49 Cuentos de amor
LOS OJOS SOMBRÍOS
Después de las primeras semanas de romper con Elena, una noche no pude evitar asistir a un baile. Hallábame hacía largo rato sentado y aburrido en exceso, cuando Julio Zapiola, viéndome allí, vino a saludarme. Es un hombre joven, dotado de rara elegancia y virilidad de carácter. Lo había estimado muchos años atrás, y entonces volvía de Europa, después de larga ausencia.
Así nuestra charla, que en otra ocasión no hubiera pasado de ocho o diez frases, se prolongó esta vez en larga y desahogada sinceridad. Supe que se había casado; su mujer estaba allí mismo esa noche. Por mi parte, lo informé de mi noviazgo con Elena—y su reciente ruptura. Posiblemente me quejé de la amarga situación, pues recuerdo haberle dicho que creía de todo punto imposible cualquier arreglo.
—No crea en esas sacudidas—me dijo Zapiola con aire tranquilo y serio.—Casi nunca se sabe al principio lo que pasará o se hará después. Yo tengo en mi matrimonio una novela infinitamente más complicada que la suya; lo cual no obsta para que yo sea hoy el marido más feliz de la tierra. Oigala, porque a usted podrá serle de gran provecho. Hace cinco años me vi con gran frecuencia con Vezzera, un amigo del colegio a quien había querido mucho antes, y sobre todo él a mí. Cuanto prometía el muchacho se realizó plenamente en el hombre; era como antes inconstante, apasionado, con depresiones y exaltamientos femeniles. Todas sus ansias y suspicacias eran enfermizas, y usted no ignora de qué modo se sufre y se hace sufrir con este modo de ser.
Un día me dijo que estaba enamorado, y que posiblemente se casaría muy pronto. Aunque me habló con loco entusiasmo de la belleza de su novia, esta apreciación suya de la hermosura en cuestión no tenía para mí ningún valor. Vezzera insistió, irritándose con mi orgullo.
—No sé qué tiene que ver el orgullo con esto—le observé.
—¡Si es eso! Yo soy enfermizo, excitable, expuesto a continuos mirajes y debo equivocarme siempre. ¡Tú, no! ¡Lo que dices es la ponderación justa de lo que has visto!
—Te juro…
—¡Bah; déjame en paz!—concluyó cada vez más irritado con mi tranquilidad, que era para él otra manifestación de orgullo. Cada vez que volví a verlo en los días sucesivos, lo hallé más exaltado con su amor. Estaba más delgado, y sus ojos cargados de ojeras brillaban de fiebre.
—¿Quiere hacer una cosa? Vamos esta noche a su casa. Ya le he hablado de ti. Vas a ver si es o no como te he dicho.
Fuimos. No sé si usted ha sufrido una impresión semejante; pero cuando ella me extendió la mano y nos miramos, sentí que por ese contacto tibio, la espléndida belleza de aquellos ojos sombríos y de aquel cuerpo mudo, se infiltraba en una caliente onda en todo mi ser.
Cuando salimos, Vezzera me dijo:
—¿Y?… ¿es como te he dicho?
—Sí—le respondí.
—¿La gente impresionable puede entonces comunicar una impresión conforme a la realidad?
—Esta vez, sí—no pude menos de reirme.
Vezzera me miró de reojo y se calló por largo rato.
—¡Parece—me dijo de pronto—que no hicieras sino concederme por suma gracia su belleza!
—¿Pero estás loco?—le respondí.
Vezzera se encogió de hombros como si yo hubiera esquivado su respuesta. Siguió sin hablarme, visiblemente disgustado, hasta que al fin volvió otra vez a mí sus ojos de fiebre.
—De veras, de veras me juras que te parece linda?
—¡Pero claro, idiota! Me parece lindísima; ¿quieres más?
Se calmó entonces, y con la reacción inevitable de sus nervios femeninos, pasó conmigo una hora de loco entusiasmo, abrasándose al recuerdo de su novia.
Fuí varias veces más con Vezzera. Una noche, a una nueva invitación, respondí que no me hallaba bien y que lo dejaríamos para otro momento. Diez días más tarde respondí lo mismo, y de igual modo en la siguiente semana. Esta vez Vezzera me miró fijamente a los ojos:
—¿Por qué no quieres ir?
—No es que no quiera ir, sino que me hallo hoy con poco humor para esas cosas.
—¡No es eso! ¡Es que no quieres ir más!
—¿Yo?
—Sí; y te exijo como a un amigo, o como a ti, que me digas justamente esto: ¿Por qué no quieres ir más?
—¡No tengo ganas!… ¿Te gusta?
Vezzera me miró como miran los tuberculosos condenados al reposo, a un hombre fuerte que no se jacta de ello. Y en realidad, creo que ya se precipitaba su tisis.
Se observó en seguida las manos sudorosas, que le temblaban.
—Hace días que las noto más flacas… ¿Sabes por qué no quieres ir más? ¿Quieres que te lo diga?
Tenía las ventanas de la nariz contraídas, y su respiración acelerada le cerraba los labios.
—¡Vamos! No seas… cálmate, que es lo mejor.
—¡Es que te lo voy a decir!
—¿Pero no ves que estás delirando, que estás muerto de fiebre?—le interrumpí. Por dicha, un violento acceso de tos lo detuvo. Lo empujé cariñosamente.
—Acuéstate un momento… estás mal.
Vezzera se recostó en mi cama y cruzó sus dos manos sobre la frente.
Pasó un largo rato en silencio. De pronto me llegó su voz, lenta:
—¿Sabes lo que te iba a decir?… Que no querías que María se enamorara de ti… Por eso no ibas.
—¡Qué estúpido!—me sonreí.
—Sí, estúpido! ¡Todo, todo lo que quieras!
Quedamos mudos otra vez. Al fin me acerqué a él.
—Esta noche vamos—le dije.—¿Quieres?
—Sí, quiero.
Cuatro horas más tarde llegábamos allá. María me saludó como si hubiera dejado de verme el día anterior, sin parecer en lo más mínimo preocupada de mi larga ausencia.
—Pregúntale siquiera—se rió Vezzera con visible afectación—por qué ha pasado tanto tiempo sin venir.
María arrugó imperceptiblemente el ceño, y se volvió a mí con risueña sorpresa:
—¡Pero supongo que no tendría deseo de visitarnos!
Aunque el tono de la exclamción no pedía respuesta, María quedó un instante en suspenso, como si la esperara. Vi que Vezzera me devoraba con los ojos.
—Aunque deba avergonzarme eternamente—repuse—confieso que hay algo de verdad…
—¿No es verdad?—se rió ella.
Pero ya en el movimiento de los pies y en la dilatación de las narices de Vezzera, conocí su tensión de nervios.
—Dile que te diga—se dirigió a María—por qué realmente no quería venir.
Era tan perverso y cobarde el ataque, que lo miré con verdadera rabia. Vezzera afectó no darse cuenta, y sostuvo la tirante expectativa con el convulsivo golpeteo del pie, mientras María tornaba a contraer las cejas.
—¿Hay otra cosa?—se sonrió con esfuerzo.
—Sí, Zapiola te va a decir…
—¡Vezzera!—exclamé.
—… Es decir, no el motivo suyo, sino el que yo le atribuía para no venir más aquí… ¿sabes por qué?
—Porque él cree que usted se va a enamorar de mí—me adelanté, dirigiéndome a María.
Ya antes de decir esto, vi bien claro la ridiculez en que iba a caer; pero tuve que hacerlo. María soltó la risa, notándose así mucho más el cansancio de sus ojos.
—¿Sí? ¿Pensabas eso, Antenor?
—No, supondrás… era una broma—se rió él también.
La madre entró de nuevo en la sala, y la conversación cambió de rumbo.
—Eres un canalla—me apresuré a decirle en los ojos a Vezzera, cuando salimos.
—Sí—me respondió mirándome claramente.—Lo hice a propósito.
—¿Querías ridiculizarme?
—Sí… quería.
—¿Y no te da vergüenza? ¿Pero qué diablos te pasa? ¿Qué tienes contra mí?
No me contestó, encogiéndose de hombros.
—¡Anda al demonio!—murmuré. Pero un momento después, al separarme, sentí su mirada cruel y desconfiada fija en la mía.
—¿Me juras por lo que más quieras, por lo que quieras más, que no sabes lo que pienso?
—No—le respondí secamente.
—¡No mientes, no estás mintiendo?
—No miento.
Y mentía profundamente.
—Bueno, me alegro… Dejemos esto. Hasta mañana. ¿Cuándo quieres que volvamos allá?
—¡Nunca! Se acabó.
Vi que verdadera angustia le dilataba los ojos.
—¿No quieres ir más?—me dijo con voz ronca y extraña.
—No, nunca más.
—Como quieras, mejor… No estás enojado, ¿verdad?
—¡Oh, no seas criatura!—me reí.
Y estaba verdaderamente irritado contra Vezzera, contra mí…
Al día siguiente Vezzera entró al anochecer en mi cuarto. Llovía desde la mañana, con fuerte temporal, y la humedad y el frío me agobiaban. Desde el primer momento noté que Vezzera ardía en fiebre.
—Vengo a pedirte una cosa—comenzó.
—¡Déjate de cosas!—interrumpí.—¿Por qué has salido con esta noche? ¿No ves que estás jugando tu vida con esto?
—La vida no me importa… dentro de unos meses esto se acaba… mejor. Lo que quiero es que vayas otra vez allá.
—¡No! ya te dije.
—¡No, vamos! ¡No quiero que no quieras ir! ¡Me mata esto! ¿Por qué no quieres ir?
—Ya te he dicho: ¡no-qui-e-ro! Ni una palabra más sobre esto, ¿oyes?
La angustia de la noche anterior tornó a desmesurarle los ojos.
—Entonces—articuló con voz profundamente tomada—es lo que pienso, lo que tú sabes que yo pensaba cuando mentiste anoche. De modo… Bueno, dejemos, no es nada. Hasta mañana.
Lo detuve del hombro y se dejó caer en seguida en la silla, con la cabeza sobre sus brazos en la mesa.
—Quédate—le dije.—Vas a dormir aquí conmigo. No estés solo.
Durante un rato nos quedamos en profundo silencio. Al fin articuló sin entonación alguna:
—Es que me dan unas ganas locas de matarme…
—¡Por eso! ¡Quédate aquí!… No estés solo.
Pero no pude contenerlo, y pasé toda la noche inquieto.
Usted sabe qué terrible fuerza de atracción tiene el suicidio, cuando la idea fija se ha enredado en una madeja de nervios enfermos. Habría sido menester que a toda costa Vezzera no estuviera solo en su cuarto. Y aún así, persistía siempre el motivo.
Pasó lo que temía. A las siete de la mañana me trajeron una carta de Vezzera, muerto ya desde cuatro horas atrás. Me decía en ella que era demasiado claro que yo estaba enamorado de su novia, y ella de mí. Que en cuanto a María, tenía la más completa certidumbre y que yo no había hecho sino confirmarle mi amor con mi negativa a ir más allá. Que estuviera yo lejos de creer que se mataba de dolor, absolutamente no. Pero él no era hombre capaz de sacrificar a nadie a su egoísta felicidad, y por eso nos dejaba libre a mí y a ella. Además, sus pulmones no daban más… era cuestión de tiempo. Que hiciera feliz a María, como él hubiera deseado…, etc.
Y dos o tres frases más. Inútil que le cuente en detalle mi turbación de esos días. Pero lo que resaltaba claro para mí en su carta—para mí que lo conocía—era la desesperación de celos que lo llevó al suicidio. Ese era el único motivo; lo demás: sacrificio y conciencia tranquila, no tenía ningún valor.
En medio de todo quedaba vivísima, radiante de brusca felicidad, la imagen de María. Yo sé el esfuerzo que debí hacer, cuando era de Vezzera, para dejar de ir a verla. Y había creído adivinar también que algo semejante pasaba en ella. Y ahora, ¡libres! sí, solos los dos, pero con un cadáver entre nosotros.
Después de quince días fuí a su casa. Hablamos vagamente, evitando la menor alusión. Apenas me respondía; y aunque se esforzaba en ello, no podía sostener mi mirada un solo momento.
—Entonces,—le dije al fin levantándome—creo que lo más discreto es que no vuelva más a verla.
—Creo lo mismo—me respondió.
Pero no me moví.
—¿Nunca más?—añadí.
—No, nunca… como usted quiera—rompió en un sollozo, mientras dos lágrimas vencidas rodaban por sus mejillas.
Al acercarme se llevó las manos a la cara, y apenas sintió mi contacto se estremeció violentamente y rompió en sollozos. Me incliné detrás de ella y le abracé la cabeza.
—Sí, mi alma querida…¿quieres? Podremos ser muy felices. Eso no importa nada…¿quieres?
—¡No, no!—me respondió—no podríamos… no, ¡imposible!
—¡Después, sí, mi amor!… ¿Sí, después?
—¡No, no, no!—redobló aún sus sollozos.
Entonces salí desesperado, y pensando con rabiosa amargura que aquel imbécil, al matarse, nos había muerto también a nosotros dos.
Aquí termina mi novela. Ahora, ¿quiere verla?
—¡María!—se dirigió a una joven que pasaba del brazo.—Es hora ya; son las tres.
—¿Ya? ¿las tres?—se volvió ella.—No hubiera creído. Bueno, vamos. Un momentito.
Zapiola me dijo entonces:
—Ya ve, amigo mío, como se puede ser feliz después de lo que le he contado. Y su caso… Espere un segundo.
Y mientras me presentaba a su mujer:
—Le contaba a X cómo estuvimos nosotros a punto de no ser felices.
La joven sonrió a su marido, y reconocí aquellos ojos sombríos de que él me había hablado, y que como todos los de ese carácter, al reir destellan felicidad.
—Sí,—repuso sencillamente—sufrimos un poco…
—¡Ya ve!—se rió Zapiola despidiéndose.—Yo en lugar suyo volvería al salón.
Me quedé solo. El pensamiento de Elena volvió otra vez; pero en medio de mi disgusto me acordaba a cada instante de la impresión que recibió Zapiola al ver por primera vez los ojos de María.
Y yo no hacía sino recordarlos.
cuento
: Horacio QuirogaLA MUERTE DE ISOLDA
Concluía el primer acto de Tristán e Isolda. Cansado de la agitación de ese día, me quedé en mi butaca, muy contento de mi soledad. Volví la cabeza a la sala, y detuve en seguida los ojos en un palco bajo.
Evidentemente, un matrimonio. Él, un marido cualquiera, y tal vez por su mercantil vulgaridad y la diferencia de años con su mujer, menos que cualquiera. Ella, joven, pálida, con una de esas profundas bellezas que más que en el rostro -aun bien hermoso- residen en la perfecta solidaridad de mirada, boca, cuello, modo de entrecerrar los ojos. Era, sobre todo, una belleza para hombres, sin ser en lo más mínimo provocativa; y esto es precisamente lo que no entenderán nunca las mujeres.
La miré largo rato a ojos descubiertos porque la veía muy bien, y porque cuando el hombre está así en tensión de aspirar fijamente un cuerpo hermoso, no recurre al arbitrio femenino de los anteojos. Comenzó el segundo acto. Volví aún la cabeza al palco, y nuestras miradas se cruzaron. Yo, que había apreciado ya el encanto de aquella mirada vagando por uno y otro lado de la sala, viví en un segundo, al sentirla directamente apoyada en mí, el más adorable sueño de amor que haya tenido nunca.
Fue aquello muy rápido: los ojos huyeron, pero dos o tres veces, en mi largo minuto de insistencia, tornaron fugazmente a mí. Fue asimismo, con la súbita dicha de haberme soñado un instante su marido, el más rápido desencanto de un idilio. Sus ojos volvieron otra vez, pero en ese instante sentí que mi vecino de la izquierda miraba hacia allá, y, después de un momento de inmovilidad por ambas partes, se, saludaron.
Así, pues, yo no tenía el más remoto derecho a considerarme un hombre feliz, y observé a mi compañero. Era un hombre de más de treinta y cinco años, de barba rubia y ojos azules de mirada clara y un poco dura, que expresaba inequívoca voluntad.
— Se conocen -me dije- y no poco.
En efecto, después de la mitad del acto mi vecino, que no había vuelto a apartar los ojos de la escena, los fijó en el palco. Ella, la cabeza un poco echada atrás, y en la penumbra, lo miraba también. Me pareció más pálida aún. Se miraron fijamente, insistentemente, aislados del mundo en aquella recta paralela de alma a alma que los mantenía inmóviles.
Durante el tercero, mi vecino no volvió un instante la cabeza. Pero antes de concluir aquél, salió por el pasillo lateral. Miré al palco, y ella también se había retirado.
— Final de idilio -me dije melancólicamente.
El no volvió más, y el palco quedó vacío.
(........)
— Sí, se repiten -sacudió largo rato la cabeza-. Todas las situaciones dramáticas pueden repetirse, aun las más inverosímiles, y se repiten. Es menester vivir, y usted es muy muchacho... Y las de su Tristán también, lo que no obsta para que haya allí el más sostenido alarido de pasión que haya gritado alma humana. Yo quiero tanto como usted esa obra, y acaso más. No me refiero, querrá creer, al drama de Tristán, y con él las treinta y seis situaciones del dogma, fuera de las cuales todas son repeticiones. No; la escena que vuelve como una pesadilla, los personajes que sufren la alucinación de una dicha muerta, es otra cosa. Usted asistió al preludio de una de esas repeticiones... Sí, ya sé que se acuerda... No nos conocíamos con usted entonces... ¡Y precisamente a usted debía de hablarle de esto! Pero juzga mal lo que vio y creyó un acto mío feliz... ¡Feliz!... oigame. El buque parte dentro de un momento, y esta vez no vuelvo más... Le cuento esto a usted, como si se lo pudiera escribir, por dos razones: Primero, porque usted tiene un parecido pasmoso con lo que era yo entonces -en lo bueno únicamente, por suerte-. Y segundo, por que usted, mi joven amigo, es perfectamente incapaz de pretenderla, después de lo que va a oír. Oígame: La conocí hace diez años, y durante los seis meses que fui su novio hice cuanto estuvo en mí para que fuera mía. La quería mucho, y ella, inmensamente a mí. Por esto cedió un día, y desde ese instante mi amor, privado de tensión, se enfrió.
Nuestro ambiente social era distinto, y mientras ella se embriagaba con la dicha de poseer mi nombre, yo vivía en una esfera de mundo donde me era inevitable flirtear con muchachas de apellido, fortuna, y a veces muy lindas.
Una de ellas llevó conmigo el flirteo bajo parasoles de garden party a un extremo tal, que me exasperé v la pretendí seriamente. Pero si mi persona era interesante para esos juegos, mi fortuna no alcanzaba a prometerle el tren necesario, y me lo dio a entender claramente. Tenía razón, perfecta razón. En consecuencia, flirteé con una amiga suya, mucho más fea, pero infinitamente menos hábil para estas torturas del téte-à-téte a diez centímetros, cuya gracia exclusiva consiste en enloquecer a su flirt, manteniéndose uno dueño de sí. Y esta vez no fui yo quien se exasperó.
Seguro, pues, del triunfo, pensé entonces en el modo de romper con Inés. Continuaba viéndola, y aunque no podía ella engañarse sobre el amortiguamiento de mi pasión, su amor era demasiado grande para no iluminarle los ojos de felicidad cada vez que me veía llegar. La madre nos dejaba solos; y aunque hubiera sabido lo que pasaba, habría cerrado los ojos para no perder la más vaga posibilidad de subir con su hija a una esfera mucho más alta.
Una noche fui allá dispuesto a romper, con visible malhumor, por lo mismo. Inés corrió a abrazarme, pero se detuvo, bruscamente pálida.
— ¿Qué tienes? -me dijo.
— Nada -le respondí con sonrisa forzada, acariciándole la frente. Ella dejó hacer, sin prestar atención a mi mano y mirándome insistentemente. Al fin apartó los ojos contraídos y entramos en la sala.
La madre vino, pero sintiendo cielo de tormenta, estuvo sólo un momento y desapareció.
Romper es palabra corta y fácil; pero comenzarlo...
Nos habíamos sentado y no hablábamos. Inés se inclinó, me apartó la mano de la cara y me clavó los ojos, dolorosos de angustioso examen.
— ¡Es evidente!... -murmuró.
— ¿Qué?-le pregunté fríamente.
La tranquilidad de mi mirada le hizo más daño que mi voz, y su rostro se demudó:
—¡Que ya no me quieres! -articuló en una desesperada y lenta oscilación de cabeza.
— Esta es la quincuagésima vez que dices lo mismo -respondí. No podía darse respuesta más dura; pero yo tenía ya el comienzo. Inés me miró un rato casi como a un extraño, y apartándome bruscamente la mano con el cigarro, su voz se rompió:
— ¡Esteban!
— ¿Qué? -torné a repetir.
Ésta vez bastaba. Dejó lentamente mi mano y se reclinó atrás ex el sofá, manteniendo fija en la lámpara su rostro lívido. Pero un momento después su cara caía de costado bajo el brazo crispado al respaldo.
Pasó un rato aún. La injusticia de mi actitud -no veía en ella más que injusticia- acrecentaba el profundo disgusto de mí mismo. Por eso cuando oí, o más bien sentí, que las lágrimas brotaban al fin, me levanté con un violento chasquido de lengua.
— Yo creía que no íbamos a tener más escenas -le dije paseándome.
No me respondió, y agregué:
— Pero que sea ésta la última.
Sentí que las lágrimas se detenían, y bajo ellas me respondió un momento después:
— Como quieras.
Pero en seguida cayó sollozando sobre el sofá:
— ¡Pero qué te he hecho! ¡Qué te he hecho!
— ¡Nada! -le respondí-. Pero yo tampoco te he hecho nada a ti... Creo que estamos en el mismo caso. ¡Estoy harto de estas cosas!
Mi voz era seguramente mucho más dura que mis palabras. Inés se incorporó, y sosteniéndose en el brazo del sofá, repitió, helada:
— Como quieras.
Era una despedida. Yo iba a romper, y se me adelantaban. El amor propio, el vil amor propio tocado a vivo, me hizo responder:
— Perfectamente... Me voy. Que seas más feliz... otra vez.
No comprendió, y me miró con extrañeza. Yo había ya cometido la primera infamia; y como en esos casos, sentí el vértigo de enlodarme más aún.
— ¡Es claro! -apoyé brutalmente-. Porque de mí no has tenido queja .... ¿no?
Es decir: te hice el honor de ser tu amante, y debes estarme agradecida.
Comprendió más mi sonrisa que mis palabras, y mientras yo salía a buscar mi sombrero en el corredor, su cuerpo y su alma entera se desplomaban en la sala.
Entonces, en ese instante en que crucé la galería, sentí intensamente lo que acababa de hacer. Aspiración de lujo, matrimonio encumbrado, todo me resaltó como una llaga en mi propia alma. Y yo, que me ofrecía en subasta a las mundanas feas con fortuna, que me ponía en venta, acababa de cometer el acto más ultrajante con la mujer que nos ha querido demasiado... Flaqueza en el Monte de los Olivos, o momento vil en un hombre que no lo es, llevan al mismo fin: ansia de sacrificio, de reconquista más alta del propio valer. Y luego la inmensa sed de ternura, de borrar beso tras beso las lágrimas de la mujer adorada, cuya primera sonrisa tras la herida que le hemos causado es la más bella luz que pueda inundar un corazón de hombre.
¡Y concluido! No me era posible ante mí mismo volver a tomar lo que acababa de ultrajar de ese modo: ya no,era digno de ella, ni la merecía más. Había enlodado en un segundo el amor más puro que hombre alguno ha ya sentido sobre sí, y acababa de perder con Inés la irreencontrable felicidad de poseer a quien nos ama entrañablemente.
Desesperado, humillado, crucé por delante de la sala, y la vi, echada sobre el sofá, sollozando el alma entera, entre sus brazos.
¡Inés! ¡Perdida ya! Sentí más honda mi miseria ante su cuerpo, todo amor, sacudido por los sollozos de su dicha muerta. Sin darme cuenta casi, me detuve.
— ¡Inés! -dije.
Mi voz no era ya la de antes. Y ella debió notarlo bien, porque su alma sintió, en aumento de sollozos, el desesperado llamado que le hacía mi amor -¡esa vez, sí, inmenso amor!
— No, no... -me respondió-. -¡Es demasiado tarde!
(......)
Padilla se detuvo. Pocas veces he visto amargura más seca y tranquila que la de sus ojos cuando concluyó. Por mi parte, no podía apartar de mi memoria aquella adorable belleza del palco, sollozando sobre el sofá...
— Me creerá -reanudó Padilla- si le digo que en mis insomnios de soltero descontento de sí mismo la he tenido así ante mí... Salí enseguida de Buenos Aires sin ver casi a nadie, y menos a mi flirt de gran fortuna... Volví a los ocho años, y supe- entonces que se había casado, a los seis meses de haberme ido y Torné a alejarme, y hace un mes regresé, bien tranquilizado ya, y en paz.
No había vuelto a verla. Era para mí como un primer amor, con todo el encanto dignificante que un idilio virginal tiene para el hombre hecho que después amó cien veces... Si usted es querido alguna vez como yo lo fui, y ultraja como yo lo hice, comprenderá, toda la pureza que hay en mi recuerdo.
Hasta que una noche tropecé con ella. Sí, esa misma noche en el teatro... Comprendí, al ver al opulento almacenero de su marido, que se había precipitado en el matrimonio, como yo al Ucayali... Pero al verla otra vez, a veinte metros de mí, mirándome, sentí que en mi alma, dormida en paz, surgía sangrando la desolación de haberla perdido, como si no hubiera pasado un solo día de esos diez años. ¡Inés! Su hermosura, su mirada -única entre todas las mujeres-, habían sido mías, bien mías, porque me habían sido entregadas con adoración. También apreciará usted esto algún día.
Hice lo humanamente posible para olvidar, me rompí las muelas tratando de concentrar todo mi pensamiento en la escena. Pero la prodigiosa partitura de Wagner, ese grito de pasión enfermante, encendió en llama viva lo que quería olvidar. En el segundo o tercer acto no pude más y volví la cabeza. Ella también sufría la sugestión de Wagner, y me miraba. ¡Inés, mi vida! Durante medio minuto su boca, sus manos, estuvieron bajo mi boca y mis,ojos, y durante ese-tiempo ella concentró en su palidez la sensación de esa dicjla muerta hacía diez años. ¡Y Tristán siempre, sus alaridos de pasión sobrehumana, sobre nuestra felicidad yerta!
Me levanté entonces, atravesé las butacas como un sonámbulo, y avancé por el pasillo aproximándome ella sin verla, sin que me viera, como si durante diez años no hubiera yo sido, un miserable... Y como diez años atrás, sufrí la alucinación de que llevaba mi sombrero en la mano e iba a pasar delante de ella.
Pasé, la puerta del palco estaba abierta, y me detuve enloquecido. Como diez años antes sobre el sofá ella, Inés, tendida ahora en el diván del antepalco, sollozaba la pasión de Wagner y su felicidad deshecha.
¡Inés!.... Sentí que el destino me colocaba en un momento decisivo. ¡Diez años!... ¿Pero habían pasado? ¡No, no, Inés mía!
Y como entonces, al ver su cuerpo todo amor, sacudido por los sollozos, la llamé:
— ¡Inés!
Y como diez años antes, los sollozos redoblaron, y como entonces me respondió bajo sus brazos:
— No, no... ¡Es demasiado tarde!...
cuento
: Horacio QuirogaYo te recuerdo
Enviado por gabl
Yo te recuerdo cada mañana cuando el aroma del café recién colado impregna la pequeña cocina de mi refugio. Muy lejos quedó el amanecer cobijando nuestros cuerpos hasta que los rayos solares calentaran poco a poco la habitación.
El tiempo alejó la lluvia que veíamos caer a través del ventanal, se llevó el sonido de sus gotas al perder la forma al estrellarse en el piso.
Yo te recuerdo cuando nos sorprendió el mal tiempo paseando por la campiña y nos refugiamos bajo el ramaje de la encina. Allí te abracé, te besé por primera vez, nos besamos.
Ya no importaba si las gotas de la lluvia nos salpicaban, vivimos el momento, la eternidad de un abrazo. Cesó la lluvia y seguíamos allí. Sentados sobre el húmedo suelo, y yo detrás de ti contagiándote del calor de mi cuerpo, abrigando con mi pecho tu espalda, con mis manos tus manos.
Yo te recuerdo en las frías madrugadas sin luna, en las madrugadas que se unen con el amanecer cuando el sol despunta débilmente en el horizonte.
En cada rosa que brota del rosal y el rocío bautiza con su tenue humedad.
Así te recuerdo hoy.
gbl
20/01/2018
Derechos Reservados de Autor
romance bajo el sol
Enviado por naye
esta historia que se trata de dos enamorados que se fueron a la playa y nunca anahy imagino encontrar a un amigo de su infancia y el cual el estaba enamorado de ella y sin pensar el novio se encontró con un arquitecto y le invento a jugar golf y en la tarde le invito a que fuera a ser cenderismo el novio nunca le prestaba atención a todo lo que ella decía siempre el hablaba sobre el arquitecto sin pensar el amigo estaba presente sin pensar que se irían enamorando poco a poco y el la llevaba a muchos lugares y en esos lugares el le dio un obsequio en una noche anahy y su novio estaban en una sena romántica y el novio le propuso matrimonio y ella no lo acepto por que sentía algo por su amigo y se le presento un trabajo en taiti cuando ella le iba a decir lo que sentía ya no estaba y ella lo fue a ver donde el iba a tomar el bus para irse pero el se quedo de el bus y el próximo no tardaba en llegar y ella le confiesa lo que siente y después de un año ellos dos se casaron y fueron muy felices
El Destino Los Unió
Enviado por denesis2005
Lucia tenia 20 años, era una chica alegre , divertida . Lucia solo tenia un problema , ella no creía en el amor .
Lucia siempre acostumbraba a salir con sus amigas , un día de esos una de sus amigas le presento a un chico llamado Carlos . Carlos tenia 22 años , era un chico amable y muy divertido .. Lucia empezó a salir con Carlos , empezaron a hablar a conocerse ,, hasta que llego el día en que se expresaron sus sentimientos tonto el uno como el otro .. Carlos le pidió a Lucia que sea su novia y Lucia muy contenta acepto. Eran los novios mas felices , pasaron días felices ,días malos , días preocupados pero nada de eso los separaba por que el amor que se tenían era mas grande que cualquier pelea . Pasaron días , meses , años y ellos seguían juntos , hasta que llego el momento en el que Lucia se empezó a sentir confundida y ella decidió terminar su relación con Carlos ..........Carlos no se daba por vencido el seguía intentando reconquistar a Lucia... Pero Lucia se llego a dar cuenta que su destino era estar con carlos .. Lucia regreso con Carlos ... Ella era la mujer mas feliz junto a Carlos. Lucia y Carlos se casaron vivieron juntos por muchos y de su amor nació un fruto muy preciado para ellos ,,, eran sus hijos
EL DESTINO LOS UNIÓ Y NO LOS SEPARO
El baile de las flores.
Enviado por poesia_impro
Hoy es la noche de las bellas rosas,
Empieza la música y todas salen a bailar con sus parejas,
Pero siempre hay una que resalta entre ellas,
Es una rosa no tan hermosa,
tiene un pétalo caído ¡Que deshonra!
Todas las demás alegres bailan,
Pero ella ha sido hechas para un lado triste y desolado,
Pero esto aquí no ha quedado,
Se da cuenta de que un hermoso tulipán de ella se ha fijado,
El se le acerca mientras ella oculta su lado marchitado,
La levanta y sin darse cuenta, a la pista la ha sacado,
Ella baila con delicadeza siguiendo los suaves pasos de su pareja,
Se deja llevar tanto por el momento que se había olvidado de su lado marchitado,
En un juego inesperado, todas las mirada estaban sobre ellos, el tulipán más hermosa del jardín bailando de forma conmovedora con la rosa que se ha marchitado,
al volver en si, oculta su lado malo con otros pétalos en buen estado y se aleja rápidamente a otro lado.
El tulipán desconcertado va tras ella y la encuentra triste sobre una piedra,
ella voltea y al verlo queda totalmente paralizada,
el ce le va acercando lentamente y le da un beso,
sorprendida por lo que acaba de pasar le pregunta:
¡Entre todas las rosas blancas, rojas, bellas y hermosas. Simplemente te has fijado en la más fea y espantosa, una que carga a su con un pétalo mal oliente y marchitado! ¿Por qué?
El con voz suave, delicada y con una expresión de amor en su rostro le contesta:
Tendrás tu lado feo, tendrás una lado malo pero entre todas las rosas bellas de ti me he enamorado,
no me importan tus defectos,
más bien tus sentimientos,
no quiero que seas hermosa o fea,
solo quiero que tú corazón mío sea,
me enamore desde el primer momento en que te vi, ya sabía tus defectos, y no me importa,
ahora te hago una pregunta a tí
¿Quieres vivír una vida feliz junto a mí?
¡Si!
Atte: Poesía Improvisada
Helen
Enviado por gabl
I.-Recuerdos.
Estoy sumido en los recuerdos de aquellos días que vivimos intensamente al calor de nuestros cuerpos, abrigados por el amor que nos mantenía unidos como un solo ser.
Solamente las sábanas húmedas eran testigos mudos de nuestra fusión. Susurro tenue, frases incoherentes, dos corazones latiendo a un solo ritmo.
Nuestra hora, nuestro momento, nuestra entrega, nuestro final.
Llega el alba y con ella la realidad, el tedio, la melancolía, la sensación del abandono físico y espiritual.
Lo tangible, lo etéreo, lo utópico.
El agua fresca de la mañana se lleva de mi cuerpo la huella de tu piel, tu aroma, tus fluidos corporales se mezclan buscando escapar a través del desagüe, formando figuras caprichosas que giran arremolinadas en torno a la boca que se las traga al unísono llevándolas en un viaje sin retorno al torrente de las aguas servidas que se perderán en el mar lejano a mi lar.
II.-Dos meses antes.
Caminaba buscando un lugar para paliar el frío de esa tarde.
Entro a un bar. Solicito un trago sin hielo, decido por un escocés 8 años. Cato la bebida con la punta de la lengua, queriendo que el sabor casi seco amargo llegue a mis papilas gustativas y me incite a sorber más del contenido de aquella copa translucida que deja ver el color dorado pálido del licor.
-A medida que entraba en calor, notó una frágil figura femenina aparecer en el umbral de la puerta, a contraluz el cabello le brillaba tomando la tonalidad del trigo seco. Sus pupilas dilatadas encendieron la curiosidad y al encontrarse con su mirada el corazón aceleraba llevándolo a sentir taquicardia emotiva. Ella se ubicó a unos cuantos pasos de él, por lo que Alberto eludió su mirada escudriñadora y sólo se atrevió a verla de reojo.
1
Después de unos tragos, se atrevió a acercarse a la joven iniciando un breve diálogo. Seguro de la aceptación de su compañía, dominó la relación surgida y obligada por el ambiente reinante en el pequeño recinto. Reían e intercambiaban anécdotas de hechos pasados. Más tarde la pareja salió del local, sonreían, tomados de las manos e iniciaron una pausada caminata. Recuerda Alberto, que cada paso en su andar los incitaban a un corto intercambio de mono sílabos.
Sin llegar a concretar una conversación coherente se miraban a los ojos. Él la acariciaba sin tocarla. Bastaba hacer un recorrido imaginario e intangible por su cuerpo. Su voz lo regresó al presente.
-¿Oye, que te pasa?
-¿Donde están tus pensamientos?
-Regresa al presente!
-En mi cara se dibujó un tímido gesto de sorpresa, a la vez que balbuceé una frase casi inaudible a sus oídos.
¿Que dices?
¡-Nada!
¡Es que pensaba llevarte a mi apartamento!
-Es decir pedirte que me acompañaras a mi pequeño establo.
-Así lo denomino, porque soy un animal más en esta selva de concreto.
-Vamos, estamos cerca, es en Audubon, por la calle 185.
Ya en el calor de mi pequeño apartamento, bebíamos café, procedente de mi amada Venezuela. En el ambiente reinaba el silencio entre nosotros. Roto por la suave melodía que provenía de mi viejo aparato de CD. Una vieja canción “que porque te quiero, son mil cosas a la vez, es estar contigo es buscar tu abrigo, es un no sé qué”…(1)
2
Transcurrieron las horas, dos, tres… sentía su atracción. La abracé de repente, se sorprendió. Allí sellamos nuestra empatía con un beso repentino y deseado.
Lo cual nos sumió en un intercambio de caricias que recorrieron nuestros cuerpos desnudos iniciándose así la entrega deseada. La consumación del deseo mutuo, la fusión de nuestros cuerpos y nuestras almas. El orgasmo se hizo presente, recorriendo cada fibra de su temblorosa humanidad, dos cuerpos en reposo que se sumieron en un profundo sueño. Llegó el amanecer cargado de silencio cómplice del frío que se colaba en la cálida habitación.
El letargo fue interrumpido por un débil rayo solar que iluminó nuestros torsos y suavemente acaloraba el tálamo delator de una noche vivida de pasiones conceptuadas y ¿por qué no? alocadas.
III.-De vuelta al presente.
-De pronto el agua se torna un poco fría, devolviéndolo a la realidad.
Se apresuró en concluir el baño. Desayuna rápidamente buscando ganar tiempo para salir.
En su mente solo está la presencia, la figura, la risa de Helen que hace eco en su cerebro.
Sus encuentros se volvieron más frecuentes, era la necesidad del intercambio de una caricia, de una fusión.
Comenzó un amor apasionado, tierno, sin fronteras.
Alberto y Helen compenetraron más sus corazones, el razonamiento se perdía con las horas vividas, con la intensidad de la fuerza que les daba el tiempo para fundirse en un solo ser.
3
IV.-Un mes después.
Han pasado treinta días y la angustia se hace patética al no saber nada de ti, paso horas en el lugar que solíamos encontrarnos, te he buscado infructuosamente.
Mi mente semeja un huracán de pensamientos confusos.
-“Donde estás?
Te busco y no te encuentro.
Sólo dame una señal,
Y llegaré a ti.”
-Con estas líneas, desliza una nota debajo de la puerta del hogar de Helen. Alberto espera obtener una respuesta, una llamada. Después de un largo deambular por Canal Street y Battery Park, tomó el ferry hacia la Estatua de La Libertad. Permaneció por horas en la isla, lugar que la pareja frecuentaba y solían tomar alguna bebida caliente a orillas de las gélidas aguas del Hudson.
-Era mediado de Noviembre y oscurecía a partir de las cuatro y treinta de la tarde, la temperatura ambiente estaba a -5° C, cuando decidió regresar a Manhattan.
-El rostro de Alberto dejaba entrever tristeza, ausentismo y pesadez emocional en sus actos. La barba de días sin rasurar le estaba poblando poco a poco su tez, su piel marcaba los estragos de la brisa fría que se colaba por el resto de su cuerpo, aunado al escaso abrigo que lo cubría.
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V.-La Despedida.
Amanece otro día, el despertar cargado de incertidumbre le impide pensar lucidamente. El tono del timbre de la puerta lo saca de su modorra. Encuentra una hoja de papel de color azul, cuidadosamente doblada en dos partes.
Al leer su nombre, el corazón le palpita aceleradamente al reconocer la letra.
“Mi querido Alberto, cuando estés leyendo estas líneas yo habré emprendido el viaje de los que no regresan físicamente pero permanecen espiritualmente en los corazones de las personas que nos amaron, que nos llenaron de alegría y nos hicieron aceptar la inminente partida. Le pedí a mi amiga, que solamente una semana después de haber fallecido, hiciera llegar a tus manos esta misiva.
Cuando nos conocimos me quedaba poco tiempo de vida. Y el destino decidió alargarlo para que compartiera esos días contigo.
Compartirlos y disfrutar de la felicidad y los gratos momentos que me brindaste.
Quiero que me recuerdes sin tristeza en tu corazón, quiero que recuerdes mi presencia en tu vida como algo fugaz y que asumas que algún día nos encontraremos en el lugar que tenemos destinados los mortales cuando dejamos nuestros cuerpos. Y el espíritu se eleva en busca de la paz y la eternidad.
Gracias por esas lágrimas que se escapan de tus ojos y humedecen el papel en tus manos. Para mí es una prueba inmensa de tu amor, sonríe que así me haces feliz.
Te amaré por siempre.
Helen”.
5
VI.-El presente.
Alberto, recuerda cuando llegó a Nueva York.
A raíz de la muerte de su padre, debió viajar en compañía de su madre desde Caracas para asistir a las exequias de su progenitor. Su papá, había nacido cuarenta y tres años atrás en la isla del encanto, Puerto Rico, y desde hace veinte se radicó en Brooklyn. Sobrevivió realizando múltiples oficios y últimamente conducía un taxi que durante más de una década le brindó el sustento diario y periódicamente le mandaba algunos dólares a su hijo.
El destino le trajo a la memoria ese momento pleno de dolor; temía seguir ahondando en los días de tristeza, en la falta de su padre. Y la partida inesperada de su madre, dos años más tarde.
¡Y ahora Helen!
Alberto quedó en shock. Su mente se nubló. Se dejó caer pesadamente en su cama, mientras que las lágrimas brotaban de sus ojos, le nublaron la visión, mojaron sus mejillas hasta llegar a sus labios e inconscientemente probar el sabor salado del líquido que cada vez se hacía más copioso.
Temblorosamente se frotó los ojos. Tragó grueso, su garganta se resecaba.
De sus labios se escapó un no tan sonoro que retumbó en las paredes del pequeño apartamento que pudo haber causado algún daño auditivo de alguna persona cercana a él. Ya en horas de la tarde, muy compungido se asomó por la ventana oteando el azulado y grisáceo cielo.
Tal vez buscaba una explicación o consolación para su alma, para su mente que se había convertido en un torbellino de pensamientos inexplicables e incomprendidos para ese momento. Algo que lo regresara al presente, a la realidad, y así enfrentar el triste y doloroso trance.
6
A lo lejos, el silencio de la tarde fue roto por el eco de una melodía. Tenue pero audible prestó atención a la letra de la canción, no reconoció el intérprete.
Pero se atrevió a tararear parte de la estrofa;
… “Te extraño más que nunca y no sé qué hacer, despierto y te recuerdo al amanecer, espera otro día por vivir sin ti…” (2)
Otro día, otro despertar, otro amanecer sin Helen.
-Que pasará mañana, que hoy estoy sin ti.
PARA MI CHICA LA MARGA
Cuando Marga no está, todo es Marga.
Es Marga la pasta de mi tubo de dientes. Marga es mis orejas y las pocas ganas que hoy tengo de levantarme. Y también el vecino que me saluda y parece que diga Marga. Hoy más que nunca Marga es Argentina. Y ensalada con pechuga asada. Hoy Marga no es la siesta, porque pensando, pensando tampoco hoy me dejó dormir. Esta tarde son Marga mis piernas, que me llevan poco a poco como si fueran solas, sin contar con el resto de mi cuerpo, que, dicho sea de paso, también es de Marga. Y el agradable sonido de mis pasos en el suelo. Y mi respiración. Marga es Dostoievski. Y también Mario Benedetti y Miguel Hernández. Y mi Daniel Pennac. Esta tarde es Marga hasta Ana Rosa Quintana. Y café con leche y torta de nueces y pasas. Marga es las nueve y media y las diez menos cuarto y las diez y veinte.
Y es entonces, a eso de las diez y media, cuando Marga está, y todo lo demás no existe. Y sólo existe Marga.
cuento
: Martín Civera LópezFRACASO
Subir al tercer piso le toma cincuenta y ocho segundos. Decide terminar. Abre la puerta. Naufraga en sus ojos, color de miel.
cuento
: Felipe GarridoLlanto
Enviado por gabl
Llanto.
¿Me preguntas por qué lloro?
Te heriría si mintiera.
Si tratara de evadir respuesta alguna.
¡Déjame pensar!
Decirte que lloro de alegría, que lloro por ti.
¡No!, ya estoy mintiendo…
¿La verdad?
¡Está bien!
Lloro por la vida, por ella que me ha castigado severamente. Porque me juzgó sin comprenderme.
Sin valorar las buenas acciones, sin tomar en cuenta que cuando callaba lo hacía para no herir tus sentimientos. Que prefería verte sonreír, ver la blancura de tus dientes resaltar en contraste con tus labios carmesí, que ver tus ojos entristecer.
Que causarte dolor cuando mis mentiras, por más piadosas, no las entendieras y, que al descubrirlas siempre serían mentiras.
¡Por eso lloro!
Por amante en silencio, por tratar de que fueses feliz a costa de mi sufrimiento. Por entregarte a caricias ajenas. Por eso y por mi cobardía. Por mis temores. Por la falta de valor para tomar lo que en verdad era mío.
Sé que ocultas amargura, desilusiones, es mi culpa. Lo dicen tus ojos almendrados, lo expresas en el dejo de tu palabra.
¡Ven siéntate frente a mí!
Escucha lo que mi corazón tiene que decirte.
…ahora, que ya sabes el por qué lloro, júzgame tú también. Impón el castigo que merezcan mis acciones.
¿Cómo mitigar tu dolor?
¡Si son penas por amor!
Son heridas que no sangran, pero son heridas profundas que llevas dentro de ti.
¡Por eso también lloro!
gbl
10/04/2017
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