19 Cuentos bonitos 

el zorro y el cuervo

Enviado por dach2901  

“Había una vez un cuervo posado en la rama de un árbol, el cual había conseguido un gran y hermoso queso y lo sostenía con su pico. El olor del queso atrajo a un zorro de la zona. El inteligente zorro, ambicionando el alimento, saludó al cuervo y empezó a halagarle, admirando la hermosura de su plumaje. Asimismo, le dijo que de corresponderse su canto con la belleza de sus plumas debía ser el ave fénix. El cuervo, halagado, abrió el pico para mostrarle al zorro su voz. Sin embargo, mientras lo hacía el queso cayó al suelo, algo que el zorro aprovechó para cogerlo y huir.

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LA MUCHACHA IRAQUÍ

La muchacha iraquí me mira con sus ojos oscuros llenos de sueños. Desde su rostro añil, sonríe enigmática igual que Monalisa. Sonríe, y al final de sus labios queda, como si de una pequeña burbuja de júbilo se tratase, sólo un esqueje de moflete. La muchacha iraquí tiene la faz envuelta en un pañuelo azul que deja pasar todos los rayos de luz.

Aquellas tardes, sobre las siete, me situaba frente a ella, entre Suiza y Taiwán, en el andén de la estación del Campo de las Naciones. Aquellas tardes la veía sonreír. Parece que me preguntaba mirándome fijamente a los ojos: “¿Qué tal ha ido hoy el trabajo? ¿Eres feliz? ¿Qué piensas cuando acaricias con tu mirada la pintura de mi cara?”.

Y un día, un frío dieciséis de marzo, esperando el tren frente a ella, pensé que había cumplido cuarenta años y en el balance provisional de mi vida me faltaban muchas cosas por hacer. Ninguna tenía que ver con el dinero. No se trataba de eso. Era simplemente que no disfrutaba con mi trabajo, que en casa todo era ya monotonía, que no había logrado ninguna de las metas que me había propuesto cuando era joven: ni había escrito esos cuentos fantásticos como fiel seguidor de Poe y Maupassant, ni había aprendido a volar, ni siquiera había realizado ese programa de radio con el que soñé siempre, y para el que todo el mundo decía que había nacido. Me preguntaba si todavía tenía remedio o si debía considerarme un fracasado, un mediocre.

Justo en ese instante llegó el convoy del metro dirección Mar de Cristal. Cuando iba a montar en él, por la puerta frente a la cual la muchacha iraquí permanece fija, pude escuchar un susurro dentro de mi cabeza que me decía que necesitaba hablar conmigo. Miré a mí alrededor y no había nadie. El metro iba casi vacío. La voz dulce de niña me pedía que esperase. Quité el pié del vagón y permanecí en el andén. Cuando las puertas del tren se cerraron pude ver cómo la muchacha iraquí, envuelta en reflejos, abría la boca y me enseñaba una hilera blanquísima de dientes que formaban una sonrisa. Una verdadera sonrisa. No eres un fracasado, escuché claramente dentro de mi cabeza.

El convoy dejó la estación y me encontré de nuevo frente a la pintura. No parecía que hubiese cambiado. Seguía con su media sonrisa colgada de un bonito moflete. Intenté comunicarme con ella con la mirada pero no tenía éxito. Pensé después en la fuerza de la mente, y trasmití pensamientos de interrogación y de sorpresa, pero no lograba ninguna respuesta. Pregunté, en un susurro que evitara que las personas del andén me tomasen por loco, si era posible que me hubiese hablado y, en caso afirmativo, cómo era posible que supiese si era o no un fracasado. Tampoco obtuve respuesta. Sí sentí cómo un par de guardias jurados se colocaban tras de mí de modo inquietante. Pero no podía moverme. No era capaz de desclavar las piernas de la línea verde del andén, bajo la hilera de fluorescentes.

Los indicadores luminosos anunciaron un nuevo convoy dirección Mar de Cristal. Parpadeé repetidamente, abrí con desmesura los ojos y me pareció entonces que había alucinado. Me preocupé porque hablaba con las paredes, los murales más bellos que recordara haber visto, pero, al fin y al cabo, paredes nada más. Fue entonces, en el momento en que de nuevo el tren se interpuso entre la pintura y yo, cuando volví a escuchar su voz.
Sólo está vivo aquel que se pregunta qué más puede hacer en esta vida para ser feliz.

Podía verla a través de los cristales, bajo reflejos tornasolados que producían un efecto como el de un zootropo precursor del cine. Movía los labios muy despacio, sin quitarme los ojos de encima. Ahuecó el pañuelo en su cuello y sonrió de nuevo. El ferrocarril se paró.

Pensé, mientras la miraba, que era muy bella. Creí advertir un brillo en sus carrillos, como si mi pensamiento le hubiese producido un leve rubor.
¿Podemos comunicarnos ahora?, pregunté entre sorprendido y anhelante con el pensamiento.

Y me respondió que sí.

El tren cerró sus puertas y apreté el botón para volverlas a abrir. “¿Algún problema, caballero?”, escuché a mis espaldas. Se trataba de una voz real y cavernosa que trasmitía opresión, pero no podía responder. “¿Se siente usted bien?”, preguntó más amablemente el otro de los guardias de seguridad. No podía ni moverme.

Déjalo, dijo la voz melosa de la muchacha iraquí. Espera al próximo tren.

Desde aquel día mi vida cambió completamente. La muchacha iraquí, pintada en añil en ese mural, despertó en mí todas las posibilidades que hibernaban en el valle del olvido. Me enseñó que todo era posible, que mis sueños no sólo eran realizables, sino que eran mi motivo de vivir. Su voz se transformaba en poder de decisión. Preparé el guión de ese espacio radiofónico nocturno que me rondaba la cabeza y que todavía nadie había descubierto, lo presenté en la emisora en la que había imaginado escuchar siempre mi voz, conseguí la oportunidad de ponerlo en el aire durante ese verano y, en unos meses, dirigía y presentaba el programa revelación del que todo el mundo hablaba y que obligaba a medio país a trasnochar. Dedicaba las últimas horas de las mañanas a la lectura y las tardes a escribir esos cuentos extraños que pujaban por salir de mi cabeza. Al año siguiente logré obtener la licencia para pilotar avionetas. Tenía en esa serigrafía la chispa de mi voluntad. Cada tarde volvía para charlar un rato con ella. Se alegraba de mis éxitos, de mi felicidad. Después pasó el tiempo, cambié de ciudad y nos veíamos mucho menos. Sin embargo, ella me sonreía como el primer día y me hablaba con su voz dulce de niña.

Por fin, años después, me olvidé de ella. Hasta hace unos días.

Volvía de un viaje de promoción por Latinoamérica de mi último libro, y aterricé en Barajas. Me acompañaba mi tercera mujer. Le propuse enseñarle el mural más hermoso que conocía. Aceptó encantada, a pesar de tener que renunciar al taxi. Cogimos el metro y bajamos en la estación de Campo de las Naciones. Mientras ella recorría los andenes admirando el mural, yo me situé de nuevo frente a la muchacha iraquí. La pintura no había cambiado. Seguía con su media sonrisa y su pañuelo lleno de luz celeste. Esperé a la llegada del convoy para saludarla. Hola mi niña, mi chispa de disposición, mi alma, mi motor, me sorprendí pensando con infinita ternura. Y nada escuché. ¿Estás enfadada conmigo? pregunté. Y sólo oía mi propia respiración. El tren se marchó, y yo me quedé aterrorizado y triste a la vez. Tampoco me habló con el siguiente convoy. Ni con el otro. Mi mujer había acabado de admirar las pinturas. Nunca le había contado mi secreto, la procedencia de mi poder de decisión, el motivo por el que mi vida giró completamente. Y tampoco ese día se lo iba a contar. Salimos de la estación y cogimos un taxi hasta el hotel. Iba callado, rumiando una incipiente angustia. Preocupado. Decidí volver al día siguiente e intentar de nuevo comunicarme con la muchacha iraquí.

Llegué temprano a la estación y vi que había alguien situado frente a la puerta del vagón. Había dejado pasar el tren. Estaba clavado en el andén, como extasiado, sin despegar la mirada del panel pintado frente a él. Me coloqué a su espalda y esperé que llegase el siguiente convoy. Le observaba. Era un muchacho joven de unos veinte años, vestía ropa vaquera de un modo desaliñado y portaba bajo su brazo izquierdo una enorme carpeta de dibujo. Parecía hipnotizado. Cuando llegó el tren su rostro se tensó. Miré a través de las ventanas el rostro de la serigrafía. Permanecía inmóvil con su mueca de media sonrisa, sin embargo, el chico le decía palabras que yo no podía entender. Observé cómo se insuflaba, como le comenzaron a brillar los ojos con un reflejo acerado, como agarraba con vehemencia su cuaderno de dibujos convencido de que su musa, la que fue mía, le había convertido en el Velázquez del siglo veintiuno.

Caminé arrastrando los pies hacia la salida de la estación intentando descubrir qué significaba aquello. Los edificios modernos, de cristal de espejo, acuchillaron mis ojos con sus destellos poderosos de sol nuevo. Quedé cegado por unos instantes y caí al suelo. Alguien me ayudó a incorporarme. “Tenga cuidado, abuelo”, le oí decir. Paseé medio hundido por el parque intentando repasar los últimos años de mi vida. Había abandonado el programa de radio, colaboraba a menudo en espacios de televisión convertido en santón de la subcultura de las tertulias de la tarde y, desde la columna de un diario, desmenuzaba con ironía a la sociedad actual. Nadaba en dinero, éxito y popularidad. Quería escribir pero los continuos compromisos me lo impedían. Mi último libro no era mi último libro. Vivía de las rentas de los primeros años. Viajaba continuamente pero ya no disfrutaba de los viajes. En realidad, ya no disfrutaba de la vida. No era feliz. Pensé en lo que realmente me apetecía, en lo que de verdad quería y mi cabeza se inundó de verde y de mar, de rocío y de sal, de viento ululado y de batir de olas, de bosques húmedos con aromas a infusión de eucalipto y de conversaciones con pescadores, de paseos por los miradores y de atardeceres en la playa, de letras, de rimas, de canciones… de lentas y tristes, de melancólicas canciones de blues.

Volví a la estación con un rumor musical en la boca. Me situé frente a la imagen de la muchacha, miré fijamente y transmití proyectos de eremita. Nada me lo impedía. Buscaría en mi paraíso, un lugar apartado de la costa lucense, algo de soledad para volver a escribir, para aprender a tocar el piano y componer canciones que desnudasen almas, para cultivar dos surcos de hortalizas y para navegar, de espaldas a la realidad, sobre el mar del resto de mi vida. Sin dudarlo, en vez de dirigirme al hotel, di la vuelta para coger en la otra vía el convoy dirección al aeropuerto de Barajas. Justo antes de cerrarse las puertas llegó el tren en la otra dirección.

Bonita melodía, susurró de nuevo su voz dulce en mi cabeza bajo el jadeo neumático del tren. Miré hacia la pintura, y volví a ver relucir su amplia sonrisa tras los cristales, como una estela parpadeante de neón.

Autor del

cuento

: Alejo Carpentier

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El leñador honrado

Enviado por mitristeza  

Érase una vez, un leñador humilde y bueno, que después de trabajar todo el día en el campo, regresaba a casa a reunirse con los suyos. Por el camino, se dispuso a cruzar un puente pequeño, cuando de repente, se cayó su hacha en el río.

“¿Cómo haré ahora para trabajar y poder dar de comer a mis hijos?” exclamaba angustiado y preocupado el leñador. Entonces, ante los ojos del pobre hambre apareció desde el fondo del río una ninfa hermosa y centelleante. “No te lamentes buen hombre. Traeré devuelta tu hacha en este instante” le dijo la criatura mágica al leñador, y se sumergió rápidamente en las aguas del río.

Poco después, la ninfa reapareció con un hacha de oro para mostrarle al leñador, pero este contestó que esa no era su hacha. Nuevamente, la ninfa se sumergió en el río y trajo un hacha de plata entre sus manos. “No. Esa tampoco es mi hacha” dijo el leñador con voz penosa.

Al tercer intento de la ninfa, apareció con un hacha de hierro. “¡Esa sí es mi hacha! Muchas gracias” gritó el leñador con profunda alegría. Pero la ninfa quiso premiarlo por no haber dicho mentiras, y le dijo “Te regalaré además las dos hachas de oro y de plata por haber sido tan honrado”.

Ya ven amiguitos, siempre es bueno decir la verdad, pues en este mundo solo ganan los honestos y humildes de corazón.

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Madre Luna

Enviado por dulce_abril28  

Nació una niña en la oscuridad de la vida, pero nació en los brazos de la luna, y la madre luna le brindo ternura, y la madre luna le brindo su amor.

Aquella niña creció llorando penas del corazón, creció muy sola en medio de un mundo cruel que la despreció año tras año.

Y así creció la niña
preguntando qué sucedió, la niña tierna, la niña buena creció pensando en el amor, creyendo siempre en que algún día ese sentimiento tocaría las puertas de su corazón.

La madre luna la arruyó en sus brazos y con ternura besó su frente, madre luna dulce e
inquietante bañó su rostro con luz brillante.

Aquella niña ¿de dónde viene, cuál es su principio, cuál es su final? Niña tranquila de tez muy blanca, cuál luz de luna, llena de mil nostalgias, se siente sola, calle de día calle de noche,
calles cobardes, si, por la cobardía de vivir
en la pena y en angustia año tras año.

Madre luna fue con ternura su compañía en el dolor, siempre la niña con su mirada ausente esperaba, siempre los destellos de su calor.

Miedo y angustia fue su refugio, la tibieza de madre luna, la esperanza en los destellos que le brindaba todo su amor.

Y ahora sonríe la niña amada, el dulce amor llenó su alma, le trajo paz, alegría y gozo aquel encuentro que ella esperó.

¿Qué es? un hombre
lleno de encantos o un ángel bueno que la madre luna desde su altura a ella envió.

Madre luna compañera, amiga fiel, luna suave, sutil y generosa, sí, madre luna, a ésa  niña le dio su amor.
Copyright©DerechosReservados

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El niño y la luz

Enviado por miigueloso02  

En un pequeño y lejano pueblo de China vivía un niño llamado Kang. Sus padres eran unos campesinos muy pobres así que los tres trataban de salir adelante como podían y sin poder permitirse ningún tipo de lujo. Tenían algo de comida y un techo bajo el que dormir, nada más.

El matrimonio soñaba con que algún día su hijo Kang pudiera estudiar. Ambos tenían muy claro que no querían para él la vida que ellos llevaban y aspiraban a que tuviera un futuro más prometedor en la ciudad.

Kang, consciente de esto, era un chico bueno, aplicado, inteligente y estudioso, pero cada día se encontraba con un problema que le ponía las cosas todavía más difíciles. Durante el día ayudaba a sus padres en las labores del campo, y cuando quería ponerse a estudiar, ya era de noche. Esto resultaba un gran inconveniente para él porque en su cabaña de madera no había luz artificial.

Estaba desesperado ¡Quería estudiar y sin luz no podía leer! Deseaba aprobar los exámenes de la escuela y con los años poder ir a la universidad, pero mejorar su educación a oscuras era totalmente imposible.

Un año llegó el crudo invierno y una noche se asomó a la ventana para ver el fabuloso paisaje nevado. Estaba ensimismado cuando se dio cuenta de que la nieve emitía una luz blanca muy tenue, muy bella pero casi imperceptible.

Kang, que era un muchacho muy listo, decidió aprovechar esa pequeña oportunidad que le brindaba la naturaleza. Se puso un viejo abrigo, se calzó sus estropeadas botas de cuero, cogió el material del colegio, y salió de la habitación caminando muy despacito para no hacer ruido.

La capa de nieve era muy espesa pero, a pesar de todo, se tumbó sobre ella. Abrió uno de sus libros y gracias a la luz blanquecina que reflejaba la nieve pudo leer y aprovechar para aprender. El frío era infernal y sus manos estaban tan congeladas que casi no podía pasar las páginas, mas no le importaba porque sentía que merecía la pena el esfuerzo. Permaneció allí toda la noche y como ésa, todas las noches del invierno.

El tiempo pasó rápidamente y un día los rayos de sol de la recién llegada primavera derritieron la nieve. El pobre Kang observó con lágrimas en los ojos cómo su única oportunidad de poder estudiar se disolvía ante sus ojos sin remedio.

Después de cenar se acostó pero debido a la preocupación no pudo dormir. Harto de dar vueltas y más vueltas en la cama decidió salir a dar un paseo por el bosque en el que había pasado tantas horas en vela.

¡La visión que tuvo fue increíble! Contempló emocionado cómo la primavera se había llevado la nieve, sí, pero a cambio había traído un montón de luciérnagas que iluminaban y embellecían las cálidas noches de marzo.

Se quedó un rato pasmado ante el hermoso espectáculo y de repente, tuvo una nueva gran idea. Entró corriendo a su cuarto, cogió los libros y regresó al bosque. Se sentó bajo un árbol de tronco enorme y dejó que las luciérnagas se acercasen a él.

¡Bravo! ¡Su luz era suficiente para poder leer! ¡Se sintió tan feliz! …

Una noche tras otra repitió la misma operación y estudió bajo la brillante luz de los amigables bichitos. Gracias a eso pudo aumentar sus conocimientos y avanzar muchísimo en sus estudios. El chico era pobre y no tenía recursos, pero gracias a su sacrificio, esfuerzo y voluntad, consiguió superar una barrera que parecía insalvable.

Durante años estudió sobre la nieve en invierno y con ayuda de las luciérnagas en los meses de primavera y verano. El resultado fue que consiguió superar todas las pruebas y exámenes de la escuela con calificaciones brillantes.

Al llegar a la mayoría de edad entró en la universidad y llegó a convertirse en un hombre sabio y adinerado que logró sacar a su familia de la pobreza. La vida le recompensó.

Esta preciosa historia nos enseña que nunca hay que venirse abajo ante las dificultades. Con ilusión y esfuerzo casi todo se puede lograr. Vence los obstáculos y lucha por tus sueños. La vida te recompensará igual que al bueno de Kang.


(c) CRISTINA RODRÍGUEZ LOMBA

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Meditación.

Enviado por gabl  

Hay lugares donde reina el silencio y se convierten en un don divino que te permite escuchar el paso de la brisa, el trinar de los pájaros, el vuelo de las mariposas. Percibir los latidos del corazón, tu respiración, y puedes ver a lo lejos la ciudad sin que el ruido que ella genera te perturbe. Así las horas irán cayendo a medida que el ocaso va cubriendo el horizonte dando paso a la noche. Será la luz de la luna que ilumine las cimas de las montañas y parecerá que encendieran tenues luces dándole un aire de soledad donde tu compañía serán tus emociones y el pensamiento de lo que dejaste en el pasado.

gbl
07/12/2017
Derechos Reservados de Autor

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La niña de la trenzas mágicas

Enviado por mayte78  

Había una niña, que vivía,…. en un lugar lejos de la ciudad…. Donde las estrellas por la noche, se podían contar…. La niña tenía unos hermosos ojos, que le brillaban como la luz, de color del arco iris… y tenía el pelo muy largo,… de color negro, como el azabache.
Su abuela se lo peinaba todas las mañanas, al levantarse, para ir al colegio,… le hacía unas hermosas trenzas que adornaba con unos grandes lazos de colores.
…. Y ponía tanto Amor cuando peinaba a su nieta… que las Hadas de aquel lugar, hicieron que las trenzas, se le volvieran mágicas…. Con el deseo… que ayudara a todo el mundo. Pero este secreto solo, lo sabían las hadas, y la abuela de la niña.
La niña tenía un gran corazón, y ayudaba a todo el mundo que lo necesitaba….
Un día cuando iba al colegio, vio en el cielo una gran águila, que parecía jugar con ella…
cuando la niña se dio cuenta de ello, empezó a jugar con el águila… y siempre, la encontraba rápidamente….hasta que un día, se acercó y le dijo, que se subiera en sus alas, para darle una vuelta, por el aire…
La niña disfrutó mucho, al ver el mundo desde el cielo lo bonito que era.
Pero también … Vio y sintió, ... la necesidad de poder ayudar a los demás, … quitando la pobreza en el mundo, que no hubiera personas en soledad, que no existiera la tristeza, ni tampoco existieran las guerras, ni existiera el hambre, ni tampoco el dolor…. Y la niña, tan solo con pedir el deseo ,... las hadas… y su abuela, se lo hacían realidad…, por ello buscaron a esta niña,… de gran corazón,…

La niña de las trenzas mágicas, de color del arco iris… Y cada vez, que se hacía un deseo realidad…. el águila desde el cielo, se lo hacía de ver, … a la niña, con una señal…. enviándole una lluvia de estrellas doradas… a su alrededor....Y en sus trenzas aparecía, un arco iris.


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La cigarra y la hormiga

Enviado por dach2901  

“Había una vez, un caluroso verano, una cigarra que a la sombre de un árbol no dejaba de cantar, disfrutando del sol y sin querer trabajar. Pasó por allí su vecina, una hormiga la cual se encontraba trabajando y llevando a cuestas alimentos para su hogar. La cigarra le ofreció descansar junto a ella mientras le cantaba. La hormiga le respondió que en vez de divertirse debería empezar a reunir alimentos para el invierno, a lo que la cigarra no hizo caso y continuó divirtiéndose.

Pero pasó el tiempo y llegó el frío del invierno. La cigarra se encontró de pronto con frío, sin sitio a donde ir y sin nada que comer. Hambrienta, se acercó a casa la hormiga para pedirle ayuda, dado que ella tenía comida abundante. La hormiga le respondió que qué había estado haciendo la cigarra mientras ella pasaba largas horas trabajando. La cigarra respondió que cantaba y bailaba bajo el Sol. La hormiga le dijo que dado que eso hizo, eso hiciera ahora durante el invierno, cerrando la puerta”.

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Luna Llanera

Enviado por gabl  


La luna enciende su luz refulgente en el cielo, con timidez de nueva estrella va asomando su blanca cara, como copos de nieve, por entre oscuras nubes, como cortinas nocturnas queriéndola opacar.
Selene se posesiona del cielo acompañada de la Osa mayor y otras estrellas y constelaciones. En instantes las montañas, las copas de los grandes árboles y los campos se iluminan por el blanco fulgor como halo misterioso que pareciera flotar entre la espesura del paraje poblado de pequeños árboles y matorrales.
Desde mi cabalgadura oteo el horizonte que se aproxima hacia mí debido al raudo galope del noble animal.
La noche que apenas comienza se muestra fría. Lo que hace brotar de la vegetación vapores que forman figuras que solo la imaginación le da formas caprichosas, que a algunos lugareños y visitantes les eriza la piel.
En estas tierras, los llaneros son expertos en inventar leyendas y muchas de ellas pasan de generación en generación y forman parte del folclore rural. En algunas ocasiones tratan de infundir miedo al cauto oyente.
Crecí entre historias o relatos que con el tiempo entre el paso de la pubertad a la madurez fui perdiendo el miedo a ellas. Pero confieso, que evito cabalgar cuando cae la noche y aún me encuentro en el solitario camino que dista desde la ciudad hasta mi pequeña hato ubicado en medio de tierras bajas que se unen con la elevación natural del terreno que forman el collado.
Siento un poco de temor cuando el viento se cuela en medio de la maleza y los pequeños árboles y emite un clásico sonido que me recuerda la leyenda del Silbón.
gbl
26/10/2017
Derechos Reservados de Autor


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