Cuentos 

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UNA MARIPOSA ASTRONAUTA

Un día, una hermosa mariposa volaba muy contenta entre muchas flores de colores. De pronto, una rosa roja le preguntó:
—¿Alguna vez has volado tan alto, hasta llegar al sol?
La mariposa contestó:
—Me gustaría volar hasta el cielo para ver la luna bella, para jugar con el sol y también con las estrellas.
La mariposa su vuelo siguió y de pronto con la abeja se encontró. Le contó que hasta el sol y otros planetas le gustaría viajar. Y la abeja le dijo sin titubear:
—Si quieres volar tan alto y a otros planetas llegar, debes tener un buen traje espacial.
Entonces, la mariposa pidió a su amiga la araña, que hacía ropas de telarañas, que le confeccionara un traje espacial.
La araña con decisión aceptó la petición:
—Un traje espacial contenta te haré, con hebras de plata te lo coseré.
En ese momento, llegó el pequeño grillo curioso y a la mariposa le dijo que, para poder viajar, también necesitaba una nave espacial:
—Si no tienes una nave, no podrás tu viaje hacer, tus alitas son pequeñas y al viento no podrán vencer.
Entonces la mariposa pidió al gusano constructor que le hiciera una nave espacial.
El gusano se puso muy contento y le dijo al momento:
—Una nave te haré, pero tienes que saber manejarla muy bien, al derecho y al revés.
Finalmente, una amable hormiga del vecindario ayudó a la mariposa a ordenar todas las cosas y le dio algunos consejos para ese viaje tan lejos:
—No te acerques tanto al sol, te dará mucho calor. Ni te alejes tanto de él, pues mucho frío puedes tener.
Y el momento de partir llegó por fin. Todos hicieron una ronda muy hermosa para despedir a la mariposa.
—Cuando estés en el espacio, escríbenos un mensaje, que se lea en todas partes, para saber de tu viaje.
Y la hermosa mariposa que volaba entre las flores, su sueño logró alcanzar, subió tan alto, tan alto que al fin con el sol y la luna pudo jugar.

Autor del

cuento

: Sonia Jorquera

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EL PESCADOR Y SU MUJER

Había una vez un pescador que vivía con su mujer en una choza, a la orilla del mar. El pescador iba todos los días a echar su anzuelo, y le echaba y le echaba sin cesar.

Estaba un día sentado junto a su caña en la ribera, con la vista dirigida hacia su límpida agua, cuando de repente vio hundirse el anzuelo y bajar hasta lo más profundo y al sacarle tenía en la punta un barbo muy grande, el cual le dijo: -Te suplico que no me quites la vida; no soy un barbo verdadero, soy un príncipe encantado; ¿de qué te serviría matarme si no puedo serte de mucho regalo? Échame al agua y déjame nadar.

-Ciertamente, le dijo el pescador, no tenías necesidad de hablar tanto, pues no haré tampoco otra cosa que dejar nadar a sus anchas a un barbo que sabe hablar.

Le echó al agua y el barbo se sumergió en el fondo, dejando tras sí una larga huella de sangre.

El pescador se fue a la choza con su mujer: -Marido mío, le dijo, ¿no has cogido hoy nada?

-No, contestó el marido; he cogido un barbo que me ha dicho ser un príncipe encantado y le he dejado nadar lo mismo que antes.

-¿No le has pedido nada para ti? -replicó la mujer.

-No, repuso el marido; ¿y qué había de pedirle?

-¡Ah! -respondió la mujer; es tan triste, es tan triste vivir siempre en una choza tan sucia e infecta como esta; hubieras debido pedirle una casa pequeñita para nosotros; vuelve y llama al barbo, dile que quisiéramos tener una casa pequeñita, pues nos la dará de seguro.

-¡Ah! -dijo el marido, ¿y por qué he de volver?

-¿No le has cogido, continuó la mujer, y dejado nadar como antes? Pues lo harás; ve corriendo.

El marido no hacía mucho caso; sin embargo, fue a la orilla del mar, y cuando llegó allí, la vio toda amarilla y toda verde, se acercó al agua y dijo:


Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece,
es preciso darla lo que se merece.


El barbo avanzó hacia él y le dijo: -¿Qué quieres?

-¡Ah! -repuso el hombre, hace poco que te he cogido; mi mujer sostiene que hubiera debido pedirte algo. No está contenta con vivir en una choza de juncos, quisiera mejor una casa de madera.

-Puedes volver, le dijo el barbo, pues ya la tiene.

Volvió el marido y su mujer no estaba ya en la choza, pero en su lugar había una casa pequeña, y su mujer estaba a la puerta sentada en un banco. Le cogió de la mano y le dijo: -Entra y mira: esto es mucho mejor.

Entraron los dos y hallaron dentro de la casa una bonita sala y una alcoba donde estaba su lecho, un comedor y una cocina con su espetera de cobre y estaño muy reluciente, y todos los demás utensilios completos. Detrás había un patio pequeño con gallinas y patos, y un canastillo con legumbres y frutas. -¿Ves, le dijo la mujer, qué bonito es esto?

-Sí, la dijo el marido; si vivimos siempre aquí, seremos muy felices.

-Veremos lo que nos conviene, replicó la mujer.

Después comieron y se acostaron.

Continuaron así durante ocho o quince días, pero al fin dijo la mujer: -¡Escucha, marido mío: esta casa es demasiado estrecha, y el patio y el huerto son tan pequeños!... El barbo hubiera debido en realidad darnos una casa mucho más grande. Yo quisiera vivir en un palacio de piedra; ve a buscar al barbo; es preciso que nos dé un palacio.

-¡Ah!, mujer, replicó el marido, esta casa es en realidad muy buena; ¿de qué nos serviría vivir en un palacio?

-Ve, dijo la mujer, el barbo puede muy bien hacerlo.

-No, mujer, replicó el marido, el barbo acaba de darnos esta casa, no quiero volver, temería importunarle.

-Ve, insistió la mujer, puede hacerlo y lo hará con mucho gusto; ve, te digo.

El marido sentía en el alma dar este paso, y no tenía mucha prisa, pues se decía: -No me parece bien, -pero obedeció sin embargo.

Cuando llegó cerca del mar, el agua tenía un color de violeta y azul oscuro, pareciendo próxima a hincharse; no estaba verde y amarilla como la vez primera; sin embargo, reinaba la más completa calma. El pescador se acercó y dijo:


Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece,
es preciso darla lo que se merece.


-¿Qué quiere tu mujer? -dijo el barbo.

-¡Ah! -contestó el marido medio turbado, quiere habitar un palacio grande de piedra.

-Vete, replicó el barbo, la encontrarás a la puerta.

Marchó el marido, creyendo volver a su morada; pero cuando se acercaba a ella, vio en su lugar un gran palacio de piedra. Su mujer, que se hallaba en lo alto de las gradas, iba a entrar dentro; le cogió de la mano y le dijo: -Entra conmigo. -La siguió. Tenía el palacio un inmenso vestíbulo, cuyas paredes eran de mármol; numerosos criados abrían las puertas con grande estrépito delante de sí; las paredes resplandecían con los dorados y estaban cubiertas de hermosas colgaduras; las sillas y las mesas de las habitaciones eran de oro; veíanse suspendidas de los techos millares de arañas de cristal, y había alfombras en todas las salas y piezas; las mesas estaban cargadas de los vinos y manjares más exquisitos, hasta el punto que parecía iban a romperse bajo su peso. Detrás del palacio había un patio muy grande, con establos para las vacas y caballerizas para los caballos y magníficos coches; había además un grande y hermoso jardín, adornado de las flores más hermosas y de árboles frutales, y por último, un parque de lo menos una legua de largo, donde se veían ciervos, gamos, liebres y todo cuanto se pudiera apetecer.

-¿No es muy hermoso todo esto? -dijo la mujer.

-¡Oh!, ¡sí! -repuso el marido; quedémonos aquí y viviremos muy contentos.

-Ya reflexionaremos, dijo la mujer, durmamos primero; y nuestras gentes se acostaron.

A la mañana siguiente despertó la mujer siendo ya muy de día y vio desde su cama la hermosa campiña que se ofrecía a su vista; el marido se estiró al despertarse; diole ella con el codo y le dijo:

-Marido mío, levántate y mira por la ventana; ¿ves?, ¿no podíamos llegar a ser reyes de todo este país? Corre a buscar al barbo y seremos reyes.

-¡Ah!, mujer, repuso el marido, y por qué hemos de ser reyes, yo no tengo ganas de serlo.

-Pues si tú no quieres ser rey, replicó la mujer, yo quiero ser reina. Ve a buscar al barbo, yo quiero ser reina.

-¡Ah!, mujer, insistió el marido; ¿para qué quieres ser reina? Yo no quiero decirle eso.

-¿Y por qué no? -dijo la mujer; ve al instante; es preciso que yo sea reina.

El marido fue, pero estaba muy apesadumbrado de que su mujer quisiese ser reina. No me parece bien, no me parece bien en realidad, pensaba para sí. No quiero ir; y fue sin embargo.

Cuando se acercó al mar, estaba de un color gris, el agua subía a borbotones desde el fondo a la superficie y tenía un olor fétido; se adelantó y dijo:


Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece;
es preciso darla lo que se merece.


-¿Y qué quiere tu mujer? -dijo el barbo.

-¡Ah! -contestó el marido; quiere ser reina.

-Vuelve, que ya lo es, replicó el barbo.

Partió el marido, y cuando se acercaba al palacio, vio que se había hecho mucho mayor y tenía una torre muy alta decorada con magníficos adornos. A la puerta había guardias de centinela y una multitud de soldados con trompetas y timbales. Cuando entró en el edificio vio por todas partes mármol del más puro, enriquecido con oro, tapices de terciopelo y grandes cofres de oro macizo. Le abrieron las puertas de la sala: toda la corte se hallaba reunida y su mujer estaba sentada en un elevado trono de oro y de diamantes; llevaba en la cabeza una gran corona de oro, tenía en la mano un cetro de oro puro enriquecido de piedras preciosas, y a su lado estaban colocadas en una doble fila seis jóvenes, cuyas estaturas eran tales, que cada una la llevaba la cabeza a la otra. Se adelantó y dijo:

-¡Ah, mujer!, ¿ya eres reina?

-Sí, le contestó, ya soy reina.

Se colocó delante de ella y la miró, y en cuanto la hubo contemplado por un instante, dijo:

-¡Ah, mujer!, ¡qué bueno es que seas reina! Ahora no tendrás ya nada que desear.

-De ningún modo, marido mío, le contestó muy agitada; hace mucho tiempo que soy reina, quiero ser mucho más. Ve a buscar al barbo y dile que ya soy reina, pero que necesito ser emperatriz.

-¡Ah, mujer! -replicó el marido, yo sé que no puede hacerte emperatriz y no me atrevo a decirle eso.

-¡Yo soy reina, dijo la mujer, y tú eres mi marido! Ve, si ha podido hacernos reyes, también podrá hacernos emperadores. Ve, te digo.

Tuvo que marchar; pero al alejarse se hallaba turbado y se decía a sí mismo: No me parece bien. ¿Emperador? Es pedir demasiado y el barbo se cansará.

Pensando esto vio que el agua estaba negra y hervía a borbotones, la espuma subía a la superficie y el viento la levantaba soplando con violencia, se estremeció, pero se acercó y dijo:


Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece,
es preciso darla lo que se merece.


-¿Y qué quiere? -dijo el barbo.

-¡Ah, barbo! -le contestó; mi mujer quiere llegar a ser emperatriz.

-Vuelve, dijo el barbo; lo es desde este instante.

Volvió el marido, y cuando estuvo de regreso, todo el palacio era de mármol pulimentado, enriquecido con estatuas de alabastro y adornado con oro. Delante de la puerta había muchas legiones de soldados, que tocaban trompetas, timbales y tambores; en el interior del palacio los barones y los condes y los duques iban y venían en calidad de simples criados, y le abrían las puertas, que eran de oro macizo. En cuanto entró, vio a su mujer sentada en un trono de oro de una sola pieza y de más de mil pies de alto, llevaba una enorme corona de oro de cinco codos, guarnecida de brillantes y carbunclos; en una mano tenía el cetro y en la otra el globo imperial; a un lado estaban sus guardias en dos filas, más pequeños unos que otros; además había gigantes enormes de cien pies de altos y pequeños enanos que no eran mayores que el dedo pulgar.

Delante de ella había de pie una multitud de príncipes y de duques: el marido avanzó por en medio de ellos, y la dijo:

-Mujer, ya eres emperatriz.

-Sí, le contestó, ya soy emperatriz.

Entonces se puso delante de ella y comenzó a mirarla y le parecía que veía al sol. En cuanto la hubo contemplado así un momento:

-¡Ah, mujer, la dijo, qué buena cosa es ser emperatriz!

Pero permanecía tiesa, muy tiesa y no decía palabra.

Al fin exclamó el marido:

-¡Mujer, ya estarás contenta, ya eres emperatriz! ¿Qué más puedes desear?

-Veamos, contestó la mujer.

Fueron enseguida a acostarse, pero ella no estaba contenta; la ambición la impedía dormir y pensaba siempre en ser todavía más.

El marido durmió profundamente; había andado todo el día, pero la mujer no pudo descansar un momento; se volvía de un lado a otro durante toda la noche, pensando siempre en ser todavía más; y no encontrando nada por qué decidirse. Sin embargo, comenzó a amanecer, y cuando percibió la aurora, se incorporó un poco y miró hacia la luz, y al ver entrar por su ventana los rayos del sol...

-¡Ah! -pensó; ¿por qué no he de poder mandar salir al Sol y a la Luna? Marido mío, dijo empujándole con el codo, ¡despiértate, ve a buscar al barbo; quiero ser semejante a Dios!

El marido estaba dormido todavía, pero se asustó de tal manera, que se cayó de la cama. Creyendo que había oído mal, se frotó los ojos y preguntó:

-¡Ah, mujer! ¿Qué dices?

-Marido mío, si no puedo mandar salir al Sol y a la Luna, y si es preciso que los vea salir sin orden mía, no podré descansar y no tendré una hora de tranquilidad, pues estaré siempre pensando en que no los puedo mandar salir.

Y al decir esto le miró con un ceño tan horrible, que sintió bañarse todo su cuerpo de un sudor frío.

-Ve al instante, quiero ser semejante a Dios.

-¡Ah, mujer! -dijo el marido arrojándose a sus pies; el barbo no puede hacer eso; ha podido muy bien hacerte reina y emperatriz, pero, te lo suplico, conténtate con ser emperatriz.

Entonces echó a llorar; sus cabellos volaron en desorden alrededor de su cabeza, despedazó su cinturón y dio a su marido un puntapié gritando:

-No puedo, no quiero contentarme con esto; marcha al instante.

El marido se vistió rápidamente y echó a correr, como un insensato.

Pero la tempestad se había desencadenado y rugía furiosa; las casas y los árboles se movían; pedazos de roca rodaban por el mar, y el cielo estaba negro como la pez; tronaba, relampagueaba y el mar levantaba olas negras tan altas como campanarios y montañas, y todas llevaban en su cima una corona blanca de espuma. Púsose a gritar, pues apenas podía oírse él mismo sus propias palabras:


Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece,
es preciso darla lo que se merece.


-¿Qué quieres tú, amigo? -dijo el barbo.

-¡Ah, contestó, quiere ser semejante a Dios!

-Vuelve y la encontrarás en la choza.

Y a estas horas viven allí todavía.

Autor del

cuento

: Hermanos Grimm

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LA BALLENA AZUL Y LA FOCA

Una ballena azul llevaba comidas unas 3 toneladas de crustáceos en un día, cuando una foca se le acercó y le dijo:
- Oye, deja algo para los demás.
- Yo como lo que necesito - replicó la ballena -.

Moraleja: No midas a todos por igual.

Autor del

cuento

: Dani Alcalà

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LOS DOS RENACUAJOS

Dos renacuajos que se encontraban en un estanque entablaron una conversación:
- Oye, ¿tú qué vas a ser de mayor? - preguntó uno de ellos -.
- Constructor - contestó el otro -, porque quiero ganar mucho dinero construyendo estanques como este. ¿Y tú?
- Pues yo... yo quiero ser un sapo.

Moraleja: No quieras ser lo que no eres; no serás feliz.

Autor del

cuento

: Dani Alcalà

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LA GALLINA DE LOS HUEVOS DE ORO

Érase una Gallina que ponía
Un huevo de oro al dueño cada día.
Aun con tanta ganancia mal contento,
Quiso el rico avariento
Descubrir de una vez la mina de oro,
Y hallar en menos tiempo más tesoro.
Matóla, abrióla el vientre de contado;
Pero, después de haberla registrado,
¿Qué sucedió? que muerta la Gallina,
Perdió su huevo de oro y no halló mina.

¡Cuántos hay que teniendo lo bastante
Enriquecerse quieren al instante,
Abrazando proyectos
A veces de tan rápidos efectos
Que sólo en pocos meses,
Cuando se contemplaban ya marqueses,
Contando sus millones
Se vieron en la calle sin calzones.

Autor del

cuento

: Félix María Samaniego

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CANCIÓN DE LA BAILARINA

¡Oh tú, que danzarina me llamas, sabe hoy que no aprendí a danzar! Me encontraste juguetona y pequeña, danzando en el sendero y persiguiendo a mi sombra azul. Giraba como una abeja, y mis pies y mis cabellos, color de camino, se empolvaban con el polen de un polvo rubio.

Me viste venir de la fuente, meciendo el ánfora en mi cadera, mientras, al compás de mis pasos, sobre mi túnica saltaba el agua en redondas lágrimas, en serpientes de plata, en menudos cohetes rizados que ascendían, helados, hasta mi mejilla. Yo caminaba lenta, seria, mas llamaste danza a mis pasos. No mirabas mi rostro, seguías el movimiento de mis rodillas, el balanceo de mi talle, en la arena leías la forma de mis talones desnudos, la huella de mis dedos abiertos, que comparabas con la de cinco perlas desiguales.

Me dijiste: «Coge esas flores, persigue esa mariposa...» Llamabas danza a mi carrera, y cada reverencia de mi cuerpo inclinado sobre los claveles purpúreos, y el ademán, repetido en cada flor, de echar atrás, por encima de mi hombro, un chal resbaladizo.

En tu casa, sola entre tú y la alta llama de una lámpara, me dijiste: «¡Danza!» y no dancé...

Pero desnuda en tus brazos, sujeta a tu lecho por la cinta de fuego del placer, me llamaste, sin embargo, danzarina, al ver agitarse bajo mi piel, desde mi pecho ofrecido a mis pies crispados, la inevitable voluptuosidad.

Fatigada, anudé mis cabellos, y los contemplabas, dóciles, arrollados a mi frente como serpientes hechizadas por la flauta.

Abandoné tu casa mientras murmurabas: "La más hermosa de tus danzas no es cuando acudes corriendo, jadeante, poseída de un deseo irritado y atormentado ya, por el camino, el broche de tu vestido. Es cuando de mí te alejas, serena y con las rodillas temblorosas, y al alejarte me miras, tu barbilla en el hombro. Tu cuerpo me recuerda, oscila y titubea, me echan de menos tus caderas y tus senos me están agradecidos...Me miras, vuelta la cabeza, mientras tus pies adivinadores tantean y escogen su camino...

"Te vas, siempre pequeña y maquillada por el sol poniente, hasta no ser, en lo alto de la colina, más esbelta en tu túnica anaranjada que una llama vertical, que danza imperceptiblemente..."

Si tú no me abandonas, iré danzando hasta mi blanca tumba.

Saludaré a la luz, que me hizo hermosa y me vio amada con una danza involuntaria, cada día más lenta.

Una última danza trágica me enfrentará con la muerte, mas sólo lucharé para sucumbir con elegancia.

Que los dioses me concedan una caída armoniosa, juntos los brazos en mi frente, doblada una pierna y extendida la otra, como presta a franquear, de un salto ingrávido, el negro umbral del reino de las sombras...

Me llamas danzarina, y, sin embargo, no sé bailar...

Autor del

cuento

: Sidonie-Gabrielle Colette

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EL LOBO QUE CREE QUE LA LUNA ES QUESO

Andaba el lobo muy hambriento y ya no sabía qué hacer para coger algún animal para comérselo. Y por ahí se encuentra con la zorra y le dice:
-Oiga usted, señora zorra, que me la voy a comer.

Y la zorra le dijo:

-Pero mire usted que estoy muy flaca. No soy más que huesos y pellejos.

-No, que usted estaba muy gordita el pasado año.

-El año pasado sí que estaba gordita, pero ahora tengo que darles de mamar a mis cuatro zorritos y apenas hallo bastante para crear leche para ellos.

-¡Que no me importa! -dijo el lobo.

Iba a darle la primera mordida, cuando la zorra le dijo:

-Deténgase usted, por Dios, señor lobo. Mire que yo sé dónde vive un señor que tiene un pozo lleno de quesos.

Y se fueron la zorra y el lobo a buscar los quesos. Y llegaron a una casa y pasaron unas tapias y llegaron ante el pozo, y la Luna se reflejaba en el agua y parecía un queso. Y se asomó la zorra y volvió y le dijo al lobo:

-¡Ay, amigo lobo, que el queso es grandón! Mire, asómese usted.

Y se asomó el lobo y vio la Luna y creyó que era un queso grandón. Pero el lobo sospechoso le dijo a la zorra:

-Pues bueno, amiga zorra, entre usted por el queso.

Y la zorra se metió en uno de los dos cubos que bajaban al pozo y fue a por el queso. Y desde abajo le gritaba al lobo:

-¡Ay, amigo lobo! ¡Que grandón está el queso! ¡No puedo con él! Venga usted a ayudarme a subirlo.

-Pero no puedo yo entrar -decía el lobo-. ¿Cómo voy yo a entrar? Súbalo usted sola.

-Y la zorra le dijo:

-Pero no sea usted torpe. Métase en el otro cubo y verá como así entra fácilmente.

Y se metió la zorra entonces en el cubo en que había bajado. Y el lobo se metió en el otro cubo y, como pesaba más, se deslizó para abajo y la zorra subió para arriba. Y ahí se quedó el lobo buscando el queso, y la zorra se fue muy contenta a ver a sus zorritos.

Autor del

cuento

: Cuento tradicional español

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EL COCODRILO EN LA CHARCA

Estaba un enorme cocodrilo en una charca echando la siesta cuando de repente se movió una rama.
- ¡Qué susto, madre mía! - exclamó el cocodrilo.

Moraleja: Todos tenemos nuestros miedos, aunque haya quien lo disimule mejor.

Autor del

cuento

: Dani Alcalà

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EL LEÓN APRESADO POR EL LABRADOR

Entró un león en la cuadra de un labrador, y éste, queriendo cogerlo, cerró la puerta. El león, al ver que no podía salir, empezó a devorar primero a los carneros, y luego a los bueyes.
Entonces el labrador, temiendo por su propia vida, abrió la puerta.
Se fue el león, y la esposa del labrador, al oírlo quejarse le dijo:
- Tienes lo que buscaste, pues ¿por qué has tratado de encerrar a una fiera que más bien debías de mantener alejada?

Autor del

cuento

: Esopo

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EL CIERVO Y SUS ACOMPAÑANTES

Yacía un ciervo enfermo en una esquina de su terreno de pastos.
Llegaron entonces sus amigos en gran número a preguntar por su salud, y mientras hablaban, cada visitante mordisqueaba parte del pasto del ciervo.
Al final, el pobre ciervo murió, no por su enfermedad sino porque no ya no tenía de donde comer.

Moraleja: Más vale estar solo que mal acompañado.

Autor del

cuento

: Esopo

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