Vuestros cuentos 

La casa de Halvar

Enviado por dach2901  

Hace más de cien años, en Suecia, vivía en una hermosa y verde colina un gigante llamado Halvar. A pesar de ser un hombre mucho más grande de lo normal, nadie le tenía miedo. Todos los habitantes de los alrededores le querían y respetaban porque era un gigante bueno y generoso.


Lo que más amaba Halvar era hacer feliz a la gente. En cuanto tenía oportunidad regalaba todo lo que tenía incluso aunque él se quedara sin nada. De hecho, era un gigante muy pobre que apenas tenía para comer pero que a pesar de todo se consideraba un tipo afortunado.

Con la llegada del buen tiempo Halvar se sentaba en la puerta de su humilde aunque enorme casa de madera, y con una gran sonrisa saludaba a todo el que pasaba por delante ¡Sentarse al sol, mordisquear briznas de hierba y observar a sus vecinos para darles los buenos días, le encantaba!

Un día pasó junto a él un hombre que no conocía. Tenía mala cara, iba vestido con harapos y tiraba de una vaca huesuda que de tan flaca casi no podía andar. Halvar, tan amable como siempre, le saludó con la cabeza y se interesó por él.

– ¿Va al pueblo a vender su vaca, señor?

– Sí, a eso mismo voy. Mi mujer y yo estamos pasando una mala época y no tenemos nada que llevarnos a la boca. No creo que me den mucho por este viejo animal… ¡Con suerte podré cambiarlo por un saco de harina para hacer pan!

Al gigante se le encogió el corazón ¡Qué pena le daba ese hombre! Una vez más, quiso mostrar su generosidad.

– ¡Espera, no te vayas! Veo que necesitas ayuda y quiero hacer un trato contigo. Si te parece bien, te cambio la vaca por siete cabras jóvenes y bien alimentadas.

El hombre, lógicamente, desconfió de sus palabras.

– No entiendo… ¡El trato que me propones no es justo porque evidentemente tú sales perdiendo!

Halvar le miró con ternura.

– No quiero ganar nada, amigo, solo ayudarte un poco. Aguarda un momento que voy a por ellas.

Dio cuatro o cinco zancadas de gigante hacia la parte trasera de la casa y con otras cuatro o cinco regresó tirando de una cuerda que ataba siete cabras blancas y con una pinta estupenda.

– ¡Toma, aquí las tienes! Espero que a partir de ahora las cosas te vayan mejor y seas muy feliz.

El desconocido le entregó la escuálida vaca y se alejó, todavía sin creérselo mucho, con las siete cabras rumbo a su hogar.

¡Imagínate la cara de felicidad de su mujer cuando se encontró con la sorpresa! Entre los dos metieron las cabras en el establo y a partir del día siguiente, empezaron a ordeñarlas. Con los litros de leche que obtuvieron fabricaron exquisitos quesos y los vendieron en el mercado del pueblo. Un tiempo después, con el dinero ganado, compraron varias docenas de gallinas que cada mañana ponían unos huevos enormes de yema anaranjada que la gente pagaba con mucho gusto.

Las cosas les fueron tan bien que en pocos meses empezaron a nadar en la abundancia y a disfrutar de la vida. Jamás se acordaron de darle las gracias a quien les había dado la oportunidad de salir de la pobreza: el gigante bueno.

Pasó el tiempo y una mañana el granjero pasó por delante de la casa de Halvar. Allí estaba él, como siempre, sentado bajo el sol, mascando una brizna de hierba y regalando sonrisas a todo el mundo.

Agitando su manaza, le saludó con alegría.

– ¡Amigo mío, qué gusto me da verte pasar por aquí! ¡Tienes buena cara! ¿Por qué no pasas, te invito a merendar y de paso me cuentas cómo te ha ido con las siete cabritas?

Por increíble que parezca, el granjero no tenía ningún interés en hablar con él y se limitó a gritarle desde el camino:

– ¡Lo siento, pero tengo mucha prisa! Por cierto, veo que sigues en tu casucha de madera y todo el día tumbado al sol. Te daré un consejo: trabaja e invierte bien tu dinero y tal vez algún día podrás ser tan rico como yo lo soy ahora.

Y sin una muestra de agradecimiento, sin una muestra de cariño hacia Halvar, continuó su camino pensando únicamente en cómo aumentar su fortuna.

Halvar se sintió apenado al comprobar que en el mundo hay personas que no valoran la ayuda desinteresada de los demás, pero después pensó que eso no le iba a cambiar y que seguiría ayudando a quien lo necesitara siempre que se presentara la ocasión.

Así lo pensó y así lo hizo de por vida; Halvar continuó con su vida tranquila y feliz a pesar de ser pobre, y recibiendo el cariño de los vecinos que sí apreciaban su buen corazón.

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El mono y las lentejas

Enviado por dach2901  

Cuenta una antigua historia que una vez un hombre iba cargado con un gran saco de lentejas. Caminaba a paso ligero porque necesitaba estar antes del mediodía en el pueblo vecino. Tenía que vender la legumbre al mejor postor, y si se daba prisa y cerraba un buen trato, estaría de vuelta antes del anochecer. Atravesó calles y plazas, dejó atrás la muralla de la ciudad y se adentró en el bosque. Anduvo durante un par de horas y llegó un momento en que se sintió agotado.


Como hacía calor y todavía le quedaba un buen trecho por recorrer, decidió pararse a descansar. Se quitó el abrigo, dejó el saco de lentejas en el suelo y se tumbó bajo la sombra de los árboles. Pronto le venció el sueño y sus ronquidos llamaron la atención de un monito que andaba por allí, saltando de rama en rama.

El animal, fisgón por naturaleza, sintió curiosidad por ver qué llevaba el hombre en el saco. Dio unos cuantos brincos y se plantó a su lado, procurando no hacer ruido. Con mucho sigilo, tiró de la cuerda que lo ataba y metió la mano.

¡Qué suerte! ¡El saco estaba llenito de lentejas! A ese mono en particular le encantaban. Cogió un buen puñado y sin ni siquiera detenerse a cerrar la gran bolsa de cuero, subió al árbol para poder comérselas una a una.

Estaba a punto de dar cuenta del rico manjar cuando de repente, una lentejita se le cayó de las manos y rebotando fue a parar al suelo.

¡Qué rabia le dio! ¡Con lo que le gustaban, no podía permitir que una se desperdiciara tontamente! Gruñendo, descendió a toda velocidad del árbol para recuperarla.

Por las prisas, el atolondrado macaco se enredó las patas en una rama enroscada en espiral e inició una caída que le pareció eterna. Intentó agarrarse como pudo, pero el tortazo fue inevitable. No sólo se dio un buen golpe, sino que todas las lentejas que llevaba en el puño se desparramaron por la hierba y desaparecieron de su vista.

Miró a su alrededor, pero el dueño del saco había retomado su camino y ya no estaba.

¿Sabéis lo que pensó el monito? Pues que no había merecido la pena arriesgarse por una lenteja. Se dio cuenta de que, por culpa de esa torpeza, ahora tenía más hambre y encima, se había ganado un buen chichón.

Moraleja: A veces tenemos cosas seguras pero, por querer tener más, lo arriesgamos todo y nos quedamos sin nada. Ten siempre en cuenta, como dice el famoso refrán, que la avaricia rompe el saco.

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La lotería

Enviado por dach2901  

Había en la isla de Cuba un campesino muy aficionado a jugar a la lotería. Cada semana compraba un boleto con la esperanza de que le tocara, pero nunca tenía suerte. Aun así, estaba convencido de que algún día el número ganador sería el suyo.


Sucedió que una mañana de verano salió temprano de su casa para comprar el boleto y tuvo el presentimiento de que por fin le iba a tocar. La corazonada era tan fuerte que en vez de una papeleta compró diez del mismo número para que las ganancias fueran diez veces mayores. Se quedó sin dinero en los bolsillos pero le daba igual ¡Su sueño de riqueza estaba a punto de cumplirse!

Regresó a su hogar más contento que unas castañuelas y le dijo a su esposa:

– Mañana es el sorteo y quiero estar en la ciudad cuando digan el número ganador. Si me ves regresar en un coche lujoso significará que somos ricos y podrás tirar todos los muebles y trastos que tenemos en esta casa porque nos construiremos una mucho más grande y elegante.

– Te veo muy convencido, querido ¡Ojalá no te equivoques y mañana podamos llenar nuestra bañera de monedas y billetes!

Esa noche el campesino no pudo dormir de los nervios que sentía en el estómago. En cuanto asomaron los primeros rayos de sol se fue a la ciudad a paso ligero, con una sonrisa de oreja a oreja e imaginando cómo sería su nueva vida.

– Tendré zapatos de charol, criados que me hagan reverencias, daré grandes banquetes en casa y viajaré por todo el mundo ¡Va a ser genial!

La mujer, contagiada de ilusión, se quedó en el hogar aguardando impaciente ¡El tiempo de espera se le hacía eterno! Cada cinco minutos salía a la puerta para ver si veía venir a su marido en un buen coche tal y como le había dicho. Nerviosa, se decía a sí misma:

– Por favor, por favor, que se cumplan nuestro sueños ¡Que venga en coche, que venga en coche y no caminando!

Pasadas las cuatro de la tarde, la campesina vio a lo lejos una pequeña humareda de polvo y tras ella, un cochazo rojo descapotable impresionante, de esos que sólo los ricos se pueden permitir. En él venía su marido agitando con fuerza los brazos, haciéndole señales y gritando algo que no alcanzaba a escuchar.

– ¡Oh, es increíble! ¡Mi marido viene en un coche de lujo y chillando como un loco! ¡Nos ha tocado la lotería, somos millonarios!

La buena mujer empezó a saltar de alegría y entró corriendo en la casa presa de la emoción. Sin pensárselo dos veces, comenzó a romper todas las cosas feas y viejas que tenía: la vajilla, los espejos, las estanterías, las ollas de barro que usaba para cocinar…

– ¡Hala, todo a la basura, que ya no lo necesito! A partir de ahora tendré una mansión y cosas bonitas por todas partes ¡Qué harta estoy de todos estos cachivaches anticuados!

Todos los objetos de la casa quedaron esparcidos por el suelo hechos añicos y la mujer contempló el destrozo con una sonrisa.

– ¡Uf, qué a gusto me he quedado! Será genial decorar mi nueva casa con porcelanas chinas y manteles de seda ¡Hasta pienso comprar copas de plata para deslumbrar a los invitados! ¡Esa es la vida que yo me merezco!

La esposa del campesino rebosaba felicidad, pero esa felicidad duró muy poco tiempo. Estupefacta, vio cómo su marido aparecía en el comedor acompañado de un distinguido caballero al que no conocía de nada. El elegante señor olía a perfume del caro y lucía ropas dignas de un ministro, pero su esposo llegaba con las piernas llenas de golpes y apoyado en dos palos a modo de muletas para poder caminar. En décimas de segundo, su sonrisa se congeló.

– ¡¿Pero qué te ha pasado?! ¡Parece como si te hubiera atropellado un coche!

El campesino, gimiendo de dolor, le contestó muy compungido:

– ¡Tú lo has dicho! ¡Regresaba caminando de la ciudad cuando este señor me atropelló sin querer y me partió las piernas!

– ¡Ay, madre! ¿Y por qué chillabas y hacías aspavientos desde el coche? ¡Pensaba que venías gritando de felicidad porque nuestros boletos había resultado premiados!

– ¡¿De felicidad?! ¡Qué dices! Yo sólo te gritaba: ¡No tires nada, no tires nada, que no nos ha tocado la lotería y vengo con las piernas rotas!

La mujer se dejó caer en una silla como un saco de patatas. Miró a su alrededor y vio con todas las cosas que ella misma había destruido. Desolada, se dio cuenta de que el ansia de riqueza y la impaciencia le habían jugado una mala pasada.

El matrimonio jamás volvió a jugar a la lotería y jamás se hizo rico. Gracias al desgraciado incidente los dos aprendieron a vivir la vida intentando ser felices con lo que tenían.

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La mazorca de oro

Enviado por dach2901  

En las hermosas y lejanas tierras de Perú vivía una pareja joven que tenía cinco hijos pequeños. Su vida era bastante dura y no podían permitirse ningún lujo. La familia salía adelante gracias al cultivo del maíz en un pequeño terreno que tenían muy cerca de su hogar. Cada mañana, la mujer lo molía y hacía con él pan y tortas para dar de comer a sus chicos. Si sobraba algo de la cosecha, lo vendía por la tarde en la aldea más cercana y regresaba con un par de monedas de plata a casa.

De tanto trabajar de sol a sol, la campesina estaba agotada. Su marido, en cambio, no hacía nada. Se pasaba el tiempo holgazaneando y dando paseos por la montaña mientras los chiquillos estaban en la escuela o jugando al escondite.


Un día, la muchacha se sentó en el granero y se puso a limpiar, como siempre, las mazorcas que había recogido durante la jornada. Eran grandes y tenían un aspecto fantástico. Por unos momentos se sintió muy feliz, pero cuando se puso a hacer recuento, comprobó que no había suficiente cantidad para hacer pan para todos y mucho menos, para vender a los vecinos.

La pobre, desconsolada, se arrodilló y comenzó a llorar ¿Cómo iba a dar de cenar a sus cinco hijitos si no podía fabricar bastante harina?… Si al menos su marido la ayudara podrían unir fuerzas y cultivar más maíz, pero era un egoísta que solamente pensaba en sí mismo y en su propia comodidad. Miró al cielo y pidió al dios bueno que tuviera compasión y le diera fuerzas para continuar.

De repente, notó que en una esquina algo brillaba con intensidad. Se quedó muy extrañada pero ni siquiera se acercó; imaginó que se trataba de un rayo de sol que incidía sobre una caja de metal, de esas donde se guardan las herramientas.

Se desahogó un rato más y se enjugó las lágrimas con el puño de su desgastada blusa. Al levantar la mirada, con los ojos todavía vidriosos, vio que el extraño brillo seguía allí, sin moverse del rincón del granero. Cayó en la cuenta de que era casi de noche, así que estaba claro que el sol no podía ser.

Un poco asustada, se acercó despacito a ver de qué se trataba. El fulgor era más intenso a medida que se aproximaba y hasta tuvo que mirar hacia otro lado para que no le deslumbrara. Su sorpresa fue inmensa cuando descubrió que era una enorme mazorca dorada ¡No se lo podía creer! Sus granos eran de oro puro y de ellos salían intensos haces de luz.

La campesina miró hacia arriba ¡El dios le había ayudado atendiendo a sus plegarias! Cogió la mazorca con delicadeza y salió en busca de su marido, que roncaba sobre una hamaca dejando pasar las horas.

Con voz aún temblorosa le contó lo sucedido y el hombre, por primera vez en su vida, se avergonzó de su comportamiento. Comprendió que su esposa había cargado siempre con la responsabilidad de la casa, de los hijos y del duro trabajo en el campo ¡Era a ella y no a él a quien el dios divino había recompensado!

A partir de ese día, el muchacho cambió para siempre. Vendieron la mazorca de oro y ganaron mucho dinero. Después, arreglaron la casa, compraron un terreno más grande y sus niños crecieron sanos y felices. Nunca jamás volvió a faltarles de nada.

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Simbad el marino

Enviado por dach2901  

Hace muchos años vivía en Bagdad un joven que tenía por oficio llevar mercancías por toda la ciudad. Todos los días acababa agotado de tanto cargar cajas y se lamentaba de que, lo que ganaba, no le servía para dejar de ser pobre.

Un día, al final de la jornada, se sentó a descansar junto a la puerta de la casa de un rico comerciante. El hombre, que estaba dentro, le oyó quejarse de su mala suerte en la vida.


– ¡Trabajar y trabajar, es lo único que hago! Al final del día sólo consigo recaudar tres o cuatro monedas que apenas me dan para comprar un mendrugo de pan y un poco de pescado ahumado ¡Qué desastre de vida la mía!

El comerciante sintió lástima por el chico y le invitó a cenar algo caliente. El muchacho aceptó y se quedó asombrado al entrar una vivienda tan lujosa y con tan ricos manjares sobre la mesa.

– ¡No sé qué decir, señor!… Nunca había visto tanta riqueza.

– Así es – contestó educadamente el hombre – Soy muy afortunado, pero quiero contarte cómo he conseguido todo esto que ves. Nadie me ha regalado nada y sólo espero que entiendas que es el fruto de mucho esfuerzo.

El comerciante, que se llamaba Simbad, relató su historia al intrigado muchacho.

– Verás… Mi padre me dejó una buena fortuna, pero la malgasté hasta quedarme sin nada. Entonces, decidí que tenía que hacerme marino.

– ¿Marino? ¡Guau! ¡Qué maravilla!

– Sí, pero no fue fácil. Durante el primer viaje, me caí del barco y nadé hasta una isla, que resultó ser el lomo de una ballena ¡El susto fue tremendo! Por suerte me salvé de ser tragado por ella. Conseguí agarrarme a un barril que flotaba en las aguas y la corriente me llevó a orillas de una ciudad desconocida. Vagué de un lado para otro durante un tiempo hasta que logré que me admitieran en un barco que me trajo de regreso a Bagdad ¡Fueron días muy duros!

Terminó de hablar y le dio al chico cien monedas de oro a cambio de que al día siguiente, al terminar su trabajo, regresara a su casa para seguir escuchando sus relatos. El joven, con los bolsillos llenos, se fue dando botes de alegría. Lo primero que hizo, fue comprar un buen pedazo de carne para preparar un asado y se puso las botas.

Al día siguiente volvió a casa de Simbad, tal y como habían acordado. Tras la cena, el hombre cerró los ojos y recordó otra parte de su emocionante vida.

– Mi segundo viaje fue muy curioso… Avisté una isla y atracamos el barco en la arena. Buscando alimentos encontré un huevo y cuando me disponía a cogerlo, un ave enorme se posó sobre mí y me agarró con sus fuertes patas, elevándome hasta el cielo. Pensé que quería dejarme caer sobre el mar, pero por suerte, lo hizo sobre un valle lleno de diamantes. Cogí todos los que pude y, malherido, salí de allí a duras penas. Conseguí localizar a la tripulación de mi barco, pero por poco no lo cuento.

Cuando terminó de rememorar su segundo viaje, le dio otras cien monedas de oro, invitándole a regresar al día siguiente. Al joven le encantaban las aventuras del viejo Simbad el marino y fue puntual a su cita. Una vez más, el hombre se sumió en sus apasionantes recuerdos.

– Te parecerá raro, pero a pesar de que ya vivía cómodamente no me conformé y quise volver al mar una tercera vez. De nuevo, corrí aventuras muy emocionantes. Llegamos a una isla donde habitaban cientos de pigmeos salvajes que destrozaron nuestro barco. Nos apresaron y nos llevaron ante su jefe, que era un gran gigante de un solo ojo y mirada espantosa.

– ¿Un gigante? ¡Qué miedo!

-¡Sí, era terrorífico! Se comió a todos los marineros, pero como yo era muy flaco, me dejó a un lado. Cuando terminó de devorarlos se quedó dormido y yo aproveché para coger el atizador de las brasas, que estaba al rojo vivo, y se lo clavé en su único ojo ¡El alarido fue aterrador! Giró con rabia sobre sí mismo pero ya no podía verme y aproveché para huir. Llegué hasta la playa y un comerciante que tenía una barquita me recogió y me regaló unas telas para vender cuando llegásemos a buen puerto. Gracias a su generosidad, hice una gran fortuna y regresé a casa.

El joven estaba entusiasmado escuchando los relatos del intrépido marino ¡Cuántas aventuras había vivido ese hombre!…

Durante siete noches, Simbad contó una nueva historia, un nuevo viaje, cada uno más alucinante que el anterior. Y como siempre, antes de despedirse, le regalaba cien monedas.

Cuando finalizó su último encuentro, se despidieron con afecto. El comerciante no quiso que se fuera sin antes decirle algo importante:

– Ahora ya sabes que, quien algo quiere, algo le cuesta. El destino es algo por lo que hay que luchar y que cada uno debe forjarse ¡Nadie en esta vida regala nada! Espero que el dinero que te he dado te ayude a empezar nuevos proyectos y que lo que te he contado te sirva en el futuro.

El joven comprendió que el viejo Simbad lo había conseguido todo a base de riesgo y esfuerzo. Ahora él tenía setecientas monedas de oro, pero había aprendido que no debía confiarse. Aunque ahorraría una parte y otra la invertiría, seguiría trabajando duro para, algún día no muy lejano, poder disfrutar de la misma vida tranquila y cómoda que su aventurero amigo.

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El lobo y el perro dormido

Enviado por dach2901  

Había una vez un perro que solía pasar las horas muertas en el portal de la casa de sus dueños. Le encantaba estar allí durante horas pues era un sitio fresco y disfrutaba viendo pasar a la gente que iba y venía del mercado. La tarde era su momento favorito porque se tumbaba encima de una esterilla, apoyaba la cabeza sobre las patas y gozaba de una plácida y merecida siesta.


En cierta ocasión dormía profundamente cuando un lobo salió de la oscuridad y se abalanzó sobre él, dispuesto a propinarle un buen mordisco. El perro se despertó a tiempo y asustadísimo, le rogó que no lo hiciera.

– ¡Un momento, amigo lobo! – gritó dando un salto hacia atrás – ¿Me has visto bien?

El lobo frenó en seco y le miró de arriba abajo sin comprender nada.

– Sí… ¿Qué pasa?

– ¡Mírame con atención! Como ves, estoy en los huesos, así que poco alimento soy para ti.

– ¡Me da igual! ¡Pienso comerte ahora mismo! – amenazó el lobo frunciendo el hocico y enseñando a la pobre víctima sus puntiagudos colmillos.

– ¡Espera, te propongo un trato! Mis dueños están a punto de casarse y celebrarán un gran banquete. Por supuesto yo estoy invitado y aprovecharé para comer y beber hasta reventar.

– ¿Y eso a mí que me importa? ¡Tu vida termina aquí y ahora!

– ¡Claro que importa! Comeré tantos manjares que engordaré y luego tú podrás comerme ¿O es que sólo quieres zamparte mi pellejo?

El lobo pensó que no era mala idea y que además, el perro parecía muy sincero. Llevado por la gula, se dejó convencer y aceptó el trato.

– ¡Está bien! Esperaré a que pase el día de la boda y por la tarde a esta hora vendré a por ti.

– ¡Descuida, amigo lobo! ¡Aquí en el portal me encontrarás!

El perro vio marcharse al lobo mientras por su cara caían gotas de sudor gordas como avellanas ¡Se había salvado por los pelos!

Llegó el día de la fiesta y por supuesto el perro, muy querido por toda la familia, participó en el comida nupcial. Comió, bebió y bailó hasta que se fue el último invitado. Cuando el convite terminó, estaba tan agotado que no tenía fuerzas más que para dormir un rato y descansar, pero sabiendo que el lobo aparecería por allí, decidió no bajar al portal sino dormir al fresco en el alfeizar de la ventana. Desde lo alto, vio llegar al lobo.

– ¡Eh, perro flaco! ¿Qué haces ahí arriba? ¡Baja para cumplir lo convenido!

– ¡Ay, lobo, perdiste tu oportunidad! No seré yo quien vuelva a disfrutar de mis largas siestas en el portal. A partir de ahora, pasaré las tardes tumbado en la ventana, contemplando las copas de los árboles y escuchando el canto de los pajarillos. ¡Aprender de los errores es de sabios!

Y dicho esto, se acurrucó tranquilo y el lobo se fue con la cabeza gacha por haber sido tan estúpido y confiado.

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El sapo y el ratón

Enviado por dach2901  

Había una vez un sapo al que le encantaba tocar la flauta. Por las noches se subía a una piedra del campo y, bañado por la luz de la luna, arrancaba hermosas notas a su pequeño instrumento.

Allí cerquita vivía un ratón al que le molestaba mucho la música. Estaba tan harto, que una cálida noche de verano decidió poner fin a la situación. Fue en busca del sapo y le amenazó.

– ¡Oiga, señor sapo! No quiero parecerle maleducado, pero es que me aturde con esas melodías todas las noches ¡No consigo dormir! ¿Por qué no se va a otro sitio a tocar la flauta? – dijo gruñendo y con gesto enfadado.


– ¡Usted es un envidioso! – respondió el sapo – ¡Ya le gustaría tocar tan bien como yo!

– ¡De envidia nada! – El ratón empezaba a enfadarse más de la cuenta – Yo no sé nada de música, pero tengo otras virtudes: corro rapidísimo y me muevo con mucha agilidad por todas partes, algo que usted, con esas patas tan cortas y la barriga tan inflada, no puede hacer.

Al sapo le pareció fatal lo que le dijo el ratón y decidió darle un escarmiento.

– Así que se cree mejor que yo ¿eh?… Muy bien, pues si quiere hacemos una apuesta. Le reto a correr, pero para que sea más emocionante, lo haremos bajo tierra. Si gana usted, le entregaré mi flauta, pero si gano yo, tendrá que regalarme su casa, que según he oído por ahí, es bastante confortable.

El ratón se echó a reír pensando que el sapo era un ser bastante tonto e inconsciente.

– ¡Acepto, acepto! Ganarle es pan comido y cuando tenga esa insoportable flauta en mi poder, la destrozaré hasta hacerla polvillo. Nos vemos mañana aquí, en cuanto salga el sol.

El sapo se despidió, volvió a su casa y le contó la historia a su mujer. Después, le explicó que había urdido un plan para ganar al insolente roedor.

– Te diré qué haremos, pero escucha con atención. El ratón y yo saldremos corriendo bajo tierra desde la roca hasta la meta, situada en el gran árbol que crece junto al trigal.

Tomó aire y continuó.

– Tú te esconderás en un agujero bajo el árbol y cuando veas que el ratón está llegando, sacarás la cabeza y gritarás “¡He ganado! Todos los sapos somos muy parecidos y el ratón no se dará cuenta de que, en realidad, eres tú y no yo quien estará en la meta.

– Está bien, querido. Así lo haré – respondió la señora sapo.

Al día siguiente, se reunieron en la roca el sapo y el ratón. Cuando sonó la señal de salida, ambos se metieron bajo tierra y empezaron a correr. Bueno, no exactamente… El ratón corrió y corrió a toda velocidad sin mirar atrás, mientras que el sapo simuló que avanzaba un poquito pero en realidad regresó al punto de partida. Cuando el ratón estaba a punto de llegar al árbol, la señora sapo sacó la cabeza y gritó:

– ¡Ya estoy aquí! ¡He ganado!

Al ratón se le desencajó la cara ¿Cómo era posible que el sapo hubiera llegado antes?

– ¿Es usted mago o algo así? ¡Si no lo veo, no lo creo! Está bien: haremos una nueva carrera, esta vez el camino contrario, de aquí a la roca.

El sapo, que en realidad era la mujer, asintió con la cabeza. Se prepararon para salir, dieron la señal y el ratón puso todas sus ganas en llegar el primero. Se metió bajo tierra y corrió como un loco mientras la mujer del sapo se quedaba quieta sin que el ratón, con las prisas, se diera cuenta de que iba corriendo solo. Cuando faltaba muy poquito para llegar, oyó una voz proveniente de una cabeza que asomaba junto a la roca.

– ¡He vuelto a ganar! – gritó el sapo, a punto de reventar de felicidad porque había conseguido engañar al ratón – ¡Celebraré mi victoria tocando una melodía triunfal!

El sapo comenzó a tocar la flauta dando saltitos de alegría. El ratón se sintió furioso y humillado. La ira le reconcomía y encima tenía que soportar esa insidiosa música que le sacaba de quicio. Pronto pasó de la rabia a la tristeza, pues el sapo se apresuró a reclamarle lo que le debía.

– He ganado la apuesta – comentó el batracio sacudiéndose la tierra de la panza – ¡Me quedo con tu casa!

El ratón tuvo que asumir que había perdido. Cabizbajo, le dio las llaves y se alejó en busca de un nuevo hogar. El exceso de confianza en sí mismo le había jugado una mala pasada. Se prometió que, a partir de entonces, sería más humilde y no despreciaría a aquellos que, en principio, parecen más débiles.

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Las ranitas

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Una mañana húmeda y soleada, un grupo de verdes y dicharacheras ranitas salió al bosque a dar un paseo. Eran cinco ranas muy amigas que, como siempre que se juntaban, iban croando y dando brincos para divertirse.


Desafortunadamente, lo que prometía ser una alegre jornada se truncó cuando dos de ellas calcularon mal el salto y cayeron a un tenebroso pozo.

Las otras tres corrieron a asomarse al borde del agujero y se miraron compungidas. La más grande exclamó horrorizada:

– ¡Oh, no! ¡Nuestras amigas están perdidas, no tienen salvación!

Negando con la cabeza empezó a gritarles:

– ¡Os habéis caído en un pozo muy hondo! ¡No podemos ayudaros y no intentéis salir porque es imposible!

Las dos ranitas miraron hacia arriba desesperadas ¡Querían salir de ese oscuro túnel vertical a toda costa! Empezaron a saltar sin descanso probando de todas las maneras posibles, pero la distancia hacia la luz era demasiado grande y ellas demasiado pequeñitas.

Otra de las ranas que las observaba desde la boca del pozo, en vez de animarlas, se unió a su compañera.

– ¡Es inútil que malgastéis vuestras fuerzas! ¡Este pozo es tremendamente profundo!

Las pobres ranitas continuaron intentándolo pero o no llegaban o se daban de bruces contra las resbaladizas paredes cubiertas de musgo.

La tercera rana también insistió:

– ¡Dejadlo ya! ¡Dejad de saltar! ¿No veis que vais a haceros daño?

Las tres hacían aspavientos con las patas y chillaban todo lo que podían para convencerlas de fracasarían en el intento. Finalmente, una de las dos ranitas del pozo se convenció de que tenían razón y decidió rendirse; caminó unos pasos, se acurrucó en una esquina y se abandonó a su suerte.

La otra, en cambio, continuó luchando como una jabata por salir a la superficie. Estaba sudorosa y agotada pero ni de broma pensaba resignarse. En vez de eso, paró unos segundos para recobrar fuerzas y concentrarse en su objetivo. Cuando se sintió preparada, aspiró todo el aire que pudo, cogió carrerilla y se impulsó como si fuera una saltadora olímpica. El brinco fue tan rápido y exacto, que lo consiguió ¡Cayó sobre la hierba sana y salva!

Una vez afuera su corazón seguía latiendo a mil por hora y casi no podía respirar a causa del tremendo esfuerzo que había hecho. Sus amigas le abanicaron con unas hojas y poco a poco se fue relajando hasta que recuperó la tranquilidad y se acostumbró a la cegadora luz del sol. Cuando vieron que ya podía hablar, una de las tres ranas le dijo:

– ¡Es increíble que hayas podido salir a pesar de que os gritábamos que era una misión imposible!

Ella, muy asombrada, le contestó:

– ¿Estabais diciendo que no lo intentáramos?

– ¡Sí, claro! Nos parecía que jamás lo conseguiríais y queríamos evitaros el mal trago de fracasar.

La rana suspiró.

– ¡Uf! ¡Pues menos mal que como estoy un poco sorda no entendía nada! Todo lo contrario ¡Os veía agitar las manos y pensaba que nos estabais animando a seguir!

Gracias a su sordera la rana no escuchó las palabras de desaliento y luchó sin descanso por salvar su vida hasta que lo logró.

La otra ranita, que sí se había rendido, vio el triunfo de su amiga y volvió a recuperar la confianza en sí misma. Se puso en pie, se armó de coraje y también aspiró una gran bocanada de aire; después, con una potencia más propia de un puma, se propulsó dando un salto espectacular que remató con una doble voltereta.

Sus cuatro amigas la vieron salir del pozo como un cohete y se quedaron pasmadas cuando cayó a sus pies. La reanimaron igual que a su compañera y cuando se encontró bien, se marcharon a sus casas croando y dando brincos como siempre.

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Caperucita roja

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Érase una vez una preciosa niña que siempre llevaba una capa roja con capucha para protegerse del frío. Por eso, todo el mundo la llamaba Caperucita Roja.

Caperucita vivía en una casita cerca del bosque. Un día, la mamá de Caperucita le dijo:

– Hija mía, tu abuelita está enferma. He preparado una cestita con tortas y un tarrito de miel para que se la lleves ¡Ya verás qué contenta se pone!

– ¡Estupendo, mamá! Yo también tengo muchas ganas de ir a visitarla – dijo Caperucita saltando de alegría.
Cuando Caperucita se disponía a salir de casa, su mamá, con gesto un poco serio, le hizo una advertencia:

– Ten mucho cuidado, cariño. No te entretengas con nada y no hables con extraños. Sabes que en el bosque vive el lobo y es muy peligroso. Si ves que aparece, sigue tu camino sin detenerte.

– No te preocupes, mamita – dijo la niña- Tendré en cuenta todo lo que me dices.

– Está bien – contestó la mamá, confiada – Dame un besito y no tardes en regresar.

– Así lo haré, mamá – afirmó de nuevo Caperucita diciendo adiós con su manita mientras se alejaba.

Cuando llegó al bosque, la pequeña comenzó a distraerse contemplando los pajaritos y recogiendo flores. No se dio cuenta de que alguien la observaba detrás de un viejo y frondoso árbol. De repente, oyó una voz dulce y zalamera.

– ¿A dónde vas, Caperucita?

La niña, dando un respingo, se giró y vio que quien le hablaba era un enorme lobo.

– Voy a casa de mi abuelita, al otro lado del bosque. Está enferma y le llevo una deliciosa merienda y unas flores para alegrarle el día.

– ¡Oh, eso es estupendo! – dijo el astuto lobo – Yo también vivo por allí. Te echo una carrera a ver quién llega antes. Cada uno iremos por un camino diferente ¿te parece bien?

La inocente niña pensó que era una idea divertida y asintió con la cabeza. No sabía que el lobo había elegido el camino más corto para llegar primero a su destino. Cuando el animal llegó a casa de la abuela, llamó a la puerta.

– ¿Quién es? – gritó la mujer.

– Soy yo, abuelita, tu querida nieta Caperucita. Ábreme la puerta – dijo el lobo imitando la voz de la niña.

– Pasa, querida mía. La puerta está abierta – contestó la abuela.

El malvado lobo entró en la casa y sin pensárselo dos veces, saltó sobre la cama y se comió a la anciana. Después, se puso su camisón y su gorrito de dormir y se metió entre las sábanas esperando a que llegara la niña. Al rato, se oyeron unos golpes.

– ¿Quién llama? – dijo el lobo forzando la voz como si fuera la abuelita.

– Soy yo, Caperucita. Vengo a hacerte una visita y a traerte unos ricos dulces para merendar.

– Pasa, querida, estoy deseando abrazarte – dijo el lobo malvado relamiéndose.

La habitación estaba en penumbra. Cuando se acercó a la cama, a Caperucita le pareció que su abuela estaba muy cambiada. Extrañada, le dijo:

– Abuelita, abuelita ¡qué ojos tan grandes tienes!

– Son para verte mejor, preciosa mía – contestó el lobo, suavizando la voz.

– Abuelita, abuelita ¡qué orejas tan grandes tienes!

– Son para oírte mejor, querida.

– Pero… abuelita, abuelita ¡qué boca tan grande tienes!

– ¡Es para comerte mejor! – gritó el lobo dando un enorme salto y comiéndose a la niña de un bocado.

Con la barriga llena después de tanta comida, al lobo le entró sueño. Salió de la casa, se tumbó en el jardín y cayó profundamente dormido. El fuerte sonido de sus ronquidos llamó la atención de un cazador que pasaba por allí. El hombre se acercó y vio que el animal tenía la panza muy hinchada, demasiado para ser un lobo. Sospechando que pasaba algo extraño, cogió un cuchillo y le rajó la tripa ¡Se llevó una gran sorpresa cuando vio que de ella salieron sanas y salvas la abuela y la niña!

Después de liberarlas, el cazador cosió la barriga del lobo y esperaron un rato a que el animal se despertara. Cuando por fin abrió los ojos, vio como los tres le rodeaban y escuchó la profunda y amenazante voz del cazador que le gritaba enfurecido:

– ¡Lárgate, lobo malvado! ¡No te queremos en este bosque! ¡Como vuelva a verte por aquí, no volverás a contarlo!

El lobo, aterrado, puso pies en polvorosa y salió despavorido.

Caperucita y su abuelita, con lágrimas cayendo sobre sus mejillas, se abrazaron. El susto había pasado y la niña había aprendido una importante lección: nunca más desobedecería a su mamá ni se fiaría de extraños.



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El niño y los dulces

Enviado por dach2901  

Había un niño muy goloso que siempre estaba deseando comer dulces. Su madre guardaba un recipiente repleto de caramelos en lo alto de una estantería de la cocina y de vez en cuando le daba uno, pero los dosificaba porque sabía que no eran muy saludables para sus dientes.

El muchacho se moría de ganas de hacerse con el recipiente, así que un día que su mamá no estaba en casa, arrimó una silla a la pared y se subió a ella para intentar alcanzarlo. Se puso de puntillas y manteniendo el equilibrio sobre los dedos de los pies, cogió el tarro de cristal que tanto ansiaba.


¡Objetivo conseguido! Bajó con mucho cuidado y se relamió pensando en lo ricos que estarían deshaciéndose en su boca. Colocó el tarro sobre la mesa y metió con facilidad la mano en el agujero ¡Quería coger los máximos caramelos posibles y darse un buen atracón! Agarró un gran puñado, pero cuando intentó sacar la mano, se le quedó atascada en el cuello del recipiente.

– ¡Oh, no puede ser! ¡Mi mano se ha quedado atrapada dentro del tarro de los dulces!

Hizo tanta fuerza hacia afuera que la mano se le puso roja como un tomate. Nada, era imposible. Probó a girarla hacia la derecha y hacia la izquierda, pero tampoco resultó. Sacudió el tarro con cuidado para no romperlo, pero la manita seguía sin querer salir de allí. Por último, intentó sujetarlo entre las piernas para inmovilizarlo y tirar del brazo, pero ni con esas.

Desesperado, se tiró al suelo y empezó a llorar amargamente. La mano seguía dentro del tarro y por si fuera poco, su madre estaba a punto de regresar y se temía que le iba a echar una bronca de campeonato ¡Menudo genio tenía su mamá cuando se enfadaba!

Un amigo que paseaba cerca de la casa, escuchó los llantos del chiquillo a través de la ventana. Como la puerta estaba abierta, entró sin ser invitado. Le encontró pataleando de rabia y fuera de control.

– ¡Hola! ¿Qué te pasa? Te he oído desde la calle.

– ¡Mira qué desgracia! ¡No puedo sacar la mano del tarro de los caramelos y yo me los quiero comer todos!

El amigo sonrió y tuvo muy claro qué decirle en ese momento de frustración.

– La solución es más fácil de lo que tú te piensas. Suelta algunos caramelos del puño y confórmate sólo con la mitad. Tendrás caramelos de sobra y podrás sacar la mano del cuello del recipiente.

El niño así lo hizo. Se desprendió de la mitad de ellos y su manita salió con facilidad. Se secó las lágrimas y cuando se le pasó el disgusto, compartió los dulces con su amigo.

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