El secreto de Saúl
1 Febrero 2020, 13:34
Saúl era un niño que vivía rodeado de comodidades y privilegios. Su padre era un experto cirujano y su madre una escritora de éxito, así que la familia residía en una enorme casa con jardín, piscina y un garaje en el que dormían dos coches de alta gama. A sus once años no le faltaba de nada: vestía a la última moda, tenía un cuarto privado repleto de juegos, y en la pared de su dormitorio colgaba una televisión tan grande que más bien parecía una pantalla de cine.
A pesar de su gran fortuna, Saúl se pasaba el día con el ceño fruncido y mostrando una actitud tan apática que daba la sensación de estar enfadado con el mundo. Últimamente no soportaba madrugar y odiaba tener que ir al colegio cinco días por semana, sobre todo porque su profesor le parecía un señor insoportable y cada vez hablaba menos con sus compañeros de aula. ¿Para qué fingir que sus temas de conversación le parecían interesantes?… Por si esto fuera poco, ni una sola asignatura atraía su atención. Malgastaba el tiempo mirando a las musarañas y abriendo la boca para soltar ruidosos bostezos cada dos por tres.
Si hacía buen tiempo, cuando a las tres terminaba la jornada escolar, Saúl cruzaba la calle cargado con su mochila y caminaba un corto trecho hasta llegar al Parque de los Almendros. Era su lugar favorito para desconectar de los problemas de matemáticas y la larga lista de capitales de países que le obligaban a memorizar. Una vez allí, solía sentarse en un banco de madera desde el cual podía contemplar una panorámica preciosa de la arboleda y del lago con forma de corazón donde siempre chapoteaban unas cuantas familias de patitos.
Sucedió que, una de esas tardes, se acercó a su banco habitual, tomó asiento, y al mirar al frente descubrió que a pocos metros habían colocado una estatua de mármol blanco. Le llamó mucho la atención, pues representaba la figura de un niño de su edad, descalzo y cubierto de harapos, que parecía mirarle fijamente.
– ¡Qué estatua tan deprimente! Podían haber puesto la figura de un príncipe o una diosa romana en vez de la de un andrajoso mendigo.
Según pronunció estas palabras, escuchó una voz infantil.
– ¿De verdad crees que solo soy un trozo de piedra al que un escultor ha dado forma?
Saúl dio un respingo y su corazón empezó a latir a toda velocidad. Tras unos segundos de desconcierto, se abanicó con la palma de la mano y trató de recomponerse. ¡El calor de esos primeros días de verano le estaba haciendo delirar!
– ¡Qué susto! Por un momento pensé que la estatua me estaba hablando. ¡Será mejor que me vaya!
Se estaba poniendo en pie cuando volvió a escuchar la misma voz.
– Sí, te hablaba a ti. ¡Aguarda, por favor!
Saúl miró de izquierda a derecha por si algún paseante había oído lo mismo que él, pero sorprendentemente nadie parecía percatarse de nada. Atemorizado, anduvo unos pasos y se situó junto a la escultura anclada al pequeño pedestal. A simple vista calculó que el chico de piedra tenía su misma edad y estatura, pero cuando lo miró con más detenimiento se estremeció porque se parecía muchísimo a él: la misma forma ovalada del rostro, los ojos rasgados, la nariz respingona heredada de su abuelo… ¡Era una réplica casi perfecta de sí mismo!
– ¡¿Pero qué está pasando aquí?!
Se le ocurrió que quizá todo era parte de un programa de televisión de esos que gastan bromas pesadas a la gente que va tan tranquila por la calle, así que se fijó en los árboles cercanos por si entre las ramas localizaba alguna cámara oculta. No vio nada extraño y se le erizó la piel. La situación comenzaba a producirle pavor.
– No te preocupes, no estás loco. Por increíble que parezca, me estoy comunicando contigo y solamente tú puedes escucharme. Tócame, que te prometo que soy completamente inofensiva.
Saúl obedeció. Aparentemente la estatua era como otra cualquiera: dura, fría e impasible, pero la escuchaba hablar como si fuera un humano de carne y hueso. ¿Cómo era posible? ¿Utilizaba un sistema de telepatía? ¿Alguien la dirigía desde una torre de control? ¡Estaba tan perplejo que ya no era capaz de distinguir si las palabras le entraban por las orejas o iban directamente a su cerebro!
– ¿Quién eres?… ¿Quién te ha fabricado y por qué te pareces a mí?
– La historia es muy larga de contar, pero para resumir te diré que soy el resultado de un impresionante experimento científico.
A Saúl empezaron a temblarle las piernas como flanes y se puso tan nervioso que creyó que iba a desmayarse.
– ¿Un experimento? ¿Cómo esos que salen en las pelis de ciencia ficción?
– ¡Exacto, has dado en el clavo!
Su cara se desencajó y notó que el sudor le caía a chorros por el cuello.
– No tienes nada que temer; lo entenderás en cuanto te lo explique.
– ¡Pues no sé a qué estás esperando!
– Un grupo de expertos lleva años trabajando en un importante centro de investigación de esta ciudad con un objetivo: lograr que todos los niños que viven aquí sean felices.
Saúl suspiró profundamente.
– ¡Ah, vale, eso no parece peligroso!
– No, no lo es, pero se requieren muchos años de trabajo para desarrollar un proyecto tan complejo.
– ¡Ah! ¿Sí?
– ¡Ni te lo imaginas! Han colaborado decenas de especialistas y se ha invertido muchísimo dinero en la tecnología más avanzada que existe. Por suerte, todo ha salido a las mil maravillas y los resultados están siendo inmejorables.
A Saúl la historia le sonaba a pura fantasía, pero estaba tan intrigado que no podía dejar de escucharla.
– Lo primero que han tenido que hacer es instalar un sistema de radares especiales en todos los barrios de la ciudad.
– ¿Radares?… ¿Para qué?
– Para detectar las emociones de las personas desde que nacen hasta el día que comienzan su vida adulta, es decir, durante toda la infancia y adolescencia. Si algún radar registra que algún niño o joven necesita ayuda, el centro de investigación pone en marcha el Plan de Rescate Emocional.
– ¿El plan de rescate qué?
– De rescate emocional. No te preocupes, se trata de algo muy sencillo: estudian el problema para saber por qué es infeliz, y el laboratorio diseña un tratamiento a medida para acabar con su tristeza.
Saúl estaba completamente alucinado, como si estuviera dentro de una película futurista o se hubiera adelantado quinientos años en el tiempo.
– ¿Y qué es lo que hacen exactamente? ¿Te pinchan con jeringas gigantes? ¿Te meten en cabinas para recibir ondas de choque? ¿Te rodean la cabeza con cables y te conectan a un generador eléctrico?
– ¡Ja, ja, ja! ¡Qué va! ¡Menudas ocurrencias tienes! Los métodos para sanar emociones son muy variados y ninguno duele ni nada parecido. En tu caso, han decidido fabricar una estatua con tus rasgos utilizando una impresora 3D y un dispositivo de sonido de última generación. O sea… ¡yo!
Saúl se sintió ofendido.
– ¿En mi caso? ¿Qué quieres decir con eso?
– Pues que he venido para ayudarte. ¡Me han diseñado exclusivamente para ti!
– ¡¿Qué?!
– Lo que oyes. Estoy aquí para tener una charla contigo porque soy tu medicina emocional.
El chaval se indignó, y con cierto desprecio, miró a la estatua de arriba abajo.
– ¡Qué bobadas dices, yo no necesito ayuda! Además, tú no eres mi otro yo. Vale, te pareces a mí físicamente, pero vas con ropa vieja, no llevas zapatos…
La estatua puso en marcha el tratamiento especial, que como ya habrás adivinado, consistía en hacerle pensar.
– Sí, tienes razón. Soy una versión un poco diferente de ti. Digamos que represento lo que podrías haber sido tú si no hubieras nacido en una familia rica y de buena posición. ¿Alguna vez has pensado cómo sería vivir en un barrio pobre, en una casa sin agua ni calefacción? ¿Te imaginas tu vida sin chocolate, sin tu reproductor de audio digital o sin esas zapatillas tan modernas que calzas?
Saúl fue sincero.
– No, la verdad es que no.
– Pues muchos chicos de tu edad viven con muy poco, yo diría que con casi nada, en muchísimos lugares del mundo. De hecho, no hace falta salir de nuestra ciudad para encontrarlos.
El muchacho se encogió de hombros.
– Ya, pero yo no tengo la culpa de eso.
La estatua le dio la razón.
– ¡Desde luego que no! Nadie elige dónde nace y hay personas con más suerte que otras desde la cuna, pero todos tenemos la capacidad de cambiar ciertas cosas haciendo un pequeño esfuerzo.
– Ya, bueno, si tú lo dices…
– Nuestros radares han detectado que tú, teniéndolo todo, padeces una gran insatisfacción.
Saúl sintió mucho agobio, pero el chico de piedra fue contundente.
– Sé sincero contigo mismo: tienes tanto que te sientes abrumado y no disfrutas de casi nada. Deberías ser muy feliz y, sin embargo, te pasas el día refunfuñando y comportándote de manera inapropiada.
Por alguna razón, el niño tuvo ganas de desahogarse con ese extraño compañero de conversación.
– Sí, últimamente todo me aburre y no me apetece hacer nada.
– ¡Bravo, reconocerlo ya es un paso! ¿Por qué crees que te sucede algo así?
– No lo sé, de verdad que no lo sé.
– Estás afligido, desganado, y estar mal contigo mismo también te aleja de la gente. Sé que ya no te queda más que un buen amigo.
Saúl estaba a punto de echarse a llorar.
– Sí, se llama Jorge, pero no le veo mucho últimamente. No me extraña, a veces resulto insoportable.
– ¿Ves cómo van saliendo las cosas? Tú lo que necesitas es recobrar la ilusión. Cierra los ojos y, durante unos segundos, piensa en algo que te haría feliz.
El niño obedeció y se puso a reflexionar.
– Pues me conformaría con menos cosas materiales a cambio de estar más con Jorge, como en los viejos tiempos.
La estatua verificó todos los datos recibidos, activó su chip solucionador de problemas y, automáticamente, obtuvo una receta personalizada para Saúl:
– Mi propuesta es la siguiente: ¿Por qué no sugieres a tu amigo que te ayude a seleccionar todos esos juguetes que ya no usas? Seguro que la mayoría están casi nuevos y otros niños los podrán aprovechar. Cuando hayáis llenado unas cuantas bolsas, tus padres te recomendarán a dónde llevarlos. ¡Esa experiencia hará que te sientas muchísimo mejor contigo mismo y te enseñará a valorar lo que tienes!
– No es mala idea…
– ¡Misión cumplida! Hasta siempre, mi querido doble humano.
Y, de repente, sucedió algo asombroso: la estatua, que hasta ese momento no se había movido porque lógicamente las estatuas nunca se mueven, le guiñó un ojo y se esfumó. Despareció de su vista como si jamás hubiera existido.
A Saúl casi se le corta la respiración. Allí estaba él, parado en medio del parque, preguntándose si todo había sido un sueño, una alucinación, o simplemente se estaba volviendo majareta. En cualquier caso, tuvo la sensación de que en su interior algo había cambiado, como si se hubiera encendido una lucecita al final de un oscuro túnel.
Se fue corriendo a casa, llamó por teléfono a su amigo Jorge y le contó lo que tenía pensado hacer.
– ¿Te apetece ayudarme, amigo?
– ¡Cuenta conmigo, voy para allá!
Media hora después, los dos niños se pusieron a abrir armarios y a seleccionar muñecos, juegos, puzles… Un montón de cosas más que llevaban años olvidadas en los cajones. Lo metieron todo en bolsas y después fueron al porche de la entrada. Saúl quería pedir consejo a su padre.
– Papá, quiero donar muchos de mis juguetes. ¿Podrías acercarnos a algún lugar donde los necesiten de verdad?
El hombre, que estaba tumbado en una hamaca leyendo una novela, respondió entusiasmado:
– ¡Claro que sí! Conozco el sitio perfecto.
Echó un vistazo a su reloj de muñeca.
– Si mis cálculos no fallan, ahora mismo está abierto. Creo que nos dará tiempo. ¡Vamos!
Se dieron prisa en cargar el maletero del coche y acudieron a la sede de una ONG que se dedicaba a recoger juguetes de segunda mano. Germán, el director, les recibió con los brazos abiertos.
– ¡Gracias por vuestra visita! Es fantástico que vengáis a conocer nuestras instalaciones y que tengáis tantas ganas de aportar vuestro granito de arena.
Saúl estaba contentísimo.
– Mi amigo Jorge y yo hemos juntado más de treinta juguetes y mogollón de libros, pero me gustaría saber cuál será su destino.
Germán, encantado, se lo aclaró:
– Una parte se repartirá por diferentes hospitales para que los niños enfermos puedan entretenerse durante el tiempo que estén ingresados. ¡No os imagináis cuánto les beneficia y ayuda a superar los malos momentos!
Saúl y Jorge aplaudieron entusiasmados.
– Y la otra se regalará a familias desfavorecidas que no tienen suficiente dinero para comprar a sus hijos ni un simple muñeco de trapo. Para muchos pequeños recibir uno de estos juguetes será uno de los días más emocionantes de su vida, os lo aseguro.
Saúl tuvo que hacer un gran esfuerzo para no ponerse a llorar, desbordado por la emoción.
– ¡Por favor, por favor, llévaselos cuanto antes!
Germán se rio.
– ¡No te preocupes! Mañana mismo una furgoneta de la organización se encargará de que todos lleguen a su destino en perfectas condiciones.
Saúl y Jorge se abrazaron. Acababan de hacer algo realmente bonito por los demás y los dos sintieron que ese acto reforzaba su amistad.
– Gracias por tu ayuda, Jorge. Ha sido genial pasar el día contigo organizando todo esto.
– ¡De nada, amigo! Si te parece, la semana que viene podrías venir tú a mi casa y ayudarme a revisar mis cosas. ¡Seguro que conseguiremos llenar algunas cajas más para traerle a Germán!
– ¡Por supuesto!
Completamente eufóricos se despidieron del director de la ONG, salieron a la calle y subieron al automóvil aparcado en la puerta. ¡El tiempo había pasado volando y ya casi era la hora de cenar! Padre e hijo llevaron a Jorge a casa, y después reanudaron la marcha por las carreteras medio vacías del centro. El niño, sentado en el asiento de atrás, estaba radiante de felicidad.
– ¿Sabes una cosa, papá?
– Dime, hijo.
– Hoy me he dado cuenta de lo afortunado que soy. No tengo derecho a estar todo el día quejándome por tonterías.
– Me alegra que digas eso, Saúl. Nunca es tarde para pararse a valorar las cosas que de verdad merecen la pena, y lo bonito que es ser solidario con los que menos tienen.
– Creo que de mayor quiero ser como Germán. ¡A partir de mañana estudiaré mucho y algún día haré algo grande por los demás!
– Eso es fantástico, cariño. Aún eres pequeño, pero a lo largo de los años irás descubriendo tu vocación; si al final te decides por una profesión que sirva para mejorar el mundo, tu madre y yo nos sentiremos muy orgullosos.
De camino al hogar pasaron por delante del Parque de los Almendros. Saúl acercó su carita al cristal de la ventanilla y, a pesar de que estaba anocheciendo, distinguió su banco favorito, la gran arboleda y el brillo del lago al fondo. Sin retirar la mirada, preguntó a su padre:
– Papá, ¿piensas que hoy en día existen radares potentes que controlan las mentes de los humanos?
– ¡¿Pero qué dices?! ¿Te encuentras bien?
– ¡Lo digo en serio! ¿Crees posible que los habitantes de esta ciudad seamos parte de un gigantesco experimento científico?
El hombre se partió de risa.
– ¡Ja, ja, ja! ¡Ay, hijo, qué cosas tan raras se te pasan por la cabeza! ¡Creo que deberías ver más documentales de historia y menos cine fantástico!
A Saúl se le escapó una sonrisilla y, en ese mismo instante, decidió que guardaría su pequeño gran secreto el resto de su vida.