Vuestros cuentos 

El ogro rojo

Enviado por dach2901  

Érase una vez un ogro rojo que vivía apartado en una enorme cabaña roja en la ladera de una montaña, muy cerquita de una aldea. Tenía un tamaño gigantesco e infundía tanto miedo a todo el mundo, que nadie quería tener trato con él. La gente de la comarca pensaba que era un ser maligno y una amenaza constante, sobre todo para los niños.

¡Qué equivocados estaban! El ogro era un pedazo de pan y estaba deseando tener amigos, pero no encontraba la manera de demostrarlo: en cuanto salía al exterior, todos los habitantes del pueblo empezaban a chillar y huían para refugiarse en sus casas. Al final, al pobre no le quedaba más remedio que quedarse encerrado en su cabaña, triste, aburrido y sin más compañía que su propia sombra.


Pasó el tiempo y el gigante ya no pudo aguantar más tanta soledad. Le dio muchas vueltas al asunto y se le ocurrió poner un cartel en la puerta de su casa en el que se podía leer:

NO ME TENGÁIS MIEDO.

NO SOY PELIGROSO.

La idea era muy buena, pero en cuanto puso un pie afuera para colgarlo en el picaporte, unos chiquillos le vieron y echaron a correr ladera abajo aterrorizados.

Desesperado, rompió el cartel, se metió en la cama y comenzó a llorar amargamente.

– ¡Qué infeliz soy! ¡Yo solo quiero tener amigos y hacer una vida normal! ¿Por qué me juzgan por mi aspecto y no quieren conocerme?…

En la habitación había una ventana enorme, como correspondía a un ogro de su tamaño. Un ogro azul que pasaba casualmente por allí, escuchó unos gemidos y unos llantos tan tristes, que se le partió el corazón. Como la ventana estaba abierta, se asomó.

– ¿Qué te pasa, amigo?

– Pues que estoy muy apenado. No encuentro la manera de que la gente deje de tenerme miedo ¡Yo sólo quiero ser amigo de todo el mundo! Me encantaría poder pasear por el pueblo como los demás, tener con quien ir a pescar, jugar al escondite…

– Bueno, bueno, no te preocupes, yo te ayudaré.

El ogro rojo se enjugó las lágrimas y una tímida sonrisa se dibujó en su cara.

– ¿Ah, sí?… ¿Y cómo lo harás?

– ¡A ver qué te parece el plan!: yo me acercaré al pueblo y me pondré a vociferar. Lógicamente, pensarán que voy a atacarles. Cuando todos empiecen a correr, tú aparecerás como si fueras el gran salvador. Fingiremos una pelea y me pegarás para que piensen que yo soy un ogro malo y tú un ogro bueno que quiere defenderles.

– ¡Pero yo no quiero pegarte! ¡No, no, ni hablar!

– ¡Tú tranquilo y haz lo que te digo! ¡Será puro teatro y verás cómo funciona!

El ogro rojo no estaba muy convencido de hacerlo, pero el ogro azul insistió tanto que al final, aceptó.

Así pues, tal y como habían hablado, el ogro azul bajó al pueblo y se plantó en la calle principal poniendo cara de malas pulgas, levantando los brazos y dando unos gritos que ponían los pelos de punta hasta a los calvos. La gente echó a correr despavorida por las callejuelas buscando un escondite donde ponerse a salvo.

El ogro rojo, siguiendo la farsa, descendió por la montaña a toda velocidad y se enfrentó a su nuevo amigo. La riña era de mentira, pero nadie lo sabía.

– ¡Maldito ogro azul! ¿Cómo te atreves a atacar a esta buena gente? ¡Voy a darte una paliza que no olvidarás!

Y tratando de no hacerle daño, empezó a pegarle en la espalda y a darle patadas en los tobillos. Quedó claro que los dos eran muy buenos actores, porque los hombres y mujeres del pueblo picaron el anzuelo. Los que presenciaron la pelea desde sus refugios, se quedaron pasmados y se tragaron que el ogro rojo había venido para protegerles.

– ¡Vete de aquí, maldito ogro azul, y no vuelvas nunca más o tendrás que vértelas conmigo otra vez! ¡Canalla, que eres un canalla!

El ogro azul le guiñó un ojo y comenzó a suplicar:

– ¡No me pegues más, por favor! ¡Me voy de aquí y te juro que no volveré!

Se levantó, puso cara de dolor y escapó a pasos agigantados sin mirar atrás.

Segundos después, la plaza se llenó y todos empezaron a aplaudir y a vitorear al ogro rojo, que se convirtió en un héroe. A partir de ese día, fue considerado un ciudadano ejemplar y admitido como uno más de la comunidad.

¡Su día a día no podía ser más genial! Conversaba alegremente con los dueños de las tiendas, jugaba a las cartas con los hombres del pueblo, se divertía contando cuentos a los niños… Estaba claro que tanto los adultos como los chiquillos le querían y respetaban profundamente.

Era muy feliz, no cabía duda, pero por las noches, cuando se tumbaba en la cama y reinaba el silencio, se acordaba del ogro azul, que tanto se había sacrificado por él.

– ¡Ay, querido amigo, qué será de ti! ¿Por dónde andarás? Gracias a tu ayuda ahora tengo una vida maravillosa y todos me quieren, pero ni siquiera pude darte las gracias.

El ogro rojo no se quitaba ese pensamiento de la cabeza; sentía que tenía una deuda con aquel desconocido que un día decidió echarle una mano desinteresadamente, así que una tarde, preparó un petate con comida y salió de viaje dispuesto a encontrarle.

Durante horas subió montañas y atravesó valles oteando el horizonte, hasta que divisó a lo lejos una cabaña muy parecida a la suya pero pintada de color añil.

– ¡Esa debe ser su casa! ¡Iré a echar un vistazo!

Dio unas cuantas zancadas y alcanzó la entrada, pero enseguida se dio cuenta de que la casa estaba abandonada. En la puerta, una nota escrita con tinta china y una letra superlativa, decía:

Querido amigo ogro rojo:

Sabía que algún día vendrías a darme las gracias por la ayuda que te presté. Te lo agradezco muchísimo. Ya no vivo aquí, pero tranquilo que estoy muy bien.

Me fui porque si alguien nos viera juntos volverían a tenerte miedo, así que lo mejor es que, por tu bien, yo me aleje de ti ¡Recuerda que todos piensan que soy un ogro malísimo!

Sigue con tu nueva vida que yo buscaré mi felicidad en otras tierras. Suerte y hasta siempre.

Tu amigo que te quiere y no te olvida:

El ogro azul.

El ogro rojo se quedó sin palabras. Por primera vez en muchos años la emoción le desbordó y comprendió el verdadero significado de la amistad. El ogro azul se había comportado de manera generosa, demostrando que siempre hay seres buenos en este planeta en quienes podemos confiar.

Con los ojos llenos de lágrimas, regresó por donde había venido. Continuó siendo muy dichoso, pero jamás olvidó que debía su felicidad al bondadoso ogro azul que tanto había hecho por él.

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El canario y el grajo

Enviado por dach2901  

Érase una vez un canario que desde pequeñito se pasaba la vida practicando el bello arte del canto. Interpretaba a todas horas para conseguir que su trino fuera perfecto, el de un verdadero artista. Mejorar cada día le llenaba de satisfacción y veía recompensado su esfuerzo con un don que nadie podía igualar.


A su alrededor solían reunirse muchos pájaros que, cada tarde, se posaban cerca de él para escuchar su linda tonada. Incluso en cierta ocasión, un ruiseñor venido de muy lejos, auténtico experto en todo tipo de melodías, alabó su maestría musical.

Pero no todo eran aplausos para el canario. Hubo pájaros que sintieron envidia porque ellos eran incapaces de entonar nada mínimamente hermoso y acompasado. Al que más le reconcomía la rabia era al grajo, que de todos, era el que tenía la voz menos afortunada ¡Hasta cuando hablaba su voz era tosca y desagradable!

Tan grandes eran sus celos que empezó a criticarlo ante el resto de las aves. Como no podía poner defectos a su enorme talento, trató de ridiculizarlo como pudo.

– ¡No sé para qué perdéis el tiempo escuchando a este mentecato! – decía con desprecio – ¡Mirad qué plumas más finas y poco vistosas tiene! Está claro que no es de por aquí. Seguro que viene de algún lugar inmundo donde no abundan los pájaros exóticos, porque se ve que no tiene clase ni educación.

Algunos de los pájaros se miraron y comenzaron a ver al canario con otros ojos, envenenados por las maliciosas palabras del grajo. Ya no atendían a su canto, sino que se hacían preguntas sobre su vida, algo que hasta ese momento había carecido de importancia ¿Será verdad que es un forastero? ¿Habrá llegado hasta aquí con alguna mala intención? ¿Por qué su plumaje no es tan amarillo como el de otros canarios?…

El grajo, viendo que su maldad calaba entre los oyentes, siguió con su crítica feroz hasta el punto que se empeñó en demostrar que el canario no era un canario de verdad, sino un burro.

– ¡Si os fijáis bien, veréis que este tipo no es un canario, sino un borrico! – sentenció el perverso grajo, dejando a todos abrumados – ¡No me negaréis que su canto suena como un rebuzno!

Todos sin excepción se quedaron pasmados mirando al pobre canario. Sí, la verdad es que cuando cantaba, les recordaba a un burro…

El canario dejó de cantar. Oír tanta estupidez le parecía desalentador e incluso comenzó a deprimirse y a perder confianza en sí mismo, encogido por la tristeza.

Afortunadamente llegó el águila, la reina de las aves, a poner orden en toda aquella confusión que el grajo había creado. Majestuosa como siempre, se posó junto al canario y le habló con contundencia.

– Quiero escucharte antes de emitir un veredicto. Sólo si cantas para mí, sabré si es cierto que rebuznas.

El pajarillo comenzó a cantar moviendo su pico con agilidad y emitiendo las notas más bellas que nadie había oído nunca. Cuando terminó, el águila, extasiada y con lágrimas de emoción en los ojos, levantó sus alas hacia el cielo e hizo una petición al dios Júpiter.

– ¡Oh, Júpiter, a ti te reclamo justicia! Este grajo malvado y envidioso ha querido humillar con calumnias y mentiras a un auténtico pájaro cantor que alegra nuestras vidas con sus bellas melodías. Como rey de la música no se merece este ultraje. Te suplico que castigues al culpable para que tenga su merecido.

Júpiter escuchó su petición. El águila mandó entonces cantar al grajo y de su garganta salió un horroroso sonido, que no era un canto sino un graznido parecido a un rebuzno que le acompañaría para siempre. Todos los animales se rieron y burlones dijeron:

– ¡Con razón se ha vuelto borrico el que quiso hacer borrico al canario!

Moraleja: Si una persona intenta desacreditar a otra mintiendo y jugando sucio, al final se desacredita a sí misma

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Pánfilo recibe una lección

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Un muchacho llamado Pánfilo vivía en una pequeña comunidad indígena de Nicaragua. Había crecido sin padre y no tenía hermanos, así que su mamá, desde muy pequeño, le había consentido todos los caprichos. A medida que se hizo mayor Pánfilo se convirtió en un ser egoísta, insolente y malhumorado que se creía mejor que los demás.


El chico desobedecía en casa y no respetaba a nadie, ni siquiera a sus maestros. Por si esto fuera poco siempre se metía en peleas de las que, por suerte para él, salía vencedor porque era más alto y fuerte que sus contrincantes.

Un día se enfrentó a un chico llamado Rufino y le ganó en cuanto le propinó cuatro puñetazos en el pecho. La noticia corrió como la pólvora entre los vecinos y llegó a oídos de su madre. La pobre se disgustó muchísimo porque estaba harta de que su hijo fuera un tonto fanfarrón que estaba tirando su vida por la borda.

Decidida a poner fin a la situación salió de casa y se presentó en la cabaña de un hechicero muy famoso por ser buen adivino y remediar todos los males.

– Señor, vengo en busca de ayuda. Mi hijo es buen chico, yo lo sé, pero está acostumbrado a salirse siempre con la suya y va por mal camino. Si sigue así me temo que un día va a ocurrir una tragedia ¿Qué puedo hacer?

El hechicero, un hombre anciano de ojos pequeños y mirada cansada, se quedó mirando al infinito durante unos segundos. Después, le dijo:

– Tranquila, yo le diré qué hacer para solucionar este desagradable problema.

Se dio la vuelta, abrió un grueso saco de arpillera y sacó de su interior una piedra muy rara con forma puntiaguda.

– Tenga esta piedra que el dios del Trueno ha lanzado a la tierra ¡Tiene poderes mágicos! Métala en un cubo grande lleno de agua. Por la mañana, cuando su hijo se levante, haga que se bañe con el agua del cubo. Eso es todo.

– Así lo haré. Mil gracias por atenderme, señor.

A la mujer le pareció muy extraño el método del hechicero pero a estas alturas la magia era la única esperanza que le quedaba y por lo menos debía intentarlo.

Al llegar a casa siguió las instrucciones paso a paso: llenó un enorme caldero que guardaba en el desván, lo llenó hasta rebosar y dejó que la piedra se sumergiera y se posara en el fondo.

Horas después, ya por la mañana, despertó al chico y le invitó a darse un baño refrescante en el enorme barreño. Él no sabía que formaba parte de un plan y como hacía mucho calor, aceptó confiado. Después desayunó y se fue a la calle a hacer el vago como todos los días.

Casualmente se cruzó con Rufino y le faltó tiempo para liarse a golpes con él ¡Pánfilo metido en problemas otra vez!

Sí, de nuevo la misma historia, pero en esta ocasión sucedió algo con lo que Pánfilo no contaba: por primera vez perdió la pelea y acabó vencido en el suelo y lleno de moratones por todo el cuerpo.

Tuvo que regresar a su casa casi arrastrándose y con un dolor de cabeza insoportable. Mientras lo hacía no dejaba de preguntarse cómo era posible que un tipo flacucho y torpe como Rufino le hubiera derribado con tanta facilidad ¡Él era un ganador nato y nadie lo había conseguido jamás!

Su madre sintió mucha pena cuando se presentó dolorido y con cara de fracaso, pero por otra parte se alegró porque comprendió que había sido por el efecto mágico de la piedra del dios Trueno ¡El chico merecía un buen escarmiento y perder la pelea le haría reflexionar!

La mujer no se equivocaba. Durante mucho tiempo Pánfilo buscó una explicación lógica a esa derrota, pero nunca la encontró ella siempre calló y guardó el secreto. La parte positiva de todo esto fue que el muchacho se dio cuenta de que tenía que cambiar de actitud ante la vida, ante los demás y lo primero de todo, consigo mismo.

Prometió a su madre que las cosas iban a cambiar y como en el fondo era un buen chico, lo consiguió. Pánfilo se convirtió en un joven adorable al que todo el mundo comenzó a respetar pero no por su fuerza, sino por su buen comportamiento.


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El cazador y el pescador

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Había una vez dos hombres que eran vecinos del mismo pueblo. Uno era cazador y el otro pescador. El cazador tenía muy buena puntería y todos los días conseguía llenar de presas su enorme cesta de cuero. El pescador, por su parte, regresaba cada tarde de la mar con su cesta de mimbre repleta de pescado fresco.


Un día se cruzaron y como se conocían de toda la vida comenzaron a charlar animadamente. El pescador fue el que inició la conversación.

– ¡Caray! Veo que en esa cesta llevas comida de sobra para muchos días.

– Sí, querido amigo. La verdad es que no puedo quejarme porque gracias a mis buenas dotes para la caza nunca me falta carne para comer.

– ¡Qué suerte! Yo la carne ni la pruebo y eso que me encanta… ¡En cambio como tanto pescado que un día me van a salir espinas!

– ¡Pues eso sí que es una suerte! A mí me pasa lo que a ti, pero al revés. Yo como carne a todas horas y jamás pruebo el pescado ¡Hace siglos que no saboreo unas buenas sardinas asadas!

– ¡Vaya, pues yo estoy más que harto de comerlas!…

Fue entonces cuando el cazador tuvo una idea brillante.

– Tú te quejas de que todos los días comes pescado y yo de que todos los días como carne ¿Qué te parece si intercambiamos nuestras cestas?

El pescador respondió entusiasmado.

– ¡Genial! ¡Una idea genial!

Con una gran sonrisa en la cara se dieron la mano y se fueron encantados de haber hecho un trato tan estupendo.

El pescador se llevó a su casa el saco con la caza y ese día cenó unas perdices a las finas hierbas tan deliciosas que acabó chupándose los dedos.

– ¡Madre mía, qué exquisitez! ¡Esta carne está increíble!

El cazador, por su parte, asó una docena de sardinas y comió hasta reventar ¡Hacía tiempo que no disfrutaba tanto! Cuando acabó hasta pasó la lengua por el plato como si fuera un niño pequeño.

– ¡Qué fresco y qué jugoso está este pescado! ¡Es lo más rico que he comido en mi vida!

Al día siguiente cada uno se fue a trabajar en lo suyo. A la vuelta se encontraron en el mismo lugar y se abrazaron emocionados.

El pescador exclamó:

– ¡Gracias por permitirme disfrutar de una carne tan exquisita!

El cazador le respondió:

– No, gracias a ti por dejarme probar tu maravilloso pescado.

Mientras escuchaba estas palabras, al pescador se le pasó un pensamiento por la cabeza.

– ¡Oye, amigo!… ¿Por qué no repetimos? A ti te encanta el pescado que pesco y a mí la carne que tú cazas ¡Podríamos hacer el intercambio todos los días! ¿Qué te parece?

– ¡Oh, claro, claro que sí!

A partir de entonces, todos los días al caer la tarde se reunían en el mismo lugar y cada uno se llevaba a su hogar lo que el otro había conseguido.

El acuerdo parecía perfecto hasta que un día, un hombre que solía observarles en el punto de encuentro, se acercó a ellos y les dio un gran consejo.

– Veo que cada tarde intercambian su comida y me parece una buena idea, pero corren el peligro de que un día dejen de disfrutar de su trabajo sabiendo que el beneficio se lo va a llevar el otro. Además ¿no creen que pueden llegar aburrirse de comer siempre lo mismo otra vez?… ¿No sería mejor que en vez de todas las tardes, intercambiaran las cestas una tarde sí y otra no?

El pescador y el cazador se quedaron pensativos y se dieron cuenta de que el hombre tenía razón. Era mucho mejor intercambiarse las cestas en días alternos para no perder la ilusión y de paso, llevar una dieta más completa, saludable y variada.

A partir de entonces, así lo hicieron durante el resto de su vida.

Moraleja: Nunca pierdas la ilusión por lo que hagas e intenta disfrutar de las múltiples cosas que te ofrece la vida.

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La niña y el acróbata

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Hace muchos años vivía en la India una niña huérfana de padre y madre. Era una chiquilla preciosa, de carita redonda y ojos almendrados del color de la miel. Sus dientes parecían copos de nieve y tenía el cabello ondulado y negro como el azabache. Además de bonita, era bondadosa y muy sensata para sus cinco años de edad.

Desde que tenía uso de razón vivía en un orfanato y se pasaba el día soñando con encontrar una familia. Pensaba que nunca llegaría ese momento, pero un día, pasó por su pueblo un acróbata y decidió adoptarla.


¡Qué contenta se puso! Metió lo poco que tenía en una maletita de piel y se fue con su nuevo padre a vivir una vida muy diferente lejos de allí. El buen hombre la acogió con cariño y la trató como a una verdadera hija.

Desde el día que sus vidas se cruzaron, fueron de aquí para allá recorriendo el país porque se ganaban la vida representando un fantástico número de circo. Siempre juntos y de la mano, caminaban varios kilómetros diarios. Cuando llegaban a una ciudad, se situaban en el centro de la plaza principal y hacían lo siguiente: el hombre colocaba un palo mirando al cielo sobre su nuca, soltaba las manos, y la pequeña trepaba y trepaba hasta la punta del palo. Una vez arriba, saludaba al público haciendo una suave reverencia con la cabeza.

A su alrededor siempre se arremolinaban un montón de personas que se quedaban pasmadas ante aquel acróbata, quieto como una estatua de cera, que sostenía a una niña en lo alto de una vara sin perder el equilibrio ¡Más de uno se tapaba los ojos y giraba la cabeza de la impresión que le causaba!

Sí, el espectáculo era genial ¡pero también muy arriesgado! : un solo fallo y la niña podría caerse sin remedio desde tres metros sobre el suelo. Al terminar, todos los presentes aplaudían entusiasmados y respiraban tranquilos al ver que pisaba tierra firme, sana y salva.

Casi nadie se iba sin dejar unas monedas en el cestillo. En cuanto se quedaban a solas, contaban las ganancias, compraban comida y, después de una siesta, recogían los petates y tomaban el camino a la siguiente población.

A pesar de que ya tenían mucha práctica y se sabían el número al dedillo, el acróbata siempre se sentía intranquilo por si uno de los dos cometía un error y la actuación acababa en tragedia. Un día, le dijo a la niña:

– He pensado que para evitar un accidente, lo mejor es que cuando hagamos el número, tú estés pendiente de mí y yo de ti ¿Qué te parece? ¡Me da miedo que te caigas del palo y te hagas daño! Si tú vigilas lo que yo hago y yo te vigilo a ti, será mucho mejor.

La niña reflexionó sobre estas palabras y mirándole con ternura, le respondió:

– No, padre, eso no es así. Yo me ocuparé de mí misma y tú de ti mismo, pues la única forma de evitar una catástrofe, es que cada uno esté pendiente de lo suyo. Tú procura hacer bien tu trabajo, que yo haré bien el mío.

El acróbata sonrió y le dio un beso en la mejilla ¡Se sintió muy afortunado por tener una hija tan prudente y capaz de asumir sus responsabilidades!

Y así fue cómo, durante muchos años, continuaron alegrando la vida a la gente con sus acrobacias. Como era de esperar, jamás ocurrió ningún percance.

Moraleja: En la vida es genial contar con los demás, pero antes de nada, tenemos que aprender a cuidarnos a nosotros mismos y a ser responsables con nuestras tareas. Si te esfuerzas cada día por mejorar, por vencer tus propios miedos y por hacer bien las cosas, llegarás lejos y te sentirás orgulloso de tus logros

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La princesa y el guisante

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Érase una vez un apuesto príncipe que tenía el sueño de casarse con una princesa. En su reino había muchas mujeres hermosas e inteligentes, pero él quería que su futura mujer tuviera sangre azul, es decir, que fuera una princesa de verdad, hija de reyes y heredera de su propio reino. Hasta el momento no había tenido suerte, pero no perdía la esperanza de encontrarla algún día.


El príncipe cumplía con todas sus obligaciones diarias y era un buen hijo. Una de las cosas que más le gustaba hacer después de cenar era quedarse un rato conversando con sus padres, los reyes, junto a la chimenea del gran salón del castillo. Al calorcito del fuego, los tres charlaban animadamente hasta altas horas de la madrugada.

Una noche de tormenta, mientras estaban en plena charla, alguien llamó a la puerta. A todos les extrañó, pues la noche no era la más adecuada para estar a la intemperie.

– ¿Quién será a estas horas? – dijo el príncipe, levantando las cejas y mirando a su madre con extrañeza – No esperamos visitas en una noche de truenos y relámpagos.

El rey se dirigió ágilmente hacia la entrada. A pesar de ser casi un anciano, su estado físico y su salud eran realmente envidiables.

Cuando abrió la puerta, su mandíbula se desencajó por la sorpresa. Ante sus ojos estaba una joven bajo la lluvia. Su elegante vestido estaba totalmente empapado y de su pelo caían chorros de agua. La pobre tiritaba de frio y casi no podía hablar.

– Buenas noches, alteza. Me ha sorprendido una fuerte tormenta y me preguntaba si me darían cobijo en su castillo esta noche – dijo la bella joven.

– ¿Quién es usted, señorita? – preguntó el rey.

– Soy una princesa de uno de los reinos vecinos, señor – afirmó la muchacha.

– Pase, no se quede ahí. En nuestro hogar encontrará calor y alimento.

Enseguida la reina se acercó y le dio toallas para secarse y ropa limpia que ponerse. El príncipe se percató de lo hermosa que era en cuanto la vio, pero… ¿se trataría de una verdadera princesa?

La reina, viendo cómo el príncipe la miraba embelesado, le dijo:

– Hijo mío, veo que esta chica es de tu agrado. Ciertamente es muy hermosa y parece culta y educada. Comprobaremos si es una princesa de verdad.

– ¿Cómo lo haremos, madre? No se me ocurre de qué manera podemos asegurarnos – dijo el príncipe con perplejidad.

– Muy fácil, querido hijo. Esta noche, debajo de su cama, pondremos un pequeño guisante. Si nota su presencia es que dice la verdad, ya que sólo las verdaderas princesas tienen una sensibilidad tan grande.

Tal como habían previsto, la joven se quedó a dormir en el castillo. A la mañana siguiente, se reunió de nuevo con la familia real en el salón principal.

– Buenos días, altezas – dijo la bella joven saludando con una pequeña reverencia.

– Buenos días – contestaron todos a la vez.

La reina invitó a la chica a sentarse con ellos a desayunar.

– ¿Qué tal has dormido? ¿Te ha resultado cómoda la cama y todo ha sido de tu gusto? – le preguntó.

– Pues si le digo la verdad, señora, he dormido fatal – se quejó – Me he pasado la noche dando vueltas en la cama. Sentía algo duro que no me dejaba dormir y no pude descansar en toda la noche. Fíjese, señora, que hasta tengo moratones en la espalda y los brazos ¡No entiendo qué ha podido suceder!

La reina, sonriendo satisfecha, le contó la verdad.

– Sucede que debajo de tu colchón puse un guisante para comprobar si eras realmente sensible. Sólo una auténtica princesa con delicada piel es capaz de notar la dureza de un pequeño guisante debajo de un colchón. Ciertamente tú lo eres y estaríamos encantados de que fueras la esposa de nuestro amado hijo.

La princesa se sonrojó. También se había quedado prendada del apuesto heredero, así que no dudó ni un momento y dijo que sí. El príncipe, que había recorrido medio mundo buscando a su princesa, al final la encontró en su propia casa.

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El rey y el murciélago

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Hace muchísimos años, en un reino que quizá ya no exista, había un rey que se consideraba a sí mismo un hombre muy inteligente.


Un día decidió que aunque era listo y estaba bien capacitado para gobernar, sería bueno tener al lado a alguien de confianza para que le ayudara a llevar a cabo las tareas más importantes del país.

Se le ocurrió que quizás, entre las muchas aves que poblaban el cielo, encontraría al candidato más adecuado. Sin perder tiempo, convocó una reunión urgente en el lujoso y distinguido salón del trono.

Cientos de pájaros de diferentes colores y tamaños acudieron puntuales a la cita en palacio. Cuando el monarca se sentó frente a ellos, se dio cuenta de que en la asamblea se había colado un murciélago, que como todos los demás murciélagos, era pequeñajo y negro como el carbón.

El rey frunció el ceño, se levantó de su real asiento y señalándolo con el dedo índice le preguntó:

– ¡Oye, tú, murciélago! ¡Esta es una reunión de aves! ¿Se puede saber qué demonios estás haciendo aquí?

Tantas aves juntas montaban mucho jaleo, así que el soberano tuvo que poner orden.

– ¡Silencio, que el intruso va a darnos una explicación!

Los presentes enmudecieron y la quietud invadió la estancia. El murciélago, levantando la voz lo más que pudo, contestó:

– Señor, nadie me ha invitado a venir, pero me considero ave y por tanto tengo derecho a asistir a esta asamblea.

El rey, que no se fiaba ni de su sombra, quiso asegurarse.

– ¡¿Que tú eres un ave?!… Muy bien, demuéstramelo.

El pequeño murciélago se impulsó y comenzó a volar. La luz de los candelabros colgados en los muros de palacio le cegaba un poco y no se orientaba igual de bien que en la oscuridad total de la noche; a pesar de ello, voló con maestría y agilidad. Subió muy alto batiendo las alas y recorrió el techo del salón a gran velocidad, sin chocarse ni una sola vez contra los ventanales.

Tras su convincente exhibición, el rey le dijo:

– ¡Vaya, veo que tenías razón! Te permito que te quedes con nosotros y participes en la reunión junto al resto de pájaros.

El murciélago, satisfecho, volvió a su sitio y el rey continuó donde lo había dejado. Desgraciadamente no sirvió de mucho pues no encontró ningún ave idónea para ser ayudante real y el puesto quedó vacante. Pasados unos días no tuvo más remedio que organizar una nueva reunión.

Habló con su mujer, la reina, y le confesó:

– Querida, convoqué a las aves y fue un fracaso ¿Qué te parece si pruebo con los cuadrúpedos? ¡Quizá entre ellos esté mi futuro consejero!

– Es muy buena idea, amor mío. Los animales de cuatro patas suelen muy inteligentes y capaces de superar grandes obstáculos; además, en este reino vas a encontrar un montón de candidatos locos por conseguir el puesto.

Apoyado por su esposa celebró otra asamblea. Mandó llamar a todos los cuadrúpedos que vivían en sus extensos dominios y los agrupó en el salón del trono.

Acudieron perros, leones, jirafas, gacelas, cerdos, leopardos y un sinfín de animales más. Eran tantos y muchos tan grandes, que tuvieron que apretujarse unos contra otros para caber bien y poder escuchar lo que el rey tenía que comunicarles.

– ¡Silencio, señores! ¡Si -len- cio! Les he reunido aquí porque necesi…

¡El rey se calló de repente! A lo lejos, entre un tigre de bengala y una cabra montesa, vio al pequeño murciélago que escuchaba muy atento. Asombrado, se levantó y le apuntó otra vez con su largo dedo índice. Todos los presentes volvieron sus cabezas hacia el animalillo mientras una voz profunda retumbaba en el aire.

– ¡¿Pero tú qué te has creído?! ¿Acaso me estás tomando el pelo? Me dijiste que eras un ave y te permití estar en la reunión de aves, pero ahora estamos en una asamblea de cuadrúpedos y esta vez no pintas nada de nada aquí.

El murciélago le miró con ojitos asustados y su voz sonó temblorosa.

– Señor, sé que no camino a cuatro patas como mis compañeros, pero al igual que muchos de ellos, tengo dos colmillos ¡Creo que eso me da derecho a participar!

Al rey le sorprendió la astuta respuesta del murciélago y estalló en carcajadas. En ese mismo momento decidió que no iba a encontrar ni un solo animal más listo que él.

– ¡Ja ja ja! ¡Ay, qué risa! Desde luego eres un sabiondo y tienes respuesta para todo ¡Anda, acércate a mi lado!

El murciélago se dio prisa por llegar hasta él y se colocó a sus pies mirando a las decenas de cuadrúpedos que abarrotaban la sala. El rey, muy solemne, levantó las manos y aseguró:

– ¡Doy por terminada la búsqueda de consejero real! A partir de ahora, este ser pequeño pero espabilado como ninguno, va a ser mi amigo y ayudante más fiel.

Después se agachó para ponerse a su altura y muy seriamente le advirtió:

– Te confiaré mis más íntimos secretos y las misiones más importantes del estado ¡Espero que no me falles!

El murciélago, un poco sonrojado pero muy, muy orgulloso, contestó:

– No lo haré, señor. Puede estar tranquilo.

Y entre aplausos y hurras del emocionado público, dobló un ala sobre su pecho, hizo una reverencia muy pomposa y le juró fidelidad eterna.

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El león y la liebre

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En cierta ocasión, un león se paseaba por sus dominios en busca de algo para comer. Era un león grande y fiero que imponía mucho respeto al resto de los animales, pues por algo era el rey de la sabana.

Siempre que aparecía por sorpresa, los pájaros comenzaban a trinar como locos porque era el modo que tenían de avisar a todos los demás de que se avecinaba el peligro. En cuanto sonaba la voz de alarma, los antílopes se alejaban dando grandes zancadas en busca de un sitio seguro, las cebras aprovechaban las rayas de su cuerpo para camuflarse entre ramas secas, y hasta los pesados hipopótamos salían zumbando en busca de un río donde meterse hasta que el agua les cubriera a la altura de los ojos.


Ese día, como era habitual, los animales se esfumaron en cuanto llegó a sus oídos que el león andaba por allí. Bueno, casi todos, porque algunos ni se enteraron, como le sucedió a una liebre que dormía profundamente sobre la hojarasca. Hacía calor y el sueño le había vencido de tal manera que no escuchó los gritos de los pajaritos.

El león rápidamente la vio y se relamió pensando que era una presa muy fácil. ¡No se movía y la tenía a su total disposición! Emitió un pequeño rugido de satisfacción y, justo cuando iba a abalanzarse sobre ella, vio a lo lejos un ciervo que, por lo visto, también se había despistado porque estaba un poco sordo.

El león se quedó quieto, sin moverse. El ciervo estaba distraído mordisqueando las hojas de un arbusto y tenía que tomar una rápida decisión.

– ¿Qué hago? ¿Me como esta liebre que tengo delante o me arriesgo y voy a por ese ciervo? La liebre no tiene escapatoria posible, pero es muy pequeña. El ciervo, en cambio, es grande y su carne deliciosa… ¡Está decidido! ¡Me la juego!

Salió corriendo a la máxima velocidad que le permitieron sus robustas patas para perseguir a la presa más grande. Pero el ciervo, que divisó al felino con el rabillo del ojo, reaccionó a tiempo y huyó despavorido.

La carrera de león fue inútil; sólo consiguió levantar una polvareda de tierra a su paso que le produjo un picor enorme en los ojos y una tos que casi le destroza la garganta.

– ¡Maldita sea! ¡Ese ciervo ha conseguido escapar! Me he quedado sin cena especial… En fin, iré a por la liebre, que menos es nada.

El león regresó sobre sus pasos en busca de la presa más pequeña. Suponía que seguiría allí, plácidamente dormida, pero el animal ya no estaba. Por lo visto, un ratoncito de campo la había despertado para avisarla de que, si no se daba prisa, el león se la zamparía en un abrir y cerrar de ojos.

El rey de los animales se enfadó muchísimo.

– ¡La liebre también ha desaparecido! ¡Está visto que hoy no es mi día de suerte!

Al principio, al león le reconcomió la rabia, pero después se tumbó a reflexionar y se dio cuenta de que no había sido cuestión de suerte, sino que la caza había fracasado por un error que él mismo había cometido.

– ¡En realidad, me lo merezco! Tenía una presa segura en mis manos y por ir a por otra mejor, la dejé ir. Al final, me he quedado sin nada ¡Pero qué tonto he sido!

Y así fue cómo el león no tuvo más remedio que continuar buscando comida, porque a esas alturas tenía tanta hambre que las tripas le sonaban como si tuviera una orquesta dentro de la barriga.

Moraleja: Como dice el refrán, más vale pájaro en mano que ciento volando. Esto significa que, a menudo, es mejor conformarse con lo que uno tiene, aunque sea poco, que arriesgarse por algo que a lo mejor no podemos conseguir.

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El rey confiado

Enviado por dach2901  

Hace muchos años, en un reino pequeño pero muy próspero, gobernaba un rey justo y bondadoso que era muy querido por su pueblo. El monarca estaba muy orgulloso de que las cosas fueran bien por su territorio pero había una cuestión que le tenía constantemente preocupado: era consciente de que tenía un carácter demasiado confiado y le abrumaba pensar que en cualquier momento podía aparecer un desalmado que se aprovechara de su bondad.


Un día, durante la cena, le dijo a su esposa:

– Me considero buena persona y tengo miedo de que alguien me traicione ¿Qué puedo hacer, amor mío, para solucionar este tema que tanto me agobia?

– Querido, si te sientes inseguro, deja que alguien te ayude y te aconseje en las situaciones difíciles.

– ¡Tienes toda la razón! Ya sé lo que haré: nombraré un consejero para que me avise cuando alguien intente hacerme una jugarreta ¡Será mi mejor colaborador y amigo!

– ¡Eso está muy bien!

– Sí, pero debo tener cuidado a la hora de elegir a la persona adecuada. Ha de ser el hombre más inteligente del reino para que nadie pueda engañarle tampoco a él.

Dicho esto, el rey abandonó el comedor y reunió a cincuenta mensajeros reales en el salón del trono.

– Os he mandado llamar porque quiero que recorráis todas las ciudades, pueblos y aldeas anunciando a mis súbditos que busco a la persona más inteligente del reino. Entre todos los que acudan a mi llamada elegiré a mi futuro consejero, a mi hombre de confianza. Decidles que yo, el rey, les espero en esta misma sala dentro de una semana.

¡No había tiempo que perder! Todos los mensajeros montaron en sus caballos y difundieron la noticia por los lugares más remotos. Siete días después, decenas de candidatos se reunieron en torno al monarca deseando escuchar lo que tenía que decirles.

Había aspirantes para todos los gustos: jóvenes, ancianos, comerciantes, médicos, orfebres, pescadores… Todos muy ilusionados por conseguir un cargo tan importante.

El rey, sentado en su trono dorado, les habló en voz alta y firme:

– Imagino que cada uno de vosotros sois personas realmente inteligentes, pero como sabéis, sólo puedo quedarme con uno. Quien logre superar el reto que voy a plantear, será nombrado consejero real.

El silencio en la sala era tal que podía escucharse el zumbido de una mosca. El rey continuó con su discurso.

– La prueba es la siguiente: yo estoy sentado en mi trono y no pienso levantarme mientras vosotros estéis en la sala, pero el que consiga convencerme de que lo haga, el que consiga que me ponga en pie, se quedará con el cargo.

Durante un par de horas los aspirantes al puesto, utilizando todas las tretas posibles, intentaron persuadir al rey. Ninguno consiguió que levantara sus reales posaderas del trono.

Cuando parecía que el desafío del rey no había servido para nada, un tímido muchacho que todavía no había dicho ni mu apareció de entre las sombras y se le acercó.

– Me presento, alteza. Mi nombre es Yeshi.

– Te escucho, Yeshi.

– Quiero hacerle una pregunta: ¿Cree usted que alguien puede obligarle a cruzar la puerta y salir de este salón?

El rey se quedó atónito.

– ¡¿Cómo va a obligarme alguien a salir de aquí?! ¡Soy el rey y sobre mí no manda nadie!

Para su sorpresa y la de todos los allí reunidos, Yeshi le replicó con absoluta tranquilidad:

– ¡Yo sí puedo!

El rey apretó los puños intentando contener la rabia, pero le podía tanto la curiosidad que siguió escuchando el razonamiento del chico.

Yeshi señaló la puerta de entrada al salón.

– Señor, ahora imagine que usted y yo ya estamos fuera de este salón ¿Qué me daría si consigo convencerle de que entre de nuevo?

El rey contestó sin pensar bien las consecuencias:

– ¡Te nombraría mi consejero!

Yeshi, con una sonrisa, le animó:

– ¡Muy bien! ¿Por qué no lo intentamos y salimos de dudas?

El rey, pensando que el reto era muy fácil porque tenía clarísimo que nadie iba a obligarle a entrar en el salón si no quería, aceptó la propuesta del joven y se levantó de un saltito para salir por la puerta.

En cuanto dio tres pasos se coscó de la inteligente jugada de Yeshi. Frenó en seco, se giró hacia el muchacho y guiñándole un ojo le dijo:

– ¡Ciertamente eres muy listo! Has conseguido desviar mi atención para que yo, sin darme cuenta, me levantara del trono ¡Has superado el reto y si alguien merece el puesto eres tú! A partir de ahora vivirás en palacio y me ayudarás día y noche como consejero y buen amigo.

Yeshi se sintió muy honrado y recibió un sonoro aplauso como reconocimiento a su sagacidad.

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La piedra de toque

Enviado por dach2901  

Dice una antigua historia que hace muchos, muchísimos años, vivió un anciano que guardaba un gran secreto. Sus días en este mundo llegaban a su fin y, antes de partir, decidió contárselo a un hombre bueno y responsable en quien confiaba.

– Tienes que saber que existe una pequeña piedra conocida como piedra de toque, capaz de proporcionarte todas las riquezas que desees. Te revelo este secreto para que tengas la oportunidad de encontrarla y mejorar tu vida.


– Muchas gracias, señor, pero… ¿Dónde he de buscar esa piedra tan especial?

– Parece ser que se encuentra entre los miles de guijarros que abundan en la playa, así que distinguirla es una labor muy complicada.

– Entonces… ¿Cómo sabré cuál es?

– Verás… Todas las piedras que están en la orilla del mar se sienten frías al tacto, pues se pasan horas salpicadas por el agua. La piedra de toque es la única piedra que notarás caliente al tocarla.

Al hombre le pareció casi imposible encontrar la piedra de toque, pero aun así, se propuso intentarlo. Desde entonces, cada mañana acudía a la playa y daba largos paseos recorriendo la orilla. A cada paso se agachaba para coger una de tantas piedras lisas y relucientes que bañaba el mar, la lanzaba lejos sobre las olas y probaba con otra. Todas estaban frías, muy frías. La suerte no parecía estar de su parte.

Horas, días, semanas, meses, se pasó recogiendo guijarros sin éxito alguno. Al principio, su obsesión era encontrar la piedra de toque como fuera, pero con el tiempo, aprendió a tomárselo con más calma y a disfrutar de lo que tenía alrededor: el azul y espumoso mar, el aire fresco que bajaba de la montaña, el relajante sonido del oleaje,… Incluso se acostumbró a quitarse las sandalias para poder sentir la caricia de la arena tibia bajo sus pies.

El paseo por la playa para buscar la piedra de toque pasó a ser, sin darse cuenta, el momento que más gozaba del día. Tanto, que llegó a olvidar la razón principal por la que acudía puntualmente a la playa. En realidad, estaba más pendiente de la hermosa salida del sol o de la forma que ese día tenían las nubes, que de encontrar la famosa piedra.

Así que cuando un día cogió una que estaba caliente, ni se enteró. Por la fuerza de la costumbre la agarró y, con la mirada perdida en el horizonte, la lanzó lo más lejos que la fuerza de su brazo le permitió. Mientras volaba sobre el mar, se dio cuenta de que era la valiosa piedra de toque, pero ya era demasiado tarde ¡su única oportunidad de hacerse rico se había esfumado!

En vez de disgustarse, sonrió. Comprendió que había cometido ese error porque, después de tanto tiempo de búsqueda, habían cambiado sus prioridades. Ahora, salía cada mañana a disfrutar de la naturaleza, de la playa, del mar. Se había dejado llevar por la belleza que le rodeaba y la ambición había quedado a un lado.

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