Vuestros cuentos 

El viejo y sus hijos

Enviado por dach2901  

Érase una vez un buen hombre que se ocupaba de las labores del campo. Toda su vida se había dedicado a labrar la tierra para obtener alimentos con los que sostener a su numerosa familia.

Era mayor y tenía varios hijos a los que sacar adelante. Todos eran buenos chicos, pero cada uno tenía un carácter tan distinto que se pasaban el día peleándose entre ellos por las cosas más absurdas. En casa siempre se escuchaban broncas, gritos y portazos.


El labrador estaba desesperado. Ya no sabía qué hacer para que sus hijos se llevaran bien, como debe ser entre hermanos que se quieren. Una tarde, se sentó junto a la chimenea del comedor y, al calor del fuego, se puso a meditar. Esos chicos necesitaban una lección que les hiciera entender que las cosas debían cambiar.

De repente, una lucecita iluminó su cerebro ¡Ya lo tenía!

– ¡Venid todos ahora mismo, tengo algo que deciros!

Los hermanos acudieron obedientemente a la llamada de su padre ¿Qué querría a esas horas?

– Os he mandado llamar porque necesito que salgáis fuera y recojáis cada uno un palo delgado, de esos que hay tirados por el campo.

– ¿Un palo? … Papá ¿estás bien? ¿Para qué quieres que traigamos un palo? –dijo uno de ellos tan sorprendido como todos los demás.

– ¡Haced lo que os digo y hacedlo ahora! – ordenó el padre.

Salieron juntos en tropel al exterior de la casa y en pocos minutos regresaron, cada uno con un palo del grosor de un lápiz en la mano.

– Ahora, dádmelos – dijo mirándoles a los ojos.

El padre cogió todos los palitos y los juntó con una fina cuerda. Levantó la vista y les propuso una prueba.

– Quiero ver quién de todos vosotros es capaz de romper estos palos juntos. Probad a ver qué sucede.

Uno a uno, los chicos fueron agarrando el haz de palitos y con todas sus fuerzas intentaron partirlos, pero ninguno lo consiguió. Estaban desconcertados. Entonces, el padre desató la cuerda que los unía.

– Ahora, coged cada uno el vuestro y tratad de romperlo.

Como era de esperar, fue fácil para ellos romper una simple ramita. Sin quitar el ojo a su padre, esperaron a escuchar qué era lo que tenía que decirles y qué explicación tenía todo aquello.

– Hijos míos, espero que con esto haya podido trasmitiros un mensaje claro sobre cómo han de comportarse los hermanos. Si no permanecéis juntos, será fácil que os hagan daño. En cambio, si estáis unidos y ponéis de vuestra parte para apoyaros los unos a los otros, nada podrá separaros y nadie podrá venceros ¿Comprendéis?

Los hermanos se quedaron con la boca abierta y se hizo tal silencio que hasta se podía oír el zumbido de las moscas. Su padre acababa de darles una gran lección de fraternidad con un sencillo ejemplo. Todos asintieron con la cabeza y muy emocionados, se abrazaron y prometieron cuidarse por siempre jamás.

Moraleja: cuida y protege siempre a los tuyos. La unión hace la fuerza.

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El monstruo del lago

Enviado por dach2901  

Érase una vez una preciosa muchacha llamada Untombina, hija del rey de una tribu africana. A unos kilómetros de su hogar había un lago muy famoso en toda la comarca porque en él se escondía un terrible monstruo que, según se contaba, devoraba a todo aquel que merodeaba por allí.

Nadie, ni de día ni de noche, osaba acercarse a muchos metros a la redonda de ese lugar. Untombina, en cambio, valiente y curiosa por naturaleza, estaba deseando conocer el aspecto de ese monstruo que tanto miedo daba a la gente.


Un año llegó el otoño y con él tantas lluvias, que toda la región se inundó. Muchos hogares se vinieron abajo y los cultivos fueron devorados por las aguas. La joven Untombina pensó que quizá el monstruo tendría una solución a tanta desgracia y pidió permiso a sus padres para ir a hablar con él. Aterrorizados, no sólo se negaron, sino que le prohibieron terminantemente que se alejara de la casa.

Pero no hubo manera; Utombina, además de valiente, era terca y decidida, así que reunió a todas las chicas del pueblo y juntas partieron en busca del monstruo. La hija del rey dirigió la comitiva a paso rápido, y justo cuando el sol estaba más alto en el cielo, el grupo de muchachas llegó al lago.

En apariencia todo estaba muy tranquilo y el lugar les parecía encantador. Se respiraba aire puro y el agua transparente dejaba ver el fondo de piedras y arena blanca. La caminata había sido dura y el calor intenso, así que nada les apetecía más que darse un buen chapuzón. Entre risas, se quitaron la ropa, las sandalias y las joyas, y se tiraron de cabeza. Durante un buen rato, nadaron, bucearon y jugaron a salpicarse unas a otras. Tan entretenidas estaban que no se dieron cuenta de que el monstruo, sigilosamente, se había acercado a la orilla por otro lado y les había robado todas sus pertenencias.

Cuando la primera de las muchachas salió del agua para vestirse, no encontró su ropa y avisó a todas las demás de lo que había sucedido. Asutadísimas comenzaron a gritar y a preguntarse qué podían hacer ¡No podían volver desnudas al pueblo!

Se acercaron al lago y, en fila, comenzaron a llamar al monstruo. Entre llantos, le rogaron que les devolviera la ropa. Todas menos Utombina, que como hija del rey, se negaba a humillarse y a suplicar nada de nada.

El monstruo escuchó las peticiones y, asomando la cabeza, comenzó a escupir prendas, anillos y pulseras, que las chicas recogieron rápidamente. Devolvió todo lo que había robado excepto las cosas de la orgullosa Utombina. Las chicas querían volver, pero ella seguía negándose a implorar y se quedó inmóvil, en la orilla, mirando al lago. Su actitud consiguió enfadar al monstruo que, en un arrebato de ira, salió inesperadamente del lago y de un bocado se la tragó.

Todas las jovencitas volvieron a chillar presas del pánico y corrieron al pueblo para contar al rey lo que había sucedido. Destrozado por la pena, decidió actuar: reclutó a su ejército y lo envió al lago para acabar con el horrible ser que se había comido a su niña.

Cuando los soldados llegaron armados hasta los dientes, el monstruo se dio cuenta de sus intenciones y se enfureció todavía más. A manotazos, empezó a atrapar hombres de dos en dos y a comérselos sin darles tiempo a huir. Uno delgaducho y muy hábil se zafó de sus garras, pero el monstruo le persiguió sin descanso hasta que, casualmente, llegó a la casa del rey. Para entonces, de tanto comer, su cuerpo se había transformado en una bola descomunal que parecía a punto de explotar.

El monarca, muy hábil con el manejo de las armas, sospechó que su hija y los soldados todavía podrían estar vivos dentro de la enorme barriga, y sin dudarlo ni un segundo, comenzó a disparar flechas a su ombligo. Le hizo tantos agujeros que parecía un colador. Por el más grande, fueron saliendo uno a uno todos los hombres que habían sido engullidos por la fiera. La última en aparecer ante sus ojos, sana y salva, fue su preciosa hija.

El malvado monstruo dejó de respirar y todos agradecieron a Utombina su valentía. Gracias a su orgullo y tozudez, habían conseguido acabar con él para siempre.

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El asno y su sombra

Enviado por dach2901  

Sucedió una vez, hace muchísimos años, que un hombre necesitaba ir a una ciudad lejos de su casa. Era comerciante y tenía que comprar telas a buen precio para luego venderlas en su propia tienda. Debido a que había mucha distancia y el viaje duraba varias horas, decidió alquilar un asno para ir cómodamente sentado.

Contrató los servicios de un hombre, que se comprometió a llevarle con él a lomos de un asno, de limpio pelaje y color ceniza, a cambio de cinco monedas de plata. Aunque el borrico no era muy brioso, estaba acostumbrado a recorrer los caminos de piedras y arena llevando pasajeros y cargas bastante pesadas.


Partieron a primera hora de la mañana hacia su destino y todo iba bien hasta que, al mediodía, el sol comenzó a calentar con demasiada fuerza. El verano era implacable por aquellos lugares donde sólo se veían llanuras desérticas, despobladas de árboles y vegetación. Apretaba tanto el calor, que el viajero y el dueño del asno se vieron obligados a parar a descansar. Tenían que protegerse del bochorno y la única solución era refugiarse bajo la sombra del animal.

El problema fue que sólo había sitio para uno de los dos debajo de la panza del asno, que sin moverse, permanecía obediente erguido sobre sus cuatro patas. Agotados, sedientos y bañados en sudor, comenzaron a discutir violentamente.

– ¡Si alguien tiene que protegerse del sol debajo del burro, ese soy yo! – manifestó el viajero.

– ¡De eso nada! Ese privilegio me corresponde a mí – opinó el dueño subiendo el tono de voz.

– ¡Yo lo he alquilado y tengo todo el derecho, que para eso te pagué cinco monedas de plata!

– ¡Tú lo has dicho! Has alquilado el derecho a viajar en él pero no su sombra, así que como este animal es mío, soy yo quien se tumbará debajo de su tripa a descansar un rato.

– ¡Maldita sea! ¡Yo alquilé el asno con sombra incluida!

Los dos hombres se gritaban el uno al otro enfurecidos. Ninguno quería dar su brazo a torcer. De las palabras pasaron a los mamporros y empezaron a volar los puñetazos entre ellos.

El asno, asustado por los golpes y los gritos, echó a correr sin que los hombres se percataran. Cuando la pelea acabó, los dos estaban llenos de magulladuras y moratones. Acabaron con el cuerpo dolorido sin que hubiera un claro vencedor. Fue entonces cuando se dieron cuenta de que el burro había huido dejándoles a los dos tirados en medio de la nada, sin sombra, y tan sólo con sus pies para poder irse de allí. Sin decir ni una palabra, se miraron y reanudaron el camino bajo el ardiente sol, avergonzados por su mal comportamiento.

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Cuento de la lechera

Enviado por dach2901  

Había una vez una niña que vivía con sus padres en una granja. Era una buena chica que ayudaba en las tareas de la casa y se ocupaba de colaborar en el cuidado de los animales.

Un día, su madre le dijo:

– Hija mía, esta mañana las vacas han dado mucha leche y yo no me encuentro muy bien. Tengo fiebre y no me apetece salir de casa. Ya eres mayorcita, así que hoy irás tú a vender la leche al mercado ¿Crees que podrás hacerlo?

La niña, que era muy servicial y responsable, contestó a su mamá:

– Claro, mamita, yo iré para que tú descanses.


La buena mujer, viendo que su hija era tan dispuesta, le dio un beso en la mejilla y le prometió que todo el dinero que recaudara sería para ella.

¡Qué contenta se puso! Cogió el cántaro lleno de leche recién ordeñada y salió de la granja tomando el camino más corto hacia el pueblo.

Iba a paso ligero y su mente no dejaba de trabajar. No hacía más que darle vueltas a cómo invertiría las monedas que iba a conseguir con la venta de la leche.

– ¡Ya sé lo que haré! – se decía a sí misma – Con las monedas que me den por la leche, voy a comprar una docena de huevos; los llevaré a la granja, mis gallinas los incubarán, y cuando nazcan los doce pollitos, los cambiaré por un hermoso lechón. Una vez criado será un cerdo enorme. Entonces regresaré al mercado y lo cambiaré por una ternera que cuando crezca me dará mucha leche a diario que podré vender a cambio de un montón de dinero.

La niña estaba absorta en sus pensamientos. Tal y como lo estaba planeando, la leche que llevaba en el cántaro le permitiría hacerse rica y vivir cómodamente toda la vida.

Tan ensimismada iba que se despistó y no se dio cuenta que había una piedra en medio del camino. Tropezó y ¡zas! … La pobre niña cayó de bruces contra el suelo. Sólo se hizo unos rasguños en las rodillas pero su cántaro voló por el aire y se rompió en mil pedazos. La leche se desparramó por todas partes y sus sueños se volatilizaron. Ya no había leche que vender y por tanto, todo había terminado.

– ¡Qué desgracia! Adiós a mis huevos, mis pollitos, mi lechón y mi ternero – se lamentaba la niña entre lágrimas – Eso me pasa por ser ambiciosa.

Con amargura, recogió los pedacitos del cántaro y regresó junto a su familia, reflexionando sobre lo que había sucedido.

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Las dos culebras

Enviado por dach2901  

Había una vez dos culebras que vivían tranquilas y felices en las aguas estancadas de un pantano. En este lugar tenían todo lo que necesitaban: insectos y pequeños peces para comer, sitio de sobra para moverse y humedad suficiente para mantener brillantes y en buenas condiciones sus escamas.


Todo era perfecto, pero sucedió que llegó una estación más calurosa de lo normal y el pantano comenzó a secarse. Las dos culebras intentaron permanecer allí a pesar de que cada día la tierra se resquebrajaba y se iba agotando el agua para beber. Les producía mucha tristeza comprobar que su enorme y querido pantano de aguas calentitas se estaba convirtiendo en una mísera charca, pero era el único hogar que conocían y no querían abandonarlo.

Esperaron y esperaron las deseadas lluvias, pero éstas no llegaron. Con mucho dolor de corazón, tuvieron que tomar la dura decisión de buscar otro lugar para vivir.

Una de ellas, la culebra de manchas oscuras, le dijo a la culebra de manchas claras:

– Aquí solo ya solo quedan piedras y barro. Creo, amiga mía, que debemos irnos ya o moriremos deshidratadas.

– Tienes toda la razón, vayámonos ahora mismo. Tú ve delante, hacia el norte, que yo te sigo.

Entonces, la culebra de manchas oscuras, que era muy inteligente y cautelosa, le advirtió:

– ¡No, eso es peligroso!

Su compañera dio un respingo.

– ¿Peligroso? ¿Por qué lo dices?

La sabia culebra se lo explicó de manera muy sencilla:

– Si vamos en fila india los humanos nos verán y nos cazarán sin compasión ¡Tenemos que demostrar que somos más listas que ellos!

– ¿Más listas que los humanos? ¡Eso es imposible!

– Bueno, eso ya lo veremos. Escúchame atentamente: tú te subirás sobre mi lomo pero con el cuerpo al revés y así yo meteré mi cola en tu boca y tú tu cola en la mía. En vez de dos serpientes pareceremos un ser extraño, y como los seres humanos siempre tienen miedo a lo desconocido, no nos harán nada.

– ¡Buena idea, intentémoslo!

La culebra de manchas claras se encaramó sobre la culebra de manchas oscuras y cada una sujetó con la boca la cola de la otra. Unidas de esa forma tan rara, comenzaron a reptar. Al moverse sus cuerpos se bamboleaban cada uno para un lado formando una especie de ocho que se desplazaba sobre la hierba.

Como habían sospechado, en el camino se cruzaron con varios campesinos y cazadores, pero todos, al ver a un animal tan enigmático, tan misterioso, echaron a correr muertos de miedo, pensando que se trataba de un demonio o un ser de otro planeta.

El inteligente plan funcionó, y al cabo de varias horas, las culebras consiguieron su objetivo: muy agarraditas, sin soltarse ni un solo momento, llegaron a tierras lluviosas y fértiles donde había agua y comida en abundancia. Contentísimas, continuaron tranquilas con su vida en este nuevo y acogedor lugar.

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Tatú y la capa de fiesta

Enviado por dach2901  

Cada año, a orillas del lago Titicaca, se celebraba una gran fiesta que reunía a muchísimos animales de todo tipo y condición. Las encargadas de extender la noticia por cielo y tierra solían ser las gaviotas que, con sus agudos grititos, convocaban a todos a asistir en la fecha convenida. Esta vez, el guateque tendría lugar la siguiente noche en que hubiera luna llena.


A medida que pasaban los días, los invitados se mostraban más nerviosos que de costumbre ¡El tiempo apremiaba y debían prepararse a conciencia para lucir sus mejores galas!

El que más se inquietó fue Tatú, el armadillo. Su cuerpo estaba cubierto por una coraza gris que, la verdad, no le favorecía mucho. A menudo, cuando contemplaba los bellos colores de las aves o el largo y sedoso pelaje de las alpacas, pensaba que la madre naturaleza no había sido demasiado espléndida con él. La única oportunidad que tenía para deslumbrar a los demás en esa fiesta tan distinguida, era tejer una hermosa capa que tapara su caparazón. No disponía de muchos días, así que debía ponerse manos a la obra cuanto antes.

Coser se le daba muy bien ya que era muy habilidoso manejando los hilos de seda. Con paciencia y mucho tesón, se puso a trabajar durante horas para fabricar el tejido más delicado y llamativo que nadie hubiera visto antes ¡Estaba seguro de que causaría sensación!

Una tarde, un zorro pasó por su lado y se le quedó mirando. Viéndole tan atareado, le preguntó:

– ¡Hola! ¿Qué haces que no levantas la vista ni un segundo de esa tela?

– No me distraigas ¿Acaso no ves que estoy muy ocupado?

– ¡Bueno, bueno, no te enfades! Sólo tengo curiosidad ¿No me lo vas a decir?

– ¡Ay, qué pesado eres! Estoy tejiendo una capa para ponérmela el día de la fiesta del lago ¡¿Satisfecho?!

El zorro sintió mucha envidia porque la capa era preciosa. Si el armadillo se la ponía en la fiesta nadie le haría sombra y en cambio a él, no le mirarían ni las moscas. No pudo evitar sentir el deseo de fastidiarle.

– ¡Uy, Tatú, pues siento mucho decirte que no te va a dar tiempo de terminarla! ¡La fiesta es esta noche y mira cuánto te queda por hacer!

El pobre armadillo se quedó de piedra y su cara se puso blanca como el nácar.

– ¡¿Esta noche?! … ¡¿Se celebra esta noche?!

– ¡Pues claro! Yo que tú me daba prisa porque dentro de un ratito empezará a salir la luna. Me marcho a arreglarme yo también ¡Luego nos vemos!

El zorro se alejó riéndose por lo bajo ¡El inocente Tatú había picado el anzuelo! Ahora no le quedaría más remedio que acabar su trabajo a toda velocidad y el resultado sería un bodrio ¡Ni en sueños conseguiría ser el galán de la fiesta!

Mientas el zorro bribón se alejaba, Tatú, desesperado y con el sudor cayéndole a chorros por el hocico, se puso a bordar como loco. Para ir más rápido, utilizó un ovillo de lana gruesa que nada tenía que ver con la primorosa y finísima seda. Sabía que el tejido quedaría mucho más burdo, pero era la única manera de terminar la capa antes del anochecer. Encima, como las desgracias nunca vienen solas, con las prisas las hebras de lana se enredaron y formaron algunos nudos grandes como garbanzos que se veían a un metro de distancia ¡Qué desastre!

Tatú consiguió terminar a tiempo, justo cuando la luna aparecía en el firmamento, pero no estaba nada contento con el resultado. Había trabajado muy duro para confeccionar la capa más increíble y al final había tenido que terminarla apretando el acelerador y de forma chapucera. Los fallos, pensó tatú, eran más que evidentes.

Se quedó mirando a la luna con carita de pena y…

– ¡Oh, no! ¡Pero si hoy no es luna llena! ¡Ese zorro estúpido me engañó!

Tatú no se equivocaba. La luna estaba creciente, lo que significaba que aún faltaban unas cuantas noches para la gran fiesta.

Se enfadó muchísimo y las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojillos. Lo que más rabia le daba era que ya no podría descoser la última parte del trabajo: deshacer los nudos era misión imposible porque estaban demasiado apretados y tampoco había tiempo a cambiar la tosca lana por la seda. Tuvo que aceptar que tendría que ponérsela tal cual, con todos esos defectos incluidos.

Unas cuantas noches después, la luna llena apareció inmensa sobre el lago ¡El momento había llegado! Tatú se colocó la capa a regañadientes, pero cuando se vio al espejo cambió de opinión. No, no era la capa más perfecta del mundo, pero sí la más original. La mezcla de hilos finos y gruesos le daban un toque muy chic y curiosamente los nudos quedaban fenomenal. Sin quererlo había creado una prenda extravagante de esas que crean tendencia en la moda que le daban un aire de tipo moderno y a la última.

Cuando apareció en la fiesta, se formó un revuelo de animales a su alrededor ¡Todos se quedaron fascinados de lo elegante que iba y de lo especial que era su capa! Tatú se dio cuenta de que la mala jugada del zorro al final le había beneficiado. Se convirtió en el centro de todas las miradas y fue la mejor fiesta de su vida.

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Los duendecillos

Enviado por dach2901  

En una pequeña aldea perdida entre las montañas, había una casita muy coqueta en la que vivía una mujer que se dedicaba en cuerpo y alma a cuidar a su querido bebé.

El chiquitín era una auténtica monada. Tenía el pelo rubio, las mejillas regordetas y sonrosadas, y cuando sonreía, enseñaba dos dientecillos blancos como dos copitos de nieve. Era tan bonito y tan dulce que a su mamá se le caía la baba y se pasaba horas mirándole.


¡Se sentía tan feliz a su lado!… Cada día le alimentaba con mucho mimo para que creciera sano y fuerte. Después de comer, le ponía el pijama para que estuviera calentito y le acunaba al son de las nanas más dulces. En cuanto el pequeñín se dormía, cerraba las contraventanas para que no le molestara la luz y aprovechaba ese ratito de tranquilidad para hacer las tareas del hogar, como recoger agua de la fuente, pelar patatas o blanquear la ropa al sol.

Pero un día de abril, algo tremendo sucedió: unos duendecillos bromistas se colaron en el cuarto del bebé, saltaron dentro de la cunita y se lo llevaron. En su lugar, colocaron sobre el colchón un monstruo feísimo de cabeza enorme y ojos saltones como los de un sapo gigante.

Cuando al cabo de un rato la buena mujer acudió a despertar a su hijito, se llevó las manos a la cara y un grito aterrador salió de su boca.

– ¡Oh, qué horror! ¿Qué es este ser horrible? ¿Dónde está mi niño?

Desesperada, comenzó a buscar por toda la habitación, pero no había nadie ¡Parecía que se lo había tragado la tierra! Sólo se oían los gruñidos del espantoso monstruo que pataleaba entre las sábanas con la mirada fija en el techo.

Salió de allí enloquecida y corrió a casa de la vecina para pedirle ayuda.

– ¡Socorro! ¡María, María, ábreme la puerta!

La vecina abrió el cerrojo y vio a la pobre muchacha llorando y haciendo aspavientos.

– ¿Qué pasa? ¡Tranquilízate y cuéntame qué sucede!

– ¡Es horrible, María! ¡Alguien ha raptado a mi pequeño!

– ¿Pero qué dices? En este pueblo sólo vive gente buena y respetable ¡Nadie haría una cosa así!

– ¡Te digo que mi hijo ya no está! Dormía en su cuna y cuando fui a por él, había desaparecido ¡Alguien le raptó y dejó en su lugar un monstruo, un ser espantoso y repugnante!

La vecina puso cara de circunstancias y empezó a atar cabos.

– Creo que ya lo entiendo todo… Esto es cosa de los duendes del bosque ¡Siempre están gastando bromas pesadas y de mal gusto! Te diré lo que vas a hacer para recuperar a tu hijo.

– ¡Sí, por favor, ayúdame!

– Tranquila, es sencillo. Escúchame atentamente. Coge al monstruo, llévalo a la cocina y siéntalo en una sillita cerca de la chimenea. Después, enciéndela, pon un cazo de agua al fuego, y cuando hierva, echa dentro dos cáscaras de huevo.

– Pero… ¿Para qué? ¡Suena absurdo!

– ¡No lo es! Eso hará le hará reír y llamará la atención de los duendes. En menos que canta un gallo, aparecerán en tu casa, ya lo verás.

– Pero María…

– ¡Venga, venga, no pierdas tiempo y haz lo que te digo!

La madre regresó a la casa pensando que el remedio de su vecina era la tontería más grande que había escuchado en toda su vida, pero no tenía más opción que intentarlo.

Subió de dos en dos los escalones que llevaban a la habitación de su hijo y agarró al monstruo tratando de no mirarlo de lo feo que era. Después, lo sentó en una silla pequeña y lo sujetó con una correa para evitar que se cayera. Encendió la chimenea, cogió dos huevos, tiró las claras y las yemas, y puso las cáscaras vacías a hervir en una pequeña vasija de metal. En silencio, la mujer se escondió debajo de una mesa a esperar.

De repente, el monstruito, que no se había perdido ni un detalle de tan rara operación, gritó:

– ¡Como el bosque más antiguo,

igual soy yo de viejo,

pero en la vida vi a nadie,

hervir en agua una cáscara de huevo!

Y acto seguido, comenzó a reírse a mandíbula batiente.

– ¡Ja ja ja! ¡Ja ja ja! ¡Ay, qué gracioso es esto! ¡Me parto de risa!

Sus carcajadas eran tan exageradas que atravesaron la puerta de la casa y retumbaron en el bosque. Por supuesto, el eco llegó a oídos de los duendes y reconocieron la voz del monstruo. Como la vecina había previsto, no tardaron en salir de sus refugios muertos de curiosidad ¡Estaban como locos por ver qué cosa tan divertida le producía esas risotadas!

Cruzaron el jardín, treparon por las ventanas, y a través del cristal vieron al monstruito, sentado en una silla partiéndose de risa. Los duendes se contagiaron y también empezaron a reír sin parar.

¡No había dudas! Ese monstruo era muchísimo más divertido que el niño, que no hacía más que comer, dormir y llorar de vez en cuando. Ni cortos ni perezosos, se colaron por la rendija de debajo de la puerta, y dieron el cambiazo: se llevaron al monstruo y dejaron al aburrido bebé humano en la cuna.

En cuanto se acabó el revuelo, la madre se abalanzó sobre su chiquitín para comérselo a besos ¡Qué alegría! ¡La idea había funcionado!

Y así fue cómo, gracias a un extraño truco, la mujer de esta historia recuperó a su amado hijo. Los duendecillos del bosque, por su parte, no volvieron a aparecer por la aldea y se quedaron para siempre con el feo pero simpático monstruito que tanto les hacía reír.

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La casa de Halvar

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Hace más de cien años, en Suecia, vivía en una hermosa y verde colina un gigante llamado Halvar. A pesar de ser un hombre mucho más grande de lo normal, nadie le tenía miedo. Todos los habitantes de los alrededores le querían y respetaban porque era un gigante bueno y generoso.


Lo que más amaba Halvar era hacer feliz a la gente. En cuanto tenía oportunidad regalaba todo lo que tenía incluso aunque él se quedara sin nada. De hecho, era un gigante muy pobre que apenas tenía para comer pero que a pesar de todo se consideraba un tipo afortunado.

Con la llegada del buen tiempo Halvar se sentaba en la puerta de su humilde aunque enorme casa de madera, y con una gran sonrisa saludaba a todo el que pasaba por delante ¡Sentarse al sol, mordisquear briznas de hierba y observar a sus vecinos para darles los buenos días, le encantaba!

Un día pasó junto a él un hombre que no conocía. Tenía mala cara, iba vestido con harapos y tiraba de una vaca huesuda que de tan flaca casi no podía andar. Halvar, tan amable como siempre, le saludó con la cabeza y se interesó por él.

– ¿Va al pueblo a vender su vaca, señor?

– Sí, a eso mismo voy. Mi mujer y yo estamos pasando una mala época y no tenemos nada que llevarnos a la boca. No creo que me den mucho por este viejo animal… ¡Con suerte podré cambiarlo por un saco de harina para hacer pan!

Al gigante se le encogió el corazón ¡Qué pena le daba ese hombre! Una vez más, quiso mostrar su generosidad.

– ¡Espera, no te vayas! Veo que necesitas ayuda y quiero hacer un trato contigo. Si te parece bien, te cambio la vaca por siete cabras jóvenes y bien alimentadas.

El hombre, lógicamente, desconfió de sus palabras.

– No entiendo… ¡El trato que me propones no es justo porque evidentemente tú sales perdiendo!

Halvar le miró con ternura.

– No quiero ganar nada, amigo, solo ayudarte un poco. Aguarda un momento que voy a por ellas.

Dio cuatro o cinco zancadas de gigante hacia la parte trasera de la casa y con otras cuatro o cinco regresó tirando de una cuerda que ataba siete cabras blancas y con una pinta estupenda.

– ¡Toma, aquí las tienes! Espero que a partir de ahora las cosas te vayan mejor y seas muy feliz.

El desconocido le entregó la escuálida vaca y se alejó, todavía sin creérselo mucho, con las siete cabras rumbo a su hogar.

¡Imagínate la cara de felicidad de su mujer cuando se encontró con la sorpresa! Entre los dos metieron las cabras en el establo y a partir del día siguiente, empezaron a ordeñarlas. Con los litros de leche que obtuvieron fabricaron exquisitos quesos y los vendieron en el mercado del pueblo. Un tiempo después, con el dinero ganado, compraron varias docenas de gallinas que cada mañana ponían unos huevos enormes de yema anaranjada que la gente pagaba con mucho gusto.

Las cosas les fueron tan bien que en pocos meses empezaron a nadar en la abundancia y a disfrutar de la vida. Jamás se acordaron de darle las gracias a quien les había dado la oportunidad de salir de la pobreza: el gigante bueno.

Pasó el tiempo y una mañana el granjero pasó por delante de la casa de Halvar. Allí estaba él, como siempre, sentado bajo el sol, mascando una brizna de hierba y regalando sonrisas a todo el mundo.

Agitando su manaza, le saludó con alegría.

– ¡Amigo mío, qué gusto me da verte pasar por aquí! ¡Tienes buena cara! ¿Por qué no pasas, te invito a merendar y de paso me cuentas cómo te ha ido con las siete cabritas?

Por increíble que parezca, el granjero no tenía ningún interés en hablar con él y se limitó a gritarle desde el camino:

– ¡Lo siento, pero tengo mucha prisa! Por cierto, veo que sigues en tu casucha de madera y todo el día tumbado al sol. Te daré un consejo: trabaja e invierte bien tu dinero y tal vez algún día podrás ser tan rico como yo lo soy ahora.

Y sin una muestra de agradecimiento, sin una muestra de cariño hacia Halvar, continuó su camino pensando únicamente en cómo aumentar su fortuna.

Halvar se sintió apenado al comprobar que en el mundo hay personas que no valoran la ayuda desinteresada de los demás, pero después pensó que eso no le iba a cambiar y que seguiría ayudando a quien lo necesitara siempre que se presentara la ocasión.

Así lo pensó y así lo hizo de por vida; Halvar continuó con su vida tranquila y feliz a pesar de ser pobre, y recibiendo el cariño de los vecinos que sí apreciaban su buen corazón.

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El mono y las lentejas

Enviado por dach2901  

Cuenta una antigua historia que una vez un hombre iba cargado con un gran saco de lentejas. Caminaba a paso ligero porque necesitaba estar antes del mediodía en el pueblo vecino. Tenía que vender la legumbre al mejor postor, y si se daba prisa y cerraba un buen trato, estaría de vuelta antes del anochecer. Atravesó calles y plazas, dejó atrás la muralla de la ciudad y se adentró en el bosque. Anduvo durante un par de horas y llegó un momento en que se sintió agotado.


Como hacía calor y todavía le quedaba un buen trecho por recorrer, decidió pararse a descansar. Se quitó el abrigo, dejó el saco de lentejas en el suelo y se tumbó bajo la sombra de los árboles. Pronto le venció el sueño y sus ronquidos llamaron la atención de un monito que andaba por allí, saltando de rama en rama.

El animal, fisgón por naturaleza, sintió curiosidad por ver qué llevaba el hombre en el saco. Dio unos cuantos brincos y se plantó a su lado, procurando no hacer ruido. Con mucho sigilo, tiró de la cuerda que lo ataba y metió la mano.

¡Qué suerte! ¡El saco estaba llenito de lentejas! A ese mono en particular le encantaban. Cogió un buen puñado y sin ni siquiera detenerse a cerrar la gran bolsa de cuero, subió al árbol para poder comérselas una a una.

Estaba a punto de dar cuenta del rico manjar cuando de repente, una lentejita se le cayó de las manos y rebotando fue a parar al suelo.

¡Qué rabia le dio! ¡Con lo que le gustaban, no podía permitir que una se desperdiciara tontamente! Gruñendo, descendió a toda velocidad del árbol para recuperarla.

Por las prisas, el atolondrado macaco se enredó las patas en una rama enroscada en espiral e inició una caída que le pareció eterna. Intentó agarrarse como pudo, pero el tortazo fue inevitable. No sólo se dio un buen golpe, sino que todas las lentejas que llevaba en el puño se desparramaron por la hierba y desaparecieron de su vista.

Miró a su alrededor, pero el dueño del saco había retomado su camino y ya no estaba.

¿Sabéis lo que pensó el monito? Pues que no había merecido la pena arriesgarse por una lenteja. Se dio cuenta de que, por culpa de esa torpeza, ahora tenía más hambre y encima, se había ganado un buen chichón.

Moraleja: A veces tenemos cosas seguras pero, por querer tener más, lo arriesgamos todo y nos quedamos sin nada. Ten siempre en cuenta, como dice el famoso refrán, que la avaricia rompe el saco.

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La lotería

Enviado por dach2901  

Había en la isla de Cuba un campesino muy aficionado a jugar a la lotería. Cada semana compraba un boleto con la esperanza de que le tocara, pero nunca tenía suerte. Aun así, estaba convencido de que algún día el número ganador sería el suyo.


Sucedió que una mañana de verano salió temprano de su casa para comprar el boleto y tuvo el presentimiento de que por fin le iba a tocar. La corazonada era tan fuerte que en vez de una papeleta compró diez del mismo número para que las ganancias fueran diez veces mayores. Se quedó sin dinero en los bolsillos pero le daba igual ¡Su sueño de riqueza estaba a punto de cumplirse!

Regresó a su hogar más contento que unas castañuelas y le dijo a su esposa:

– Mañana es el sorteo y quiero estar en la ciudad cuando digan el número ganador. Si me ves regresar en un coche lujoso significará que somos ricos y podrás tirar todos los muebles y trastos que tenemos en esta casa porque nos construiremos una mucho más grande y elegante.

– Te veo muy convencido, querido ¡Ojalá no te equivoques y mañana podamos llenar nuestra bañera de monedas y billetes!

Esa noche el campesino no pudo dormir de los nervios que sentía en el estómago. En cuanto asomaron los primeros rayos de sol se fue a la ciudad a paso ligero, con una sonrisa de oreja a oreja e imaginando cómo sería su nueva vida.

– Tendré zapatos de charol, criados que me hagan reverencias, daré grandes banquetes en casa y viajaré por todo el mundo ¡Va a ser genial!

La mujer, contagiada de ilusión, se quedó en el hogar aguardando impaciente ¡El tiempo de espera se le hacía eterno! Cada cinco minutos salía a la puerta para ver si veía venir a su marido en un buen coche tal y como le había dicho. Nerviosa, se decía a sí misma:

– Por favor, por favor, que se cumplan nuestro sueños ¡Que venga en coche, que venga en coche y no caminando!

Pasadas las cuatro de la tarde, la campesina vio a lo lejos una pequeña humareda de polvo y tras ella, un cochazo rojo descapotable impresionante, de esos que sólo los ricos se pueden permitir. En él venía su marido agitando con fuerza los brazos, haciéndole señales y gritando algo que no alcanzaba a escuchar.

– ¡Oh, es increíble! ¡Mi marido viene en un coche de lujo y chillando como un loco! ¡Nos ha tocado la lotería, somos millonarios!

La buena mujer empezó a saltar de alegría y entró corriendo en la casa presa de la emoción. Sin pensárselo dos veces, comenzó a romper todas las cosas feas y viejas que tenía: la vajilla, los espejos, las estanterías, las ollas de barro que usaba para cocinar…

– ¡Hala, todo a la basura, que ya no lo necesito! A partir de ahora tendré una mansión y cosas bonitas por todas partes ¡Qué harta estoy de todos estos cachivaches anticuados!

Todos los objetos de la casa quedaron esparcidos por el suelo hechos añicos y la mujer contempló el destrozo con una sonrisa.

– ¡Uf, qué a gusto me he quedado! Será genial decorar mi nueva casa con porcelanas chinas y manteles de seda ¡Hasta pienso comprar copas de plata para deslumbrar a los invitados! ¡Esa es la vida que yo me merezco!

La esposa del campesino rebosaba felicidad, pero esa felicidad duró muy poco tiempo. Estupefacta, vio cómo su marido aparecía en el comedor acompañado de un distinguido caballero al que no conocía de nada. El elegante señor olía a perfume del caro y lucía ropas dignas de un ministro, pero su esposo llegaba con las piernas llenas de golpes y apoyado en dos palos a modo de muletas para poder caminar. En décimas de segundo, su sonrisa se congeló.

– ¡¿Pero qué te ha pasado?! ¡Parece como si te hubiera atropellado un coche!

El campesino, gimiendo de dolor, le contestó muy compungido:

– ¡Tú lo has dicho! ¡Regresaba caminando de la ciudad cuando este señor me atropelló sin querer y me partió las piernas!

– ¡Ay, madre! ¿Y por qué chillabas y hacías aspavientos desde el coche? ¡Pensaba que venías gritando de felicidad porque nuestros boletos había resultado premiados!

– ¡¿De felicidad?! ¡Qué dices! Yo sólo te gritaba: ¡No tires nada, no tires nada, que no nos ha tocado la lotería y vengo con las piernas rotas!

La mujer se dejó caer en una silla como un saco de patatas. Miró a su alrededor y vio con todas las cosas que ella misma había destruido. Desolada, se dio cuenta de que el ansia de riqueza y la impaciencia le habían jugado una mala pasada.

El matrimonio jamás volvió a jugar a la lotería y jamás se hizo rico. Gracias al desgraciado incidente los dos aprendieron a vivir la vida intentando ser felices con lo que tenían.

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