GUAGÜI XXX RELATO LIBRE DE... 

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16 Diciembre 2022, 01:29

GUAGÜI
XXX
Relato libre de una historia verídica

Don Manuel escuchó con mucha atención cuando le contaron que uno de los hijos de su vecino se había cambiado de colegio y que ese cambio había sido totalmente exitoso.
Y aunque esta nueva escuela les quedaba a sus hijos a casi 8 kilómetros de distancia, terminó enviándolos allá.
Le compró a cada uno una bicicleta y a estudiar sea dicho. Y los otros vecinos que pasaban frente a su casa igual hicieron lo mismo, formándose un buen grupo que viajaba diariamente y se cuidaban unos a otros.
Pero en el transcurso del año, varios sucesos fueron minando su entusiasmo: Que un neumático está pinchado, que éste me sacó la bicicleta sin permiso, que la lluvia, que el barro, la escarcha o la inclinada subida del Caracol.
Así que cuando escuchó que, en la ciudad de Radal, una de las escuelas abriría un Hogar para niños campesinos, no tuvo ninguna duda que era allá donde debían ir. La distancia era similar, pero tenía varias ventajas, como, por ejemplo, el trayecto era mucho más amigable, su barrio desde niño chico. Incluso sus mismos padres vivían hacia allá. Y ahora que el Benjamín, su hijo más pequeño debía ingresar al primero básico, qué mejor que evitarle andar para arriba y para abajo, arriesgando algún accidente o alguna enfermedad.
Los fue a matricular y los niños comenzaron en el tiempo debido, su nuevo año escolar: Los lunes en la mañana cruzaban el Río Allipén por la pasarela peatonal, dejaban encargadas sus bicicletas donde un amigo, estaban internos toda la semana y, los viernes por la tarde regresaban a su casa. Todo marchaba bien.
Y otros niños se sumaron a los viajeros hasta formar un grupo de siete en total. Los aprendizajes iban bien y las calificaciones también. Los niños respondían adecuadamente a los esfuerzos que sus padres hacían.
Pero no todo puede ser perfecto por todo el tiempo. Llegó la lluvia y se llevó la pasarela.
Todo se arregló, sin embargo. Un vecino proporcionó un bote y los niños remaban ellos mismos. Ahora era obligatorio cruzar todos juntos. Los que llegaban primero esperaban hasta que todos llegaran y se daban ruidosas señales mediante gritos para indicar la ubicación de cada cual.
Y así se solucionó la falta de pasarela. Las bicicletas ahora quedaban encargadas al sur del río y allí, cada uno pasaba a retirar la suya. Los tres hermanitos San Juan, los tres hijos de don Manuel y el Dago, que era el más grande de todos, que siempre tenía una broma que hacer o una taya que contar para hacerlos reír a todos. Claro que había veces que se le pasaba la mano y tocaba soportarlo no más. Desde el río al colegio habría unos ochocientos metros, pero el trayecto se hacía supercorto.
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Es mañana de lunes y los hijos de Don Manuel se preparan para viajar: El Benja, parece que está con pocos deseos porque hace rato que insiste en lo mismo:
-¿Y la Nana no va a ir?-
-Tu hermana está enferma. Ira a clases cuando mejore.
Y se fueron solos el Guagüi y su hermano pequeño.
Todos los demás llegaron puntuales, vivían bastante más cerca del río. Subieron y cruzaron. Ya del otro lado, aseguraron el bote convenientemente, atándolo a un árbol de la orilla. Los remos, adentro del bote, si alguien quería ocuparlo, podía hacerlo sin problemas, con la única condición que debía devolverlo al lugar donde estaba. Alguien había dicho “El que va, vuelve”.
Pero, el martes comenzó la lluvia, el miércoles fue un aguacero y el jueves también. El viernes amaneció con algunas nubadas, pero habían pasado cuando, cumplidas las clases, era hora que todos los estudiantes volvieran a su hogar.
Y los seis niños juntos volvieron a recorrer el camino acostumbrado, bromeando y riendo. Sintiéndose feliz. Felices con la perspectiva de volver a sus casas.
Pero al llegar al río, se encontraron que se había llenado hasta arriba. No sería necesario arrastrar el bote sobre las piedras como otras veces lo hacían, estaba flotando sobre el agua y listo para subir en él. Nadie hizo algún comentario respecto de tener miedo o que podía ser peligroso. Y la otra opción era dar la vuelta al puente sobre la Ruta a Villarrica y eso significaba por lo mínimo unos cuarenta kilómetros más. Y no se había acordado que alguien los viniese a encontrar. Además, estaba la cuestión de las bicicletas, que quedarían demasiado lejos, si daban esa vuelta tan larga.
Y subieron:
El Guagüi a los remos, Dago al final y los demás sentados de a dos en la parte delantera. El agua corría rápida, se podían ver algunos objetos que bajaban veloz: Ramas pequeñas, manchas de espumas y algunas líneas que suelen formarse comúnmente.
Guagüi remaba vigorosamente. El bote se desplazaba hacia el sur, pero también lo hacía río abajo, mucho más que en otras ocasiones. Ya en la mitad de su curso, al Dago se le ocurre hacer una broma para asustar a los más pequeños. O talvez, la traía pensada de antemano:
Puso cada una de sus manos sobre las barandas del bote y comenzó a hacer fuerza alternada con cada uno de sus brazos, haciendo que el bote se balanceara al ritmo de sus movimientos. Cuando alguien gritó y lo miró asustado, en lugar de detenerse, aplicó mayor fuerza.
Pero algo falló.
Quizá empujó demasiado fuerte y hacia el lado equivocado o vino una ola o todos los niños se cargaron para un solo lado.
El bote volcó y todos los niños cayeron al agua.
Benjamín se ahogó en seguida, no sabía nadar. Cero posibilidad de poder salvarse.
El más pequeño de los niños San Juan, buscando salvarse, se abrazó a uno de sus hermanos, al que tenía más cerca. Fue un abrazo mortal. El chico murió porque no sabía nadar. Y su hermano porque el chico lo abrazó. No pudo con el peso de otro cuerpo colgado de él.
Dago barajó sus posibilidades con calma. Entendió que no debía lucharle a la corriente. Mientras no se cansara, podía salvarse. Se dejó llevar por la corriente, mientras se iba orillando de a poco. Salió más de cuatrocientos metros más abajo. Pero salvó su vida.
Guigüi y José, el mayor de los hermanos hicieron causa común, se mantuvieron juntos y fueron poco a poco acercándose a la orilla.
-¿Estás cansado?-
-Un poco. Y tú-.
-Yo, sí. Bastante-.
-¿Y no sabes bracear?-.
-Solo se nadar a lo perrito, no más-.
-¡Mira!- Dijo Guagüi. –Acabo de golpear una mata. Esta debe ser la orilla del río cuando no está de avenida.
-Ánimo, amigo, ya queda poco-.
Y en la nueva ribera del río había una especie de canal por donde las aguas bajaban con más fuerza. Guagüi llegó primero y, alzándose lo más que podía, pudo aferrarse una rama de aromo que sobresalía a menos de un metro sobre el agua. José, que venía unos metros más abajo, también hizo lo mismo. Su rama, más corta y más delgada, se estiro primero y luego se quebró desprendiéndose de su árbol. Y el niño se fue río abajo, sujeto a su rama. Ni un grito, ni un manotazo, ni un solo intento más. Como si ese gancho quebrado lo hubiera derrotado y decidió entregar su vida. Pudo verse un momento como se iba hundiendo de a poco. Después de eso, sólo la rama. Una rama que fue a la deriva río abajo. Y pudo seguirse viendo todavía. Hasta que perdió toda importancia. O su importancia se volvió terriblemente relativa.
Guagüi, aferrado a su rama, con todas sus fuerzas. Ahora pudo dimensionar lo cansado que estaba. Y como un gimnasta en su barra, fue acortando la distancia hasta llegar al troco del árbol.
Se había salvado.
Miró el trayecto que había concluido. Una empresa difícil. Pero ahora le quedaba una más difícil aún. Contar lo ocurrido. Y él era el único que podía contar la verdad, sin tener la necesidad de tergiversarla.
El suceso fue noticia nacional. La Cecilia leyó en su noticiero “Tragedia en el Río Allifen”. Así, con “f”y todo.
Y vinieron las instituciones. Y los vecinos y familiares, rastrearon las aguas en busca de los cuerpos. Semanas enteras de ir y venir, subir y bajar.
Entonces, un cuerpo fue encontrado: José
Y su hogar se llenó de dolor y los llantos desgarraban el alma, las lágrimas caían a mares. Un dolor más grande que la distancia de la casa al cementerio donde el cuerpo quedó.
Y cuando parecía que no quedaba más llanto, que se habían gastado las cuencas del dolor, apareció el otro cuerpo.
Y de nuevo a vivir lo ya vivido. El duelo, las lágrimas, el amargo llanto de un hogar ahora sin niños.
Don Manuel, también se fue al río. Se consiguió un bote y los aperos necesarios. Y tres meses se mantuvo así. Con la viva esperanza de encontrar el cuerpo de su hijo perdido. Como que toda su esperanza era poder llevarlo a casa, sentía que era necesario tenerlo, para que sea el mudo testigo del dolor de toda la familia. Estaba tan ocupado en esa empresa, que no se daba el tiempo de felicitar a su hijo Guagüi por el tremendo heroísmo de poderse salvar. Ni, tampoco, de agradecer a Dios por tener la oportunidad de seguir abrazando a su hija, que se había salvado en forma tal original: Su enfermedad le salvó la vida.
Y poco a poco su entereza se fue desgastando, hasta que se rindió al fin. Sería el río un inmenso camposanto que albergara al más pequeño de sus hijos.
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Muchos kilómetros río abajo, más allá de tres ciudades y tres puentes, de botes, pescadores y peces, un señor lleva sus vacas a tomar agua. En eso estaba cuando vio dos pequeños cuerpos flotando semisumergidos arrastrados por la corriente. Y gritó pidiendo ayuda, los persiguió un buen trecho por la orilla. Nadie escuchó su llamada. Se sintió tentado de lanzarse al río para poder rescatarlos. Es decir, rescatar uno, pues, mientras tanto, el otro habría seguido avanzando. Entonces pensó, ¿estará bien arriesgar la vida, para salvar… un cadáver?
Y dejó que fueran las aguas las que actuaran. En su inmensa sabiduría milenaria, ellas sabrían resolver en forma adecuada.
>>>
Años después, el Dago, hombre adulto, pero joven, fue a Radal como tantas otras veces. Se entretuvo viendo fútbol y compartió con sus amigos alrededor de unas cervezas. Ya de noche, montó su caballo y partió para su casa.
Algo ocurrió dentro del río.
Talvez su caballo tropezó con una roca instalada bien al fondo. O había una zanja y pisó en ella. O se asustó ante un gran pescado que pasó nadando río arriba.
Nunca se sabrá.
Pero Dago cayó al río en su parte más profunda. Y la manta que llevaba, o las espuelas, las cervezas que había tomado, le impidieron desempeñarse con la eficacia necesaria. Necesitó respirar, pero sólo tragó agua. Y su cuerpo se fue al fondo. Tomó un último impulso, vio hacia arriba un cielo negro cuajado de estrellas, y a su frente las oscuras formas de las matas de la orilla y los confines de esa tierra…
Y eso fue lo último que vio.
La muerte está vez sí pudo. Vino a llevarse uno más. Vino a un lugar que siempre había sido muy propicio.

FIN
23 03 20
Autor: Bertoldo Herrera Gitterman

Copiado del borrador del Texto “Cuentos y Relatos”, impreso por Editorial Igneo, página 154

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