Abrazo ligero 

Enviado por besonegrojohns   Seguir

31 Marzo 2025, 00:51

No hace muchos años, el cielo oscuro de Buenos Aires se tiñó de rojo con el nacimiento de una Luna de Sangre. Su fulgor rojizo pintaba las calles con una luz etérea y su ojo frío observaba con una mirada fría los edificios de la ciudad. Esa misma noche, en un hospital público, nació un pequeño llamado Federico. Había nacido sano, con unos ojos verdes brillantes que hacían contrastar con su piel suave y delicada. La luz roja de la luna se filtraba por las ventanas de la habitación mientras los enfermeros corrían de un lado a otro tratando de llevar a Fede a la luz. El doctor, con algo de dificultad, lo sacó de entre las piernas de su madre y lo sostuvo en sus brazos mientras el pequeño lloraba, aferrándose al brazo del doctor para secar sus lágrimas.

Los ojos del doctor pasaron de enseñar un sentimiento de alegría al sostener al bebe a ensdñar unos ojos de confusión. De la nada comenzó a sentir como si su peso y el del bebé se desvanecieran de la nada. Miró hacia abajo y vio con confusión como sus pies comenzaban a separarse del suelo. Antes de que pudiera medir palabra alguna comenzó a flotar. Todos se quedaron atónitos al ver cómo el doctor y el bebé comenzaban a acercarse cada vez más al techo. Una enfermera corrió a tomar al pequeño para separarlo del doctor, pero ella también comenzó a elevarse. Así siguió, enfermero tras enfermero, hasta que alguien tuvo la maravillosa idea de envolver al bebé en una sábana. El doctor y los enfermeros permanecieron allí arriba, gritando por ayuda y moviéndose descontroladamente, mientras que Fede, finalmente, se quedó dormido.

Fede creció en una familia bien acomodada, en un barrio tranquilo, en una casa grande con paredes de color blanco cremoso y con un lindo jardín pastoso en el frente. Era un niño bueno, de mirada inocente, uno más entre los demás chicos de su edad. Sus padres, tras muchas consultas con doctores y especialistas, decidieron guardar el secreto de su maldición. No le permitían salir mucho de casa, y cada salida debía ir acompañada de su madre. En el parque, Fede solía quedarse solo, mirando desde la distancia cómo los otros niños corrían y jugaban, deseando unirse, pero temeroso de lo que les podría hacer. Hubo una vez en la que mientras caminaban por la calle apareció una anciana con un perro pequeño. El perro juguetón corrió directo hacia Fede en busca de caricias y saltó sobre él. El niño lo acarició suavemente y lo abrazó con cariño. Pero el perro en tan solo un instante se volvió loco al ver sus patas agitarse en el aire. La anciana miró la escena aterrada, y al ver a su perro elevarse apenas unos centímetros, soltó un grito desgarrador, ¨demonio¨. Esa palabra apuñaló el pecho de Fede y las miradas de los otros niños a su alrededor lo hicieron empequeñecer. Lágrimas gruesas comenzaron a resbalar por sus mejillas y pequeños quejidos salían de su boca. Su madre lo llevó de vuelta a casa, ignorando las miradas y los susurros pero Federico apenas podía caminar. Esa noche, mientras escuchaba a sus padres discutir sobre él, Fede solo lloraba. Desde entonces nunca más quise volver a salir.

Una mañana mientras estudiaba en su habitación Fede vio volar una pelota de fútbol hasta caer en su patio. Se quedó en la ventana, esperando a que apareciera su dueño, pero nadie llegaba. Decidió bajar las escaleras y correr al patio en busca de esa pelota. Al levantarla, escuchó una voz. Era una niña rubia al otro lado de la valla, que le decía que la pelota era suya. Fede la miró con ojos grandes, era muy hermosa. Cuando ella se acercó para recoger la pelota esta no se dispuso a quedarse y comenzó a elevarse. Ambos la observaron boquiabiertos mientras ascendía y se perdía en las nubes. Fede esperaba que la niña gritara o escapara pero en lugar de eso ella le pidió que lo hiciera de nuevo. Así pasaron horas, lanzando objetos al aire y viendo cómo levitaban. Cuando cayó la noche y ambos estaban agotados, la niña saludó a Fede con una sonrisa y se presentó como Priscila.

Desde entonces, Priscila se convirtió en el mundo de Fede. Pasaban cada tarde juntos, ella siempre con su cabello rubio moviéndose al viento y esos ojos oscuros que brillaban con su característico mirar juguetón. Se sentaban en el borde del río o bajo la sombra de algún árbol, compartiendo silencios y momentos juntos. Hablaban de sus vidas, de las cosas que los hacían reír y llorar. Ella era la única persona a la que Fede le gustaba escuchar y sobretodo mirar.

Hubo una tarde en la que en el tejado de la casa de Fede él se abrió a ella. Le contó de su soledad y de cómo notaba que sus propios padres lo miraban como un fenómeno. Que se sentía diferente. Priscila lo miró con comprensión. Ella también le confesó acerca de su relación con su padrastro. Él maltrataba a su madre y les gritaba a ambas como si no les importase. Miró al cielo y le contó a Fede lo tanto que extrañaba a su verdadero padre y soltó una lagrima. Agarró una pequeña flor amarilla que estaba tirada y se la puso en la oreja. ¨No sos un fenómeno¨ le susurró con cariño dejando aquellas palabras volando en los oídos de Fede. Sus brazos deseaban envolverla y sentir su calidez pero sabían cuál iba a ser el precio de eso. Ambos se limitaron a mirar el atardecer, envueltos en la calidez de su luz, y en silencio dejaron que sus almas se abrazaran.

Pasaron los años, y ambos crecieron juntos. Mientras Priscila terminaba la secundaria, Fede seguía estudiando en casa. Por las noches, escapaban juntos y se divertían. Asistían a pequeñas fiestas, donde Fede en un principio se sentía incómodo entre tantos desconocidos y trataba de alejarse de todos para no tocar a nadie pero terminaba dejándose llevar, haciendo algunos amigos, bailando, tomando y fumando. Más de una vez Fede había tenido enfrentamientos con otros chicos porque lo consideraban raro y callado pero Priscila a pesar de su estatura y ternura siempre lo defendía y encaraba a los abusones. Por esa razón, desde entonces, todas las noches en las que ambos regresaban a casa ebrios, Fede arropaba a Priscila con su ropa y vigilaba la noche para cuidarla.

Una noche, Priscila y Fede regresaron a sus casas ebrios y vieron mal estacionado el auto del padrastro de Priscila. Entre risillas decidieron gastarle una pequeña broma. Fede acarició el capó del auto y juntos se rieron hasta las lágrimas viendo cómo el auto se iba alejando del suelo. Sin embargo, su alegría desapareció cuando el padrastro salió de la casa con una botella en la mano. Cuando vio el auto en el aire, en su cara se dibujó un rostro de ira y corrió hacia Fede. Lo tomó del cuello de la remera y lo golpeó en la cara. Fede no tuvo tiempo para reaccionar y cayó. En el suelo veía como Priscila intentaba intervenir pero el hombre la corría de su camino y seguía golpeándolo. Entonces el padrastro comenzó a flotar en el aire lanzando puñetazos al aire y gritándole a Fede hasta que sus gritos terminaron siendo pequeños ecos en la lejanía. Los vecinos miraban con asombro y confusión la escena. Poco después, llamaron a la policía y se llevaron a los jóvenes a la comisaría. Los padres de Federico llegaron furiosos y, entre gritos, le prohibieron volver a ver a Priscila.

Durante semanas no pude ver. Fede clavaba la mirada en el oscuro reflejo de la casa de Priscila, esperando que ella se asomara, pero nunca la veía. Los días pasaban lentos y pesados ​​y Fede empezaba a dormir cada vez menos. Por las noches, incluso después de que las luces en la casa de Priscila se apagaban, él seguía en su ventana, mirando. Volvió a estudiar pero las palabras se deslizaban de su mente. Se encerraba en su cuarto y en las cenas con sus padres el silencio se volvió ensordecedor. Esperaba con esperanza a que alguien tocara la puerta, que la abriría y la viera a ella, pero jamás pasaba nada.

Una noche, una piedra golpeó la ventana de Fede. Se asomó y, para su sorpresa, vio a Priscila abajo. Con ánimos, bajó en silencio para no despertar a sus padres y salió corriendo con ella sin rumbo. Terminaron en las afueras de la ciudad, en un pequeño peñasco del bosque. Entre carcajadas y jadeos, sus ojos se cruzaron, y Fede, sin poder contenerse, acarició la mejilla de Priscila y enredó sus labios con los suyos. Una mezcla de alegría y un sabor dulce en la boca lo adormeció y dejó su mente volando. De la nada el sonido natural del bosque se apaciguó y la luna dejó de brillar, solo estaban ellos dos.

Pero su beso comenzó a separarse. Fede abrió los ojos y vio el terror en el rostro de Priscila al notar que comenzaba a despegarse del suelo. La sujetó de los brazos, intentando que no se alejara de él, pero era imposible. Fede sudaba y jadeaba entrecortadamente por el esfuerzo de mantener a Priscila en el suelo, sus pies resbalaban en la tierra y sus brazos comenzaban a cansarse. Ambos intentaban gritar por ayuda pero solo las ramas secas del bosque los escuchaban. Priscila, con lágrimas en sus mejillas, lo miró con tristeza y con su voz quebrada le suplicó que la dejara ir pero Fede no pensaba rendirse. Así que la abrazó una última vez, y juntos comenzaron a ascender lentamente, perdiéndose cada vez más y más cerca de la luna.

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