Cuentos 

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EL GUERRERO Y LOS CUERVOS

Partió un hombre para la guerra, pero en el camino, oyendo graznar a los cuervos, tiró sus armas al suelo y se detuvo.
Las tomó al rato nuevamente y prosiguió su marcha; más otra vez graznaron los cuervos. De nuevo se detuvo y entonces les dijo:
- ¡Pueden gritar cuanto les venga en gana, pero no tendrán un banquete con mi carne!

Moraleja: Cuando no se tiene determinación en las acciones, éstas nunca se llegan a realizar.

Autor del

cuento

: Esopo

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LA MUCHACHA IRAQUÍ

La muchacha iraquí me mira con sus ojos oscuros llenos de sueños. Desde su rostro añil, sonríe enigmática igual que Monalisa. Sonríe, y al final de sus labios queda, como si de una pequeña burbuja de júbilo se tratase, sólo un esqueje de moflete. La muchacha iraquí tiene la faz envuelta en un pañuelo azul que deja pasar todos los rayos de luz.

Aquellas tardes, sobre las siete, me situaba frente a ella, entre Suiza y Taiwán, en el andén de la estación del Campo de las Naciones. Aquellas tardes la veía sonreír. Parece que me preguntaba mirándome fijamente a los ojos: “¿Qué tal ha ido hoy el trabajo? ¿Eres feliz? ¿Qué piensas cuando acaricias con tu mirada la pintura de mi cara?”.

Y un día, un frío dieciséis de marzo, esperando el tren frente a ella, pensé que había cumplido cuarenta años y en el balance provisional de mi vida me faltaban muchas cosas por hacer. Ninguna tenía que ver con el dinero. No se trataba de eso. Era simplemente que no disfrutaba con mi trabajo, que en casa todo era ya monotonía, que no había logrado ninguna de las metas que me había propuesto cuando era joven: ni había escrito esos cuentos fantásticos como fiel seguidor de Poe y Maupassant, ni había aprendido a volar, ni siquiera había realizado ese programa de radio con el que soñé siempre, y para el que todo el mundo decía que había nacido. Me preguntaba si todavía tenía remedio o si debía considerarme un fracasado, un mediocre.

Justo en ese instante llegó el convoy del metro dirección Mar de Cristal. Cuando iba a montar en él, por la puerta frente a la cual la muchacha iraquí permanece fija, pude escuchar un susurro dentro de mi cabeza que me decía que necesitaba hablar conmigo. Miré a mí alrededor y no había nadie. El metro iba casi vacío. La voz dulce de niña me pedía que esperase. Quité el pié del vagón y permanecí en el andén. Cuando las puertas del tren se cerraron pude ver cómo la muchacha iraquí, envuelta en reflejos, abría la boca y me enseñaba una hilera blanquísima de dientes que formaban una sonrisa. Una verdadera sonrisa. No eres un fracasado, escuché claramente dentro de mi cabeza.

El convoy dejó la estación y me encontré de nuevo frente a la pintura. No parecía que hubiese cambiado. Seguía con su media sonrisa colgada de un bonito moflete. Intenté comunicarme con ella con la mirada pero no tenía éxito. Pensé después en la fuerza de la mente, y trasmití pensamientos de interrogación y de sorpresa, pero no lograba ninguna respuesta. Pregunté, en un susurro que evitara que las personas del andén me tomasen por loco, si era posible que me hubiese hablado y, en caso afirmativo, cómo era posible que supiese si era o no un fracasado. Tampoco obtuve respuesta. Sí sentí cómo un par de guardias jurados se colocaban tras de mí de modo inquietante. Pero no podía moverme. No era capaz de desclavar las piernas de la línea verde del andén, bajo la hilera de fluorescentes.

Los indicadores luminosos anunciaron un nuevo convoy dirección Mar de Cristal. Parpadeé repetidamente, abrí con desmesura los ojos y me pareció entonces que había alucinado. Me preocupé porque hablaba con las paredes, los murales más bellos que recordara haber visto, pero, al fin y al cabo, paredes nada más. Fue entonces, en el momento en que de nuevo el tren se interpuso entre la pintura y yo, cuando volví a escuchar su voz.
Sólo está vivo aquel que se pregunta qué más puede hacer en esta vida para ser feliz.

Podía verla a través de los cristales, bajo reflejos tornasolados que producían un efecto como el de un zootropo precursor del cine. Movía los labios muy despacio, sin quitarme los ojos de encima. Ahuecó el pañuelo en su cuello y sonrió de nuevo. El ferrocarril se paró.

Pensé, mientras la miraba, que era muy bella. Creí advertir un brillo en sus carrillos, como si mi pensamiento le hubiese producido un leve rubor.
¿Podemos comunicarnos ahora?, pregunté entre sorprendido y anhelante con el pensamiento.

Y me respondió que sí.

El tren cerró sus puertas y apreté el botón para volverlas a abrir. “¿Algún problema, caballero?”, escuché a mis espaldas. Se trataba de una voz real y cavernosa que trasmitía opresión, pero no podía responder. “¿Se siente usted bien?”, preguntó más amablemente el otro de los guardias de seguridad. No podía ni moverme.

Déjalo, dijo la voz melosa de la muchacha iraquí. Espera al próximo tren.

Desde aquel día mi vida cambió completamente. La muchacha iraquí, pintada en añil en ese mural, despertó en mí todas las posibilidades que hibernaban en el valle del olvido. Me enseñó que todo era posible, que mis sueños no sólo eran realizables, sino que eran mi motivo de vivir. Su voz se transformaba en poder de decisión. Preparé el guión de ese espacio radiofónico nocturno que me rondaba la cabeza y que todavía nadie había descubierto, lo presenté en la emisora en la que había imaginado escuchar siempre mi voz, conseguí la oportunidad de ponerlo en el aire durante ese verano y, en unos meses, dirigía y presentaba el programa revelación del que todo el mundo hablaba y que obligaba a medio país a trasnochar. Dedicaba las últimas horas de las mañanas a la lectura y las tardes a escribir esos cuentos extraños que pujaban por salir de mi cabeza. Al año siguiente logré obtener la licencia para pilotar avionetas. Tenía en esa serigrafía la chispa de mi voluntad. Cada tarde volvía para charlar un rato con ella. Se alegraba de mis éxitos, de mi felicidad. Después pasó el tiempo, cambié de ciudad y nos veíamos mucho menos. Sin embargo, ella me sonreía como el primer día y me hablaba con su voz dulce de niña.

Por fin, años después, me olvidé de ella. Hasta hace unos días.

Volvía de un viaje de promoción por Latinoamérica de mi último libro, y aterricé en Barajas. Me acompañaba mi tercera mujer. Le propuse enseñarle el mural más hermoso que conocía. Aceptó encantada, a pesar de tener que renunciar al taxi. Cogimos el metro y bajamos en la estación de Campo de las Naciones. Mientras ella recorría los andenes admirando el mural, yo me situé de nuevo frente a la muchacha iraquí. La pintura no había cambiado. Seguía con su media sonrisa y su pañuelo lleno de luz celeste. Esperé a la llegada del convoy para saludarla. Hola mi niña, mi chispa de disposición, mi alma, mi motor, me sorprendí pensando con infinita ternura. Y nada escuché. ¿Estás enfadada conmigo? pregunté. Y sólo oía mi propia respiración. El tren se marchó, y yo me quedé aterrorizado y triste a la vez. Tampoco me habló con el siguiente convoy. Ni con el otro. Mi mujer había acabado de admirar las pinturas. Nunca le había contado mi secreto, la procedencia de mi poder de decisión, el motivo por el que mi vida giró completamente. Y tampoco ese día se lo iba a contar. Salimos de la estación y cogimos un taxi hasta el hotel. Iba callado, rumiando una incipiente angustia. Preocupado. Decidí volver al día siguiente e intentar de nuevo comunicarme con la muchacha iraquí.

Llegué temprano a la estación y vi que había alguien situado frente a la puerta del vagón. Había dejado pasar el tren. Estaba clavado en el andén, como extasiado, sin despegar la mirada del panel pintado frente a él. Me coloqué a su espalda y esperé que llegase el siguiente convoy. Le observaba. Era un muchacho joven de unos veinte años, vestía ropa vaquera de un modo desaliñado y portaba bajo su brazo izquierdo una enorme carpeta de dibujo. Parecía hipnotizado. Cuando llegó el tren su rostro se tensó. Miré a través de las ventanas el rostro de la serigrafía. Permanecía inmóvil con su mueca de media sonrisa, sin embargo, el chico le decía palabras que yo no podía entender. Observé cómo se insuflaba, como le comenzaron a brillar los ojos con un reflejo acerado, como agarraba con vehemencia su cuaderno de dibujos convencido de que su musa, la que fue mía, le había convertido en el Velázquez del siglo veintiuno.

Caminé arrastrando los pies hacia la salida de la estación intentando descubrir qué significaba aquello. Los edificios modernos, de cristal de espejo, acuchillaron mis ojos con sus destellos poderosos de sol nuevo. Quedé cegado por unos instantes y caí al suelo. Alguien me ayudó a incorporarme. “Tenga cuidado, abuelo”, le oí decir. Paseé medio hundido por el parque intentando repasar los últimos años de mi vida. Había abandonado el programa de radio, colaboraba a menudo en espacios de televisión convertido en santón de la subcultura de las tertulias de la tarde y, desde la columna de un diario, desmenuzaba con ironía a la sociedad actual. Nadaba en dinero, éxito y popularidad. Quería escribir pero los continuos compromisos me lo impedían. Mi último libro no era mi último libro. Vivía de las rentas de los primeros años. Viajaba continuamente pero ya no disfrutaba de los viajes. En realidad, ya no disfrutaba de la vida. No era feliz. Pensé en lo que realmente me apetecía, en lo que de verdad quería y mi cabeza se inundó de verde y de mar, de rocío y de sal, de viento ululado y de batir de olas, de bosques húmedos con aromas a infusión de eucalipto y de conversaciones con pescadores, de paseos por los miradores y de atardeceres en la playa, de letras, de rimas, de canciones… de lentas y tristes, de melancólicas canciones de blues.

Volví a la estación con un rumor musical en la boca. Me situé frente a la imagen de la muchacha, miré fijamente y transmití proyectos de eremita. Nada me lo impedía. Buscaría en mi paraíso, un lugar apartado de la costa lucense, algo de soledad para volver a escribir, para aprender a tocar el piano y componer canciones que desnudasen almas, para cultivar dos surcos de hortalizas y para navegar, de espaldas a la realidad, sobre el mar del resto de mi vida. Sin dudarlo, en vez de dirigirme al hotel, di la vuelta para coger en la otra vía el convoy dirección al aeropuerto de Barajas. Justo antes de cerrarse las puertas llegó el tren en la otra dirección.

Bonita melodía, susurró de nuevo su voz dulce en mi cabeza bajo el jadeo neumático del tren. Miré hacia la pintura, y volví a ver relucir su amplia sonrisa tras los cristales, como una estela parpadeante de neón.

Autor del

cuento

: Alejo Carpentier

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LOS LADRONES Y EL GALLO

Entraron unos ladrones en una casa y sólo encontraron un gallo; se apoderaron de él y se marcharon.
A punto de ser inmolado por los ladrones, les rogó el gallo que le perdonaran alegando que era útil a los hombres, despertándolos por la noche para ir a sus trabajos.
- Mayor razón para matarte, exclamaron los ladrones-, puesto que despertando a los hombres nos impides robar.

Moraleja: Nada hay que aterrorice más a los malvados que todo aquello que es útil para los honrados.

Autor del

cuento

: Esopo

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LA ZORRA Y EL MONO CORONADO REY

En una junta de animales, bailó tan bonito el mono, que ganándose la simpatía de los espectadores, fue elegido rey.
Celosa la zorra por no haber sido ella la elegida, vio un trozo de comida en un cepo y llevó allí al mono, diciéndole que había encontrado un tesoro digno de reyes, pero que en lugar de tomarlo para llevárselo a él, lo había guardado para que fuera él personalmente quien lo cogiera, ya que era una prerrogativa real.
El mono se acercó sin más reflexión, y quedó prensado en el cepo.
Entonces la zorra, a quien el mono acusaba de tenderle aquella trampa, repuso:
- ¡Eres muy tonto, mono, y todavía pretendes reinar entre todos los animales!

Moraleja: No asumas un desafío, si antes no has reflexionado sobre sus posibles éxitos o peligros.

Autor del

cuento

: Esopo

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LAS AMENAZAS

- A que te muerdo, ¡Chivo!
- A que te embisto, ¡Perro!
- ¡Ah! fue chanza, compadre,
los dos no reñiremos.

Moraleja:
Así a la gente asustan
muchos presuntos héroes
que resultan compadres
en parándoles seco.

Autor del

cuento

: Rafael Pombo

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EL LOBO Y EL PASTOR

Acompañaba un lobo a un rebaño de ovejas pero sin hacerles daño. Al principio el pastor lo observaba y tenía cuidado de él como un enemigo. Pero como el lobo le seguía y en ningún momento intentó robo alguno, llegó a pensar el pastor que más bien tenía un guardián de aliado.
Cierto día, teniendo el pastor necesidad de ir al pueblo, dejó sus ovejas confiadamente junto al lobo y se marchó.
El lobo, al ver llegado el momento oportuno, se lanzó sobre el rebaño y devoró casi todo. Cuando regresó el pastor y vio todo lo sucedido exclamó:
- Bien merecido lo tengo; porque ¿De dónde saqué confiar las ovejas a un lobo?

Autor del

cuento

: Esopo

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EL LABRADOR Y EL ÁGUILA

Encontró un labrador un águila presa en su cepo, y, seducido por su belleza, la soltó y le dio la libertad.
El águila, que no fue ingrata con su bienhechor, viéndole sentado al pie de un muro que amenazaba derrumbarse, voló hasta él y le arrebató con sus garras la cinta con que se ceñía su cabeza.
Se levantó el hombre para perseguirla. El águila dejó caer la cinta; la tomó el labriego, y al volver sobre sus pasos halló desplomado el muro en el lugar donde antes estaba sentado, quedando muy sorprendido y agradecido de haber sido pagado así por el águila.

Moraleja: Siempre debemos ser agradecidos con nuestros bienhechores y agradecer un favor con otro.

Autor del

cuento

: Esopo

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EL NEGRO

Cierto hombre llevó a trabajar a su propiedad a un negro, pensando que su color provenía a causa de un descuido de su anterior propietario. Una vez en su casa, probó todas las jabonadas posibles, intentó toda clase de trucos para blanquearlo, pero de ninguna manera pudo cambiar su color y terminó poniendo enfermo al negro a fuerza de tantos intentos.

Moraleja: Lo que la naturaleza diseña, se mantiene firme.

Autor del

cuento

: Esopo

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LOS LEÑADORES Y EL PINO

Rendían unos hacheros un pino y lo hacían con gran facilidad gracias a las cuñas que habían fabricado con su propia madera.
Y el pino les dijo:
- No odio tanto al hacha que me corta como a las cuñas nacidas de mí mismo.

Moraleja: Es más duro el sufrimiento del daño que nace de uno mismo que del que proviene de afuera.

Autor del

cuento

: Esopo

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EL OSO, LA MONA Y EL CERDO

Un oso, con que la vida
ganaba un piamontés,
la no muy bien aprendida
danza ensayaba en dos pies.

Queriendo hacer de persona,
dijo a una mona: «¿Qué tal?»
Era perita la mona,
y respondióle: «Muy mal».

«Yo creo -replicó el oso-
que me haces poco favor.
Pues ¿qué?, ¿mi aire no es garboso?
¿No hago el paso con primor?»

Estaba el cerdo presente,
y dijo: «¡Bravo! ¡Bien va!
Bailarín más excelente
no se ha visto ni verá».

Echó el oso, al oír esto,
sus cuentas allá entre sí,
y con ademán modesto,
hubo de exclamar así:

«Cuando me desaprobaba
la mona, llegué a dudar;
mas ya que el cerdo me alaba,
muy mal debo de bailar».

Guarde para su regalo
esta sentencia un autor:
si el sabio no aprueba, ¡malo!
si el necio aplaude, ¡peor!

Moraleja: Nunca una obra se acredita tanto de mala como cuando la aplauden los necios.

Autor del

cuento

: Tomás de Iriarte

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