballo desbocado.

– ¿No querías sentir el océano?… ¡Pues vamos a verlo todavía más cerca!

La gaviota dio un giro sorprendente y batió las alas como una loca. Seguidamente, y con una destreza digna de una deportista de élite, se situó a ras de agua, puso las alas en forma de cruz, y empezó a deslizarse con las patas sobre la superficie como si estuviera haciendo esquí acuático.

¡El pajarito azul estaba completamente fascinado!

– ¡Yupi!… ¡Yupi!… ¡Esto es genial!

Por fin, cuando parecía que la emoción había llegado al límite, hubo una última sorpresa: la gaviota se zambulló sin avisar dentro del agua y buceó unos segundos para que su pequeño amigo pudiera disfrutar del silencioso e increíble mundo natural que escondía el fondo del mar.

Nadie puede imaginar lo que esa increíble experiencia supuso para el pequeño pájaro azul. Había cumplido su sueño gracias a la bondad de una desconocida gaviota blanca de patas amarillas que se cruzó en su vida en el momento que más lo necesitaba ¡No podía sentirse más dichoso!

De vuelta en el nido, la abrazó muy fuerte.

– ¡Tanto tiempo esperando este momento!… No existen palabras suficientes para agradecerte lo que acabas de hacer por mí. ¡Has convertido mi día más triste en el más feliz de mi vida!

– ¡Paparruchas, no hay nada que agradecer! Fue un placer compartir un momento tan mágico contigo, pero espero que a partir de ahora te aceptes tal y como eres. La vida está para disfrutarla, nunca lo olvides.

– Lo haré, amiga, lo haré.

– En fin, debo irme. Si algún día te apetece bajar hasta el mar y pasar un buen rato, silba fuerte y vendré pitando ¿de acuerdo, pajarillo marinero?

– ¡Eso está hecho!

Sin decir nada más, la gaviota le guiñó un ojo y emprendió el vuelo. Mientras se alejaba, el pajarito azul notó cómo una lágrima de felicidad resbalaba por su mejilla. Se la secó con su alita, suspiró profundamente, y abandonó el nido. ¡La escuela de música le estaba esperando!

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