EL RINOCERONTE
El gran rinoceronte se detiene. Alza la cabeza. Recula un poco. Gira en redondo y dispara su pieza de artillería. Embista como ariete, con un solo cuerno de toro blindado, embraveciendo y cegato, en arranque total de filósofo positivista. Nunca da en el blanco, pero queda siempre satisfecho de su fuerza. Abre luego sus válvulas de escape y bufa a todo vapor.
(Cargados con armadura excesiva, los rinocerontes en celo se entregan en el claro del bosque a un torneo desprovisto de gracia y destreza, en el que solo cuenta la calidad medieval del encontronazo.)
Ya en cautiverio, el rinoceronte es una bestia melancólica y oxidada. Su cuerpo de muchas piezas ha sino armado en los derrumbaderos de la prehistoria, con laminas de cuero troqueladas bajo la presión de los niveles geológicos. Pero en un momento especial de la mañana, el rinoceronte nos sorprende: de sus injares enjutos y resecos, como agua que sale de la hendidura rocosa, brota el gran órgano de vida torrencial y potente, repitiendo en la punta los motivos cornudos de la cabeza animal, con variaciones de orquídea, de azagaya y alabarda.
Hagamos entonces homenaje a la bestia endurecida y abstrusa, porque ha dado lugar a una leyenda hermosa. Aunque parezca imposible, este atleta rudimentario es el padre espiritual de la criatura poética que desarrolla en los tapices de la Dama, el tema de Unicornio caballeroso y galante.
Vencido por una virgen prudente, el rinoceronte carnal se transfigura, abandona su empuje y se agacela, se acierva y se arrodilla. Y el cuerno obtuso de agresión masculina se vuelve ante la doncella una esbelta endecha de marfil.
Autor del cuento: Juan José Arreola