Vuestros cuentos 

El león y la liebre

Enviado por dach2901  

En cierta ocasión, un león se paseaba por sus dominios en busca de algo para comer. Era un león grande y fiero que imponía mucho respeto al resto de los animales, pues por algo era el rey de la sabana.

Siempre que aparecía por sorpresa, los pájaros comenzaban a trinar como locos porque era el modo que tenían de avisar a todos los demás de que se avecinaba el peligro. En cuanto sonaba la voz de alarma, los antílopes se alejaban dando grandes zancadas en busca de un sitio seguro, las cebras aprovechaban las rayas de su cuerpo para camuflarse entre ramas secas, y hasta los pesados hipopótamos salían zumbando en busca de un río donde meterse hasta que el agua les cubriera a la altura de los ojos.


Ese día, como era habitual, los animales se esfumaron en cuanto llegó a sus oídos que el león andaba por allí. Bueno, casi todos, porque algunos ni se enteraron, como le sucedió a una liebre que dormía profundamente sobre la hojarasca. Hacía calor y el sueño le había vencido de tal manera que no escuchó los gritos de los pajaritos.

El león rápidamente la vio y se relamió pensando que era una presa muy fácil. ¡No se movía y la tenía a su total disposición! Emitió un pequeño rugido de satisfacción y, justo cuando iba a abalanzarse sobre ella, vio a lo lejos un ciervo que, por lo visto, también se había despistado porque estaba un poco sordo.

El león se quedó quieto, sin moverse. El ciervo estaba distraído mordisqueando las hojas de un arbusto y tenía que tomar una rápida decisión.

– ¿Qué hago? ¿Me como esta liebre que tengo delante o me arriesgo y voy a por ese ciervo? La liebre no tiene escapatoria posible, pero es muy pequeña. El ciervo, en cambio, es grande y su carne deliciosa… ¡Está decidido! ¡Me la juego!

Salió corriendo a la máxima velocidad que le permitieron sus robustas patas para perseguir a la presa más grande. Pero el ciervo, que divisó al felino con el rabillo del ojo, reaccionó a tiempo y huyó despavorido.

La carrera de león fue inútil; sólo consiguió levantar una polvareda de tierra a su paso que le produjo un picor enorme en los ojos y una tos que casi le destroza la garganta.

– ¡Maldita sea! ¡Ese ciervo ha conseguido escapar! Me he quedado sin cena especial… En fin, iré a por la liebre, que menos es nada.

El león regresó sobre sus pasos en busca de la presa más pequeña. Suponía que seguiría allí, plácidamente dormida, pero el animal ya no estaba. Por lo visto, un ratoncito de campo la había despertado para avisarla de que, si no se daba prisa, el león se la zamparía en un abrir y cerrar de ojos.

El rey de los animales se enfadó muchísimo.

– ¡La liebre también ha desaparecido! ¡Está visto que hoy no es mi día de suerte!

Al principio, al león le reconcomió la rabia, pero después se tumbó a reflexionar y se dio cuenta de que no había sido cuestión de suerte, sino que la caza había fracasado por un error que él mismo había cometido.

– ¡En realidad, me lo merezco! Tenía una presa segura en mis manos y por ir a por otra mejor, la dejé ir. Al final, me he quedado sin nada ¡Pero qué tonto he sido!

Y así fue cómo el león no tuvo más remedio que continuar buscando comida, porque a esas alturas tenía tanta hambre que las tripas le sonaban como si tuviera una orquesta dentro de la barriga.

Moraleja: Como dice el refrán, más vale pájaro en mano que ciento volando. Esto significa que, a menudo, es mejor conformarse con lo que uno tiene, aunque sea poco, que arriesgarse por algo que a lo mejor no podemos conseguir.

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El rey confiado

Enviado por dach2901  

Hace muchos años, en un reino pequeño pero muy próspero, gobernaba un rey justo y bondadoso que era muy querido por su pueblo. El monarca estaba muy orgulloso de que las cosas fueran bien por su territorio pero había una cuestión que le tenía constantemente preocupado: era consciente de que tenía un carácter demasiado confiado y le abrumaba pensar que en cualquier momento podía aparecer un desalmado que se aprovechara de su bondad.


Un día, durante la cena, le dijo a su esposa:

– Me considero buena persona y tengo miedo de que alguien me traicione ¿Qué puedo hacer, amor mío, para solucionar este tema que tanto me agobia?

– Querido, si te sientes inseguro, deja que alguien te ayude y te aconseje en las situaciones difíciles.

– ¡Tienes toda la razón! Ya sé lo que haré: nombraré un consejero para que me avise cuando alguien intente hacerme una jugarreta ¡Será mi mejor colaborador y amigo!

– ¡Eso está muy bien!

– Sí, pero debo tener cuidado a la hora de elegir a la persona adecuada. Ha de ser el hombre más inteligente del reino para que nadie pueda engañarle tampoco a él.

Dicho esto, el rey abandonó el comedor y reunió a cincuenta mensajeros reales en el salón del trono.

– Os he mandado llamar porque quiero que recorráis todas las ciudades, pueblos y aldeas anunciando a mis súbditos que busco a la persona más inteligente del reino. Entre todos los que acudan a mi llamada elegiré a mi futuro consejero, a mi hombre de confianza. Decidles que yo, el rey, les espero en esta misma sala dentro de una semana.

¡No había tiempo que perder! Todos los mensajeros montaron en sus caballos y difundieron la noticia por los lugares más remotos. Siete días después, decenas de candidatos se reunieron en torno al monarca deseando escuchar lo que tenía que decirles.

Había aspirantes para todos los gustos: jóvenes, ancianos, comerciantes, médicos, orfebres, pescadores… Todos muy ilusionados por conseguir un cargo tan importante.

El rey, sentado en su trono dorado, les habló en voz alta y firme:

– Imagino que cada uno de vosotros sois personas realmente inteligentes, pero como sabéis, sólo puedo quedarme con uno. Quien logre superar el reto que voy a plantear, será nombrado consejero real.

El silencio en la sala era tal que podía escucharse el zumbido de una mosca. El rey continuó con su discurso.

– La prueba es la siguiente: yo estoy sentado en mi trono y no pienso levantarme mientras vosotros estéis en la sala, pero el que consiga convencerme de que lo haga, el que consiga que me ponga en pie, se quedará con el cargo.

Durante un par de horas los aspirantes al puesto, utilizando todas las tretas posibles, intentaron persuadir al rey. Ninguno consiguió que levantara sus reales posaderas del trono.

Cuando parecía que el desafío del rey no había servido para nada, un tímido muchacho que todavía no había dicho ni mu apareció de entre las sombras y se le acercó.

– Me presento, alteza. Mi nombre es Yeshi.

– Te escucho, Yeshi.

– Quiero hacerle una pregunta: ¿Cree usted que alguien puede obligarle a cruzar la puerta y salir de este salón?

El rey se quedó atónito.

– ¡¿Cómo va a obligarme alguien a salir de aquí?! ¡Soy el rey y sobre mí no manda nadie!

Para su sorpresa y la de todos los allí reunidos, Yeshi le replicó con absoluta tranquilidad:

– ¡Yo sí puedo!

El rey apretó los puños intentando contener la rabia, pero le podía tanto la curiosidad que siguió escuchando el razonamiento del chico.

Yeshi señaló la puerta de entrada al salón.

– Señor, ahora imagine que usted y yo ya estamos fuera de este salón ¿Qué me daría si consigo convencerle de que entre de nuevo?

El rey contestó sin pensar bien las consecuencias:

– ¡Te nombraría mi consejero!

Yeshi, con una sonrisa, le animó:

– ¡Muy bien! ¿Por qué no lo intentamos y salimos de dudas?

El rey, pensando que el reto era muy fácil porque tenía clarísimo que nadie iba a obligarle a entrar en el salón si no quería, aceptó la propuesta del joven y se levantó de un saltito para salir por la puerta.

En cuanto dio tres pasos se coscó de la inteligente jugada de Yeshi. Frenó en seco, se giró hacia el muchacho y guiñándole un ojo le dijo:

– ¡Ciertamente eres muy listo! Has conseguido desviar mi atención para que yo, sin darme cuenta, me levantara del trono ¡Has superado el reto y si alguien merece el puesto eres tú! A partir de ahora vivirás en palacio y me ayudarás día y noche como consejero y buen amigo.

Yeshi se sintió muy honrado y recibió un sonoro aplauso como reconocimiento a su sagacidad.

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La piedra de toque

Enviado por dach2901  

Dice una antigua historia que hace muchos, muchísimos años, vivió un anciano que guardaba un gran secreto. Sus días en este mundo llegaban a su fin y, antes de partir, decidió contárselo a un hombre bueno y responsable en quien confiaba.

– Tienes que saber que existe una pequeña piedra conocida como piedra de toque, capaz de proporcionarte todas las riquezas que desees. Te revelo este secreto para que tengas la oportunidad de encontrarla y mejorar tu vida.


– Muchas gracias, señor, pero… ¿Dónde he de buscar esa piedra tan especial?

– Parece ser que se encuentra entre los miles de guijarros que abundan en la playa, así que distinguirla es una labor muy complicada.

– Entonces… ¿Cómo sabré cuál es?

– Verás… Todas las piedras que están en la orilla del mar se sienten frías al tacto, pues se pasan horas salpicadas por el agua. La piedra de toque es la única piedra que notarás caliente al tocarla.

Al hombre le pareció casi imposible encontrar la piedra de toque, pero aun así, se propuso intentarlo. Desde entonces, cada mañana acudía a la playa y daba largos paseos recorriendo la orilla. A cada paso se agachaba para coger una de tantas piedras lisas y relucientes que bañaba el mar, la lanzaba lejos sobre las olas y probaba con otra. Todas estaban frías, muy frías. La suerte no parecía estar de su parte.

Horas, días, semanas, meses, se pasó recogiendo guijarros sin éxito alguno. Al principio, su obsesión era encontrar la piedra de toque como fuera, pero con el tiempo, aprendió a tomárselo con más calma y a disfrutar de lo que tenía alrededor: el azul y espumoso mar, el aire fresco que bajaba de la montaña, el relajante sonido del oleaje,… Incluso se acostumbró a quitarse las sandalias para poder sentir la caricia de la arena tibia bajo sus pies.

El paseo por la playa para buscar la piedra de toque pasó a ser, sin darse cuenta, el momento que más gozaba del día. Tanto, que llegó a olvidar la razón principal por la que acudía puntualmente a la playa. En realidad, estaba más pendiente de la hermosa salida del sol o de la forma que ese día tenían las nubes, que de encontrar la famosa piedra.

Así que cuando un día cogió una que estaba caliente, ni se enteró. Por la fuerza de la costumbre la agarró y, con la mirada perdida en el horizonte, la lanzó lo más lejos que la fuerza de su brazo le permitió. Mientras volaba sobre el mar, se dio cuenta de que era la valiosa piedra de toque, pero ya era demasiado tarde ¡su única oportunidad de hacerse rico se había esfumado!

En vez de disgustarse, sonrió. Comprendió que había cometido ese error porque, después de tanto tiempo de búsqueda, habían cambiado sus prioridades. Ahora, salía cada mañana a disfrutar de la naturaleza, de la playa, del mar. Se había dejado llevar por la belleza que le rodeaba y la ambición había quedado a un lado.

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El viejo y sus hijos

Enviado por dach2901  

Érase una vez un buen hombre que se ocupaba de las labores del campo. Toda su vida se había dedicado a labrar la tierra para obtener alimentos con los que sostener a su numerosa familia.

Era mayor y tenía varios hijos a los que sacar adelante. Todos eran buenos chicos, pero cada uno tenía un carácter tan distinto que se pasaban el día peleándose entre ellos por las cosas más absurdas. En casa siempre se escuchaban broncas, gritos y portazos.


El labrador estaba desesperado. Ya no sabía qué hacer para que sus hijos se llevaran bien, como debe ser entre hermanos que se quieren. Una tarde, se sentó junto a la chimenea del comedor y, al calor del fuego, se puso a meditar. Esos chicos necesitaban una lección que les hiciera entender que las cosas debían cambiar.

De repente, una lucecita iluminó su cerebro ¡Ya lo tenía!

– ¡Venid todos ahora mismo, tengo algo que deciros!

Los hermanos acudieron obedientemente a la llamada de su padre ¿Qué querría a esas horas?

– Os he mandado llamar porque necesito que salgáis fuera y recojáis cada uno un palo delgado, de esos que hay tirados por el campo.

– ¿Un palo? … Papá ¿estás bien? ¿Para qué quieres que traigamos un palo? –dijo uno de ellos tan sorprendido como todos los demás.

– ¡Haced lo que os digo y hacedlo ahora! – ordenó el padre.

Salieron juntos en tropel al exterior de la casa y en pocos minutos regresaron, cada uno con un palo del grosor de un lápiz en la mano.

– Ahora, dádmelos – dijo mirándoles a los ojos.

El padre cogió todos los palitos y los juntó con una fina cuerda. Levantó la vista y les propuso una prueba.

– Quiero ver quién de todos vosotros es capaz de romper estos palos juntos. Probad a ver qué sucede.

Uno a uno, los chicos fueron agarrando el haz de palitos y con todas sus fuerzas intentaron partirlos, pero ninguno lo consiguió. Estaban desconcertados. Entonces, el padre desató la cuerda que los unía.

– Ahora, coged cada uno el vuestro y tratad de romperlo.

Como era de esperar, fue fácil para ellos romper una simple ramita. Sin quitar el ojo a su padre, esperaron a escuchar qué era lo que tenía que decirles y qué explicación tenía todo aquello.

– Hijos míos, espero que con esto haya podido trasmitiros un mensaje claro sobre cómo han de comportarse los hermanos. Si no permanecéis juntos, será fácil que os hagan daño. En cambio, si estáis unidos y ponéis de vuestra parte para apoyaros los unos a los otros, nada podrá separaros y nadie podrá venceros ¿Comprendéis?

Los hermanos se quedaron con la boca abierta y se hizo tal silencio que hasta se podía oír el zumbido de las moscas. Su padre acababa de darles una gran lección de fraternidad con un sencillo ejemplo. Todos asintieron con la cabeza y muy emocionados, se abrazaron y prometieron cuidarse por siempre jamás.

Moraleja: cuida y protege siempre a los tuyos. La unión hace la fuerza.

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El monstruo del lago

Enviado por dach2901  

Érase una vez una preciosa muchacha llamada Untombina, hija del rey de una tribu africana. A unos kilómetros de su hogar había un lago muy famoso en toda la comarca porque en él se escondía un terrible monstruo que, según se contaba, devoraba a todo aquel que merodeaba por allí.

Nadie, ni de día ni de noche, osaba acercarse a muchos metros a la redonda de ese lugar. Untombina, en cambio, valiente y curiosa por naturaleza, estaba deseando conocer el aspecto de ese monstruo que tanto miedo daba a la gente.


Un año llegó el otoño y con él tantas lluvias, que toda la región se inundó. Muchos hogares se vinieron abajo y los cultivos fueron devorados por las aguas. La joven Untombina pensó que quizá el monstruo tendría una solución a tanta desgracia y pidió permiso a sus padres para ir a hablar con él. Aterrorizados, no sólo se negaron, sino que le prohibieron terminantemente que se alejara de la casa.

Pero no hubo manera; Utombina, además de valiente, era terca y decidida, así que reunió a todas las chicas del pueblo y juntas partieron en busca del monstruo. La hija del rey dirigió la comitiva a paso rápido, y justo cuando el sol estaba más alto en el cielo, el grupo de muchachas llegó al lago.

En apariencia todo estaba muy tranquilo y el lugar les parecía encantador. Se respiraba aire puro y el agua transparente dejaba ver el fondo de piedras y arena blanca. La caminata había sido dura y el calor intenso, así que nada les apetecía más que darse un buen chapuzón. Entre risas, se quitaron la ropa, las sandalias y las joyas, y se tiraron de cabeza. Durante un buen rato, nadaron, bucearon y jugaron a salpicarse unas a otras. Tan entretenidas estaban que no se dieron cuenta de que el monstruo, sigilosamente, se había acercado a la orilla por otro lado y les había robado todas sus pertenencias.

Cuando la primera de las muchachas salió del agua para vestirse, no encontró su ropa y avisó a todas las demás de lo que había sucedido. Asutadísimas comenzaron a gritar y a preguntarse qué podían hacer ¡No podían volver desnudas al pueblo!

Se acercaron al lago y, en fila, comenzaron a llamar al monstruo. Entre llantos, le rogaron que les devolviera la ropa. Todas menos Utombina, que como hija del rey, se negaba a humillarse y a suplicar nada de nada.

El monstruo escuchó las peticiones y, asomando la cabeza, comenzó a escupir prendas, anillos y pulseras, que las chicas recogieron rápidamente. Devolvió todo lo que había robado excepto las cosas de la orgullosa Utombina. Las chicas querían volver, pero ella seguía negándose a implorar y se quedó inmóvil, en la orilla, mirando al lago. Su actitud consiguió enfadar al monstruo que, en un arrebato de ira, salió inesperadamente del lago y de un bocado se la tragó.

Todas las jovencitas volvieron a chillar presas del pánico y corrieron al pueblo para contar al rey lo que había sucedido. Destrozado por la pena, decidió actuar: reclutó a su ejército y lo envió al lago para acabar con el horrible ser que se había comido a su niña.

Cuando los soldados llegaron armados hasta los dientes, el monstruo se dio cuenta de sus intenciones y se enfureció todavía más. A manotazos, empezó a atrapar hombres de dos en dos y a comérselos sin darles tiempo a huir. Uno delgaducho y muy hábil se zafó de sus garras, pero el monstruo le persiguió sin descanso hasta que, casualmente, llegó a la casa del rey. Para entonces, de tanto comer, su cuerpo se había transformado en una bola descomunal que parecía a punto de explotar.

El monarca, muy hábil con el manejo de las armas, sospechó que su hija y los soldados todavía podrían estar vivos dentro de la enorme barriga, y sin dudarlo ni un segundo, comenzó a disparar flechas a su ombligo. Le hizo tantos agujeros que parecía un colador. Por el más grande, fueron saliendo uno a uno todos los hombres que habían sido engullidos por la fiera. La última en aparecer ante sus ojos, sana y salva, fue su preciosa hija.

El malvado monstruo dejó de respirar y todos agradecieron a Utombina su valentía. Gracias a su orgullo y tozudez, habían conseguido acabar con él para siempre.

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El asno y su sombra

Enviado por dach2901  

Sucedió una vez, hace muchísimos años, que un hombre necesitaba ir a una ciudad lejos de su casa. Era comerciante y tenía que comprar telas a buen precio para luego venderlas en su propia tienda. Debido a que había mucha distancia y el viaje duraba varias horas, decidió alquilar un asno para ir cómodamente sentado.

Contrató los servicios de un hombre, que se comprometió a llevarle con él a lomos de un asno, de limpio pelaje y color ceniza, a cambio de cinco monedas de plata. Aunque el borrico no era muy brioso, estaba acostumbrado a recorrer los caminos de piedras y arena llevando pasajeros y cargas bastante pesadas.


Partieron a primera hora de la mañana hacia su destino y todo iba bien hasta que, al mediodía, el sol comenzó a calentar con demasiada fuerza. El verano era implacable por aquellos lugares donde sólo se veían llanuras desérticas, despobladas de árboles y vegetación. Apretaba tanto el calor, que el viajero y el dueño del asno se vieron obligados a parar a descansar. Tenían que protegerse del bochorno y la única solución era refugiarse bajo la sombra del animal.

El problema fue que sólo había sitio para uno de los dos debajo de la panza del asno, que sin moverse, permanecía obediente erguido sobre sus cuatro patas. Agotados, sedientos y bañados en sudor, comenzaron a discutir violentamente.

– ¡Si alguien tiene que protegerse del sol debajo del burro, ese soy yo! – manifestó el viajero.

– ¡De eso nada! Ese privilegio me corresponde a mí – opinó el dueño subiendo el tono de voz.

– ¡Yo lo he alquilado y tengo todo el derecho, que para eso te pagué cinco monedas de plata!

– ¡Tú lo has dicho! Has alquilado el derecho a viajar en él pero no su sombra, así que como este animal es mío, soy yo quien se tumbará debajo de su tripa a descansar un rato.

– ¡Maldita sea! ¡Yo alquilé el asno con sombra incluida!

Los dos hombres se gritaban el uno al otro enfurecidos. Ninguno quería dar su brazo a torcer. De las palabras pasaron a los mamporros y empezaron a volar los puñetazos entre ellos.

El asno, asustado por los golpes y los gritos, echó a correr sin que los hombres se percataran. Cuando la pelea acabó, los dos estaban llenos de magulladuras y moratones. Acabaron con el cuerpo dolorido sin que hubiera un claro vencedor. Fue entonces cuando se dieron cuenta de que el burro había huido dejándoles a los dos tirados en medio de la nada, sin sombra, y tan sólo con sus pies para poder irse de allí. Sin decir ni una palabra, se miraron y reanudaron el camino bajo el ardiente sol, avergonzados por su mal comportamiento.

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Cuento de la lechera

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Había una vez una niña que vivía con sus padres en una granja. Era una buena chica que ayudaba en las tareas de la casa y se ocupaba de colaborar en el cuidado de los animales.

Un día, su madre le dijo:

– Hija mía, esta mañana las vacas han dado mucha leche y yo no me encuentro muy bien. Tengo fiebre y no me apetece salir de casa. Ya eres mayorcita, así que hoy irás tú a vender la leche al mercado ¿Crees que podrás hacerlo?

La niña, que era muy servicial y responsable, contestó a su mamá:

– Claro, mamita, yo iré para que tú descanses.


La buena mujer, viendo que su hija era tan dispuesta, le dio un beso en la mejilla y le prometió que todo el dinero que recaudara sería para ella.

¡Qué contenta se puso! Cogió el cántaro lleno de leche recién ordeñada y salió de la granja tomando el camino más corto hacia el pueblo.

Iba a paso ligero y su mente no dejaba de trabajar. No hacía más que darle vueltas a cómo invertiría las monedas que iba a conseguir con la venta de la leche.

– ¡Ya sé lo que haré! – se decía a sí misma – Con las monedas que me den por la leche, voy a comprar una docena de huevos; los llevaré a la granja, mis gallinas los incubarán, y cuando nazcan los doce pollitos, los cambiaré por un hermoso lechón. Una vez criado será un cerdo enorme. Entonces regresaré al mercado y lo cambiaré por una ternera que cuando crezca me dará mucha leche a diario que podré vender a cambio de un montón de dinero.

La niña estaba absorta en sus pensamientos. Tal y como lo estaba planeando, la leche que llevaba en el cántaro le permitiría hacerse rica y vivir cómodamente toda la vida.

Tan ensimismada iba que se despistó y no se dio cuenta que había una piedra en medio del camino. Tropezó y ¡zas! … La pobre niña cayó de bruces contra el suelo. Sólo se hizo unos rasguños en las rodillas pero su cántaro voló por el aire y se rompió en mil pedazos. La leche se desparramó por todas partes y sus sueños se volatilizaron. Ya no había leche que vender y por tanto, todo había terminado.

– ¡Qué desgracia! Adiós a mis huevos, mis pollitos, mi lechón y mi ternero – se lamentaba la niña entre lágrimas – Eso me pasa por ser ambiciosa.

Con amargura, recogió los pedacitos del cántaro y regresó junto a su familia, reflexionando sobre lo que había sucedido.

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Las dos culebras

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Había una vez dos culebras que vivían tranquilas y felices en las aguas estancadas de un pantano. En este lugar tenían todo lo que necesitaban: insectos y pequeños peces para comer, sitio de sobra para moverse y humedad suficiente para mantener brillantes y en buenas condiciones sus escamas.


Todo era perfecto, pero sucedió que llegó una estación más calurosa de lo normal y el pantano comenzó a secarse. Las dos culebras intentaron permanecer allí a pesar de que cada día la tierra se resquebrajaba y se iba agotando el agua para beber. Les producía mucha tristeza comprobar que su enorme y querido pantano de aguas calentitas se estaba convirtiendo en una mísera charca, pero era el único hogar que conocían y no querían abandonarlo.

Esperaron y esperaron las deseadas lluvias, pero éstas no llegaron. Con mucho dolor de corazón, tuvieron que tomar la dura decisión de buscar otro lugar para vivir.

Una de ellas, la culebra de manchas oscuras, le dijo a la culebra de manchas claras:

– Aquí solo ya solo quedan piedras y barro. Creo, amiga mía, que debemos irnos ya o moriremos deshidratadas.

– Tienes toda la razón, vayámonos ahora mismo. Tú ve delante, hacia el norte, que yo te sigo.

Entonces, la culebra de manchas oscuras, que era muy inteligente y cautelosa, le advirtió:

– ¡No, eso es peligroso!

Su compañera dio un respingo.

– ¿Peligroso? ¿Por qué lo dices?

La sabia culebra se lo explicó de manera muy sencilla:

– Si vamos en fila india los humanos nos verán y nos cazarán sin compasión ¡Tenemos que demostrar que somos más listas que ellos!

– ¿Más listas que los humanos? ¡Eso es imposible!

– Bueno, eso ya lo veremos. Escúchame atentamente: tú te subirás sobre mi lomo pero con el cuerpo al revés y así yo meteré mi cola en tu boca y tú tu cola en la mía. En vez de dos serpientes pareceremos un ser extraño, y como los seres humanos siempre tienen miedo a lo desconocido, no nos harán nada.

– ¡Buena idea, intentémoslo!

La culebra de manchas claras se encaramó sobre la culebra de manchas oscuras y cada una sujetó con la boca la cola de la otra. Unidas de esa forma tan rara, comenzaron a reptar. Al moverse sus cuerpos se bamboleaban cada uno para un lado formando una especie de ocho que se desplazaba sobre la hierba.

Como habían sospechado, en el camino se cruzaron con varios campesinos y cazadores, pero todos, al ver a un animal tan enigmático, tan misterioso, echaron a correr muertos de miedo, pensando que se trataba de un demonio o un ser de otro planeta.

El inteligente plan funcionó, y al cabo de varias horas, las culebras consiguieron su objetivo: muy agarraditas, sin soltarse ni un solo momento, llegaron a tierras lluviosas y fértiles donde había agua y comida en abundancia. Contentísimas, continuaron tranquilas con su vida en este nuevo y acogedor lugar.

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Tatú y la capa de fiesta

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Cada año, a orillas del lago Titicaca, se celebraba una gran fiesta que reunía a muchísimos animales de todo tipo y condición. Las encargadas de extender la noticia por cielo y tierra solían ser las gaviotas que, con sus agudos grititos, convocaban a todos a asistir en la fecha convenida. Esta vez, el guateque tendría lugar la siguiente noche en que hubiera luna llena.


A medida que pasaban los días, los invitados se mostraban más nerviosos que de costumbre ¡El tiempo apremiaba y debían prepararse a conciencia para lucir sus mejores galas!

El que más se inquietó fue Tatú, el armadillo. Su cuerpo estaba cubierto por una coraza gris que, la verdad, no le favorecía mucho. A menudo, cuando contemplaba los bellos colores de las aves o el largo y sedoso pelaje de las alpacas, pensaba que la madre naturaleza no había sido demasiado espléndida con él. La única oportunidad que tenía para deslumbrar a los demás en esa fiesta tan distinguida, era tejer una hermosa capa que tapara su caparazón. No disponía de muchos días, así que debía ponerse manos a la obra cuanto antes.

Coser se le daba muy bien ya que era muy habilidoso manejando los hilos de seda. Con paciencia y mucho tesón, se puso a trabajar durante horas para fabricar el tejido más delicado y llamativo que nadie hubiera visto antes ¡Estaba seguro de que causaría sensación!

Una tarde, un zorro pasó por su lado y se le quedó mirando. Viéndole tan atareado, le preguntó:

– ¡Hola! ¿Qué haces que no levantas la vista ni un segundo de esa tela?

– No me distraigas ¿Acaso no ves que estoy muy ocupado?

– ¡Bueno, bueno, no te enfades! Sólo tengo curiosidad ¿No me lo vas a decir?

– ¡Ay, qué pesado eres! Estoy tejiendo una capa para ponérmela el día de la fiesta del lago ¡¿Satisfecho?!

El zorro sintió mucha envidia porque la capa era preciosa. Si el armadillo se la ponía en la fiesta nadie le haría sombra y en cambio a él, no le mirarían ni las moscas. No pudo evitar sentir el deseo de fastidiarle.

– ¡Uy, Tatú, pues siento mucho decirte que no te va a dar tiempo de terminarla! ¡La fiesta es esta noche y mira cuánto te queda por hacer!

El pobre armadillo se quedó de piedra y su cara se puso blanca como el nácar.

– ¡¿Esta noche?! … ¡¿Se celebra esta noche?!

– ¡Pues claro! Yo que tú me daba prisa porque dentro de un ratito empezará a salir la luna. Me marcho a arreglarme yo también ¡Luego nos vemos!

El zorro se alejó riéndose por lo bajo ¡El inocente Tatú había picado el anzuelo! Ahora no le quedaría más remedio que acabar su trabajo a toda velocidad y el resultado sería un bodrio ¡Ni en sueños conseguiría ser el galán de la fiesta!

Mientas el zorro bribón se alejaba, Tatú, desesperado y con el sudor cayéndole a chorros por el hocico, se puso a bordar como loco. Para ir más rápido, utilizó un ovillo de lana gruesa que nada tenía que ver con la primorosa y finísima seda. Sabía que el tejido quedaría mucho más burdo, pero era la única manera de terminar la capa antes del anochecer. Encima, como las desgracias nunca vienen solas, con las prisas las hebras de lana se enredaron y formaron algunos nudos grandes como garbanzos que se veían a un metro de distancia ¡Qué desastre!

Tatú consiguió terminar a tiempo, justo cuando la luna aparecía en el firmamento, pero no estaba nada contento con el resultado. Había trabajado muy duro para confeccionar la capa más increíble y al final había tenido que terminarla apretando el acelerador y de forma chapucera. Los fallos, pensó tatú, eran más que evidentes.

Se quedó mirando a la luna con carita de pena y…

– ¡Oh, no! ¡Pero si hoy no es luna llena! ¡Ese zorro estúpido me engañó!

Tatú no se equivocaba. La luna estaba creciente, lo que significaba que aún faltaban unas cuantas noches para la gran fiesta.

Se enfadó muchísimo y las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojillos. Lo que más rabia le daba era que ya no podría descoser la última parte del trabajo: deshacer los nudos era misión imposible porque estaban demasiado apretados y tampoco había tiempo a cambiar la tosca lana por la seda. Tuvo que aceptar que tendría que ponérsela tal cual, con todos esos defectos incluidos.

Unas cuantas noches después, la luna llena apareció inmensa sobre el lago ¡El momento había llegado! Tatú se colocó la capa a regañadientes, pero cuando se vio al espejo cambió de opinión. No, no era la capa más perfecta del mundo, pero sí la más original. La mezcla de hilos finos y gruesos le daban un toque muy chic y curiosamente los nudos quedaban fenomenal. Sin quererlo había creado una prenda extravagante de esas que crean tendencia en la moda que le daban un aire de tipo moderno y a la última.

Cuando apareció en la fiesta, se formó un revuelo de animales a su alrededor ¡Todos se quedaron fascinados de lo elegante que iba y de lo especial que era su capa! Tatú se dio cuenta de que la mala jugada del zorro al final le había beneficiado. Se convirtió en el centro de todas las miradas y fue la mejor fiesta de su vida.

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Los duendecillos

Enviado por dach2901  

En una pequeña aldea perdida entre las montañas, había una casita muy coqueta en la que vivía una mujer que se dedicaba en cuerpo y alma a cuidar a su querido bebé.

El chiquitín era una auténtica monada. Tenía el pelo rubio, las mejillas regordetas y sonrosadas, y cuando sonreía, enseñaba dos dientecillos blancos como dos copitos de nieve. Era tan bonito y tan dulce que a su mamá se le caía la baba y se pasaba horas mirándole.


¡Se sentía tan feliz a su lado!… Cada día le alimentaba con mucho mimo para que creciera sano y fuerte. Después de comer, le ponía el pijama para que estuviera calentito y le acunaba al son de las nanas más dulces. En cuanto el pequeñín se dormía, cerraba las contraventanas para que no le molestara la luz y aprovechaba ese ratito de tranquilidad para hacer las tareas del hogar, como recoger agua de la fuente, pelar patatas o blanquear la ropa al sol.

Pero un día de abril, algo tremendo sucedió: unos duendecillos bromistas se colaron en el cuarto del bebé, saltaron dentro de la cunita y se lo llevaron. En su lugar, colocaron sobre el colchón un monstruo feísimo de cabeza enorme y ojos saltones como los de un sapo gigante.

Cuando al cabo de un rato la buena mujer acudió a despertar a su hijito, se llevó las manos a la cara y un grito aterrador salió de su boca.

– ¡Oh, qué horror! ¿Qué es este ser horrible? ¿Dónde está mi niño?

Desesperada, comenzó a buscar por toda la habitación, pero no había nadie ¡Parecía que se lo había tragado la tierra! Sólo se oían los gruñidos del espantoso monstruo que pataleaba entre las sábanas con la mirada fija en el techo.

Salió de allí enloquecida y corrió a casa de la vecina para pedirle ayuda.

– ¡Socorro! ¡María, María, ábreme la puerta!

La vecina abrió el cerrojo y vio a la pobre muchacha llorando y haciendo aspavientos.

– ¿Qué pasa? ¡Tranquilízate y cuéntame qué sucede!

– ¡Es horrible, María! ¡Alguien ha raptado a mi pequeño!

– ¿Pero qué dices? En este pueblo sólo vive gente buena y respetable ¡Nadie haría una cosa así!

– ¡Te digo que mi hijo ya no está! Dormía en su cuna y cuando fui a por él, había desaparecido ¡Alguien le raptó y dejó en su lugar un monstruo, un ser espantoso y repugnante!

La vecina puso cara de circunstancias y empezó a atar cabos.

– Creo que ya lo entiendo todo… Esto es cosa de los duendes del bosque ¡Siempre están gastando bromas pesadas y de mal gusto! Te diré lo que vas a hacer para recuperar a tu hijo.

– ¡Sí, por favor, ayúdame!

– Tranquila, es sencillo. Escúchame atentamente. Coge al monstruo, llévalo a la cocina y siéntalo en una sillita cerca de la chimenea. Después, enciéndela, pon un cazo de agua al fuego, y cuando hierva, echa dentro dos cáscaras de huevo.

– Pero… ¿Para qué? ¡Suena absurdo!

– ¡No lo es! Eso hará le hará reír y llamará la atención de los duendes. En menos que canta un gallo, aparecerán en tu casa, ya lo verás.

– Pero María…

– ¡Venga, venga, no pierdas tiempo y haz lo que te digo!

La madre regresó a la casa pensando que el remedio de su vecina era la tontería más grande que había escuchado en toda su vida, pero no tenía más opción que intentarlo.

Subió de dos en dos los escalones que llevaban a la habitación de su hijo y agarró al monstruo tratando de no mirarlo de lo feo que era. Después, lo sentó en una silla pequeña y lo sujetó con una correa para evitar que se cayera. Encendió la chimenea, cogió dos huevos, tiró las claras y las yemas, y puso las cáscaras vacías a hervir en una pequeña vasija de metal. En silencio, la mujer se escondió debajo de una mesa a esperar.

De repente, el monstruito, que no se había perdido ni un detalle de tan rara operación, gritó:

– ¡Como el bosque más antiguo,

igual soy yo de viejo,

pero en la vida vi a nadie,

hervir en agua una cáscara de huevo!

Y acto seguido, comenzó a reírse a mandíbula batiente.

– ¡Ja ja ja! ¡Ja ja ja! ¡Ay, qué gracioso es esto! ¡Me parto de risa!

Sus carcajadas eran tan exageradas que atravesaron la puerta de la casa y retumbaron en el bosque. Por supuesto, el eco llegó a oídos de los duendes y reconocieron la voz del monstruo. Como la vecina había previsto, no tardaron en salir de sus refugios muertos de curiosidad ¡Estaban como locos por ver qué cosa tan divertida le producía esas risotadas!

Cruzaron el jardín, treparon por las ventanas, y a través del cristal vieron al monstruito, sentado en una silla partiéndose de risa. Los duendes se contagiaron y también empezaron a reír sin parar.

¡No había dudas! Ese monstruo era muchísimo más divertido que el niño, que no hacía más que comer, dormir y llorar de vez en cuando. Ni cortos ni perezosos, se colaron por la rendija de debajo de la puerta, y dieron el cambiazo: se llevaron al monstruo y dejaron al aburrido bebé humano en la cuna.

En cuanto se acabó el revuelo, la madre se abalanzó sobre su chiquitín para comérselo a besos ¡Qué alegría! ¡La idea había funcionado!

Y así fue cómo, gracias a un extraño truco, la mujer de esta historia recuperó a su amado hijo. Los duendecillos del bosque, por su parte, no volvieron a aparecer por la aldea y se quedaron para siempre con el feo pero simpático monstruito que tanto les hacía reír.

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